Educación: un tsunami de improvisaciones amparado en la pandemia
Pocos minutos antes de que empezara 2021, en una videollamada con familiares, Martina se lamentaba de lo poco que había aprendido durante todo el año. Con más de 8,50 de promedio en sus tres años de secundario, el cuarto que acababa de aprobar la dejaba con gusto a poco. “Yo siempre estudié mucho y siento que este año no hice nada. Brindo por volver a la escuela”, dijo antes de levantar la copa de gaseosa con hielo frente a la pantalla. El domingo pasado, Francisco festejaba, en el balcón de su departamento, que el examen de Química que tenía que rendir esta semana para aprobar la materia iba a ser de manera remota. “Me voy a poder copiar tranquilo y la voy aprobar al toque”, gritó sin saber que un piso más abajo lo escuchaba una vecina, periodista, mientras leía en su balcón.
Son dos postales bien distintas de los estudiantes de hoy, marcados por un año sin precedentes en cuanto a la modalidad del aprendizaje, pero no en cuanto a las deficiencias del sistema. Hasta marzo del año pasado, una de las preocupaciones del Estado era tratar de garantizar los mínimos 180 días de clase del ciclo lectivo, usualmente cruzado por reclamos sindicales que tienen en la huelga el único recurso valedero para ser escuchados y que han llevado a que alumnos de provincias como Chubut y Santa Cruz a tener menos de la mitad del tiempo en el aula que el resto del país.
Aunque hace casi una década, el Consejo Federal de Educación había acordado aumentar a 190 días el año lectivo, en forma escalonada, ni siquiera se cumplieron los básicos 180. Y, entonces, algunos especialistas en educación comenzaron a plantear que, en vez de aumentar jornadas, había que tratar de ampliar las horas de clase. Tomaban como ejemplo que, en la misma cantidad de días de clase, un alumno del nivel primario en Chile aprendía casi un 50% más que uno en la Argentina, por el hecho de tener más horas por jornada. En la Argentina, actualmente es mínimo el porcentaje de escuelas de doble jornada, mayoritariamente de gestión privada y ubicadas en grandes conglomerados urbanos. Y la virtualidad, profundizó esa distancia porque fueron muy pocos los estudiantes que tuvieron la misma cantidad de horas de clase diarias a través de una pantalla que en los días en que iban a las aulas.
La necesidad de “articular” el año lectivo 2020 con el de 2021, propuesto por el gobierno nacional por medio del ministro de Educación, Nicolás Trotta, anticipaba en agosto pasado el fracaso del aprendizaje en medio de la pandemia. Estudiantes que no pudieron acceder a contenidos virtuales, docentes que intentaron enseñar por WhatsApp, padres que copiaban las tareas enviadas por foto, maestros que en algunos lugares del país llevaban puerta a puerta contenidos educativos a sus alumnos, fueron algunos de los “experimentos pedagógicos” que quedarán en el recuerdo como parte de lo peor de la pandemia de coronavirus.
En ese tsunami de improvisaciones, en agosto pasado renunció la secretaria de Educación de la Nación, Adriana Puiggrós, que pocas semanas después se convertiría en asesora presidencial, pero hasta el momento su misión ha sido por lo menos tan discreta que pasa inadvertida. Dentro del Ministerio de Educación ese puesto sigue vacante, lo que de una manera contundente habla del poco interés del Gobierno en tomar al aprendizaje como política de Estado, a pesar de los reclamos públicos de pedagogos, psicólogos, pediatras, docentes que no están atados de manera ideológica a las decenas de sindicatos del sector, padres y hasta estudiantes.
Con el regreso a la presencialidad educativa en la Ciudad de Buenos Aires y la inminencia de que el resto del país siga en esa línea, se van aquietando las tensiones políticas que comenzaron en octubre pasado, cuando el distrito porteño avanzaba en diseñar cómo volver a las aulas y desde la Nación se buscaba impedirlo. Pero los problemas de fondo de la educación son los mismos precovid: los estudiantes siguen teniendo graves problemas de comprensión de textos y de resolución de cálculos matemáticos –dos pilares ineludibles para el resto del andamiaje educativo-, la currícula escolar es obsoleta y, como alguna vez dijo la pedagoga Guillermina Tiramonti, “los alumnos no logran aprender de una manera articulada, porque cada año es como una inmensa biblioteca, cuyas estanterías (las materias) no tienen ninguna interrelación entre ellas”. Hubo intentos de “aprendizajes transversales” para que un tema pudiera ser tomado por varias asignaturas y despertar así el interés del estudiante, pero no prosperaron por falta de fomento oficial.
El primer año de Covid-19 en la Argentina ha dejado muchas incógnitas. La disputa política se circunscribió a cómo ventilar aulas, cuántos chicos pueden integrar una burbuja, cuántos días por semana irán a la escuela, a qué podrán jugar en los recreos, cuántos minutos pueden estar en un baño, cuántos barbijos debe entregarle el Estado a cada docente, pero no en rediseñar la currícula escolar para adaptarla a otro año incierto.
Perdida la batalla de mantener las escuelas cerradas, ahora el ministro Trotta inicia una nueva “épica” que infelizmente ha bautizado como “proceso de reorganización pedagógica”. Para los más chicos, probablemente se trate de tres palabras algo pomposas, para los adultos es casi un calco del nombre del más tenebroso gobierno militar de la historia argentina: el Proceso de Reorganización Nacional destituyó, en 1976, el gobierno democrático peronista y mantuvo clausurada la Constitución por ocho años. Habrá que esperar a que Trotta se explaye sobre las eventuales virtudes de su “proceso de reorganización pedagógica” que ya atrasa un año.
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