Eduardo Wolovelsky: “El confinamiento no fue una estrategia solidaria, fue profundamente individualista”
El biólogo y docente argentino acaba de publicar un libro en el que condensa sus cuestionamientos al duro aislamiento social que se dispuso en el país, y que le valieron en su momento insultos y descalificaciones
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A poco de iniciada la estricta cuarentena de marzo de 2020, Eduardo Wolovelsky anticipó lo que finalmente terminaría sucediendo. Hubiera querido equivocarse, dice el biólogo y docente, pero estaba seguro de lo que vendría: que el duro aislamiento social no iba a detener una enfermedad de transmisión aérea y que iba a producir graves consecuencias en la salud física y mental en la vida de millones de personas. “El confinamiento de marzo de 2020 era una medida extrema en la que era fácil entrar, pero difícil salir. El debate procuarentena o anticuarentena era tramposo porque simplificaba una situación compleja que requería matices que permitieran pensar cómo sobrellevar la larga convivencia con el virus”, explica.
Y recuerda un cartel colgado en un negocio que decía: “Todavía no podemos abrir. No importa si morimos de hambre, de depresión o de suicidio, si morimos de infarto o si cerramos definitivamente los negocios y salimos a la calle a robar. Lo importante es no morir de coronavirus”.
Sus cuestionamientos, ahora condensados en el libro que acaba de publicar, Obediencia imposible. La trampa de la autoridad (Libros del Zorzal), le valieron insultos y descalificaciones. No había margen, explica, para ir a contrapelo de ciertos consensos. “A mí me acusaban de negacionista, de estar a favor de la muerte, de individualista; y la cuarentena es la respuesta más individualista que puedas imaginar. Es ‘me encierro en la cueva, si tengo una buena cueva entonces tengo muchas más posibilidades de sobrevivir y de estar mejor que el que tiene una mala cueva’”. Por lo tanto, para el escritor, la decisión del severo aislamiento social estuvo muy lejos de ser la estrategia solidaria que pretendió ser.
Ahora, apoyándose en la Declaración de Great Barrington —un documento firmado en octubre del año pasado por 14.000 epidemiólogos y científicos de la salud pública, expertos e investigadores de universidades de todo el mundo y que proponía protecciones focalizadas para los sectores más vulnerables, como los adultos mayores— Wolovelsky abreva en la ciencia, la historia y la filosofía para problematizar categorías y conceptos cerrados que no impidieron que hoy haya más de 94.000 muertes, mayores índices de pobreza y desigualdad, y devastadores efectos en la salud pública a corto y largo plazo.
En diálogo con LA NACION, el escritor cuestiona la categoría de “trabajadores esenciales” y la idea de que “el virus porta un mensaje” y vino a enseñar. “Hay una enorme crueldad en esa idea. Es una pedagogía del merecimiento: se merecían esas enfermedades o esas muertes. Uno debería preguntarles a todas las personas que murieron víctimas del Covid-19 o víctimas de las medidas tomadas para contener el Covid-19, qué dicen de este pensamiento”.
—¿Por qué cree que el debate procuarentena o anticuarentena es un debate falaz?
—Es falaz porque simplifica en extremo una cuestión que es muy complicada y es falaz porque desarma toda perspectiva compleja de la condición humana para tratar de reducirla a unas pocas variables controlables. Hoy yo estaba en el colectivo y una persona me dice ‘yo perdí mi trabajo porque no era esencial, y yo no sé si vender estas facturas hoy acá es o no esencial, pero es con lo que puedo vivir ahora’. Por lo tanto, la cuarentena no fue una estrategia solidaria sino la respuesta más individualista que puedas imaginar: algunos tienen muchas más posibilidades de sobrevivir que aquellos que están hacinados, que tienen que proveer su sustento diario, que no tienen conectividad, que no tenían mínimas condiciones de vida dignas ya antes de la pandemia y la cuarentena. Con esta estrategia inviable, que no tuvo nada de solidaria, las palabras “solidaridad” y “cuidar” han quedado erosionadas. Quedó demostrado, por ejemplo, cuando querían echar a médicos y enfermeros de los edificios en los que vivían; los mismos médicos y enfermeros que después querías que te atiendan. Eso para mí demuestra que el confinamiento fue un discurso profundamente egoísta e individualista.
—Cuando usted planteó algunos cuestionamientos fue acusado de negacionista y anticientificista.
—Sí, y fue muy doloroso. Por supuesto que yo podía estar equivocado pero lo que esperaba eran contraargumentos, no agravios terribles, en algún punto, inimaginables. Yo no quería tener razón, deseaba equivocarme. Era tremendamente seductor pensar que un confinamiento de un tiempo limitado iba a funcionar pero la ilusión de tener el control es falsa. La verdad es que no tenemos el control y además, sobre el padecimiento de tener que enfrentar una enfermedad emergente, agregamos muchos otros sin mejorar nada sobre lo otro. Lo que se hizo fue desconocer cualquier otro problema y simplificar: “la economía o la vida”. Y eso tiene costos enormes.
—Pero el objetivo era preparar el sistema de salud para evitar el colapso. ¿Por qué cree que aquel argumento no podría haber sido válido en un primer momento?
—Podría haber sido, pero la Argentina tenía pocos casos y tenía tiempo de preparar el sistema de salud: tenía 97 contagios y tres fallecidos cuando se firma el decreto. Preparar el sistema de salud no obligaba a clausurar de un día para el otro todo el país, alambrar las provincias, negar la posibilidad de despedir a un ser querido, dejar a las personas varadas a cientos de kilómetros de su casa. Porque acá un día se cerró todo: uno estaba en otra provincia y tenía que arreglárselas como sea para volver a su casa. El Estado, del que tanto se habla, te dejaba abandonado en un cierto lugar, de un día para el otro. Ni siquiera dieron tiempo a que la gente regresara. Por otra parte, el sistema de salud tiene un punto crítico: médicos, enfermeros y personal de la salud estuvieron mal pagos durante décadas. Preparar el sistema de salud siempre me resultó un argumento bastante tramposo, pero contra el cual era difícil ir. En su momento no lo podías decir, pero el tiempo demostró que, independientemente de que hayan hecho algunos ajustes, el argumento de preparar el sistema de salud era falso y no era la última razón.
—¿Qué efectos cree que tuvo en las personas esta categorización de trabajos “esenciales” versus los “prescindibles”, tal como menciona en el libro?
—Se definieron qué trabajos son esenciales y cuáles, prescindibles, con lo cual hay un estatus social que unos tienen y otros no, porque para “los prescindibles” su trabajo carece de valor, tiene un valor ornamental y en última instancia, importa poco. Eso va a tener consecuencias a largo plazo. La cultura importa poco. El actor importa poco. El maestro importa poco. Después nos dimos cuenta de que no era sostenible. De repente, los seres humanos, que somos creadores y seres culturales, pasamos a ser hámsters en las jaulas cuyo único objetivo era sobrevivir biológicamente. Los programas de chismorreo televisivo eran esenciales y una óptica no. Son decisiones caprichosas. Hay que tener cuidado cuando uno enuncia la prescindibilidad de las personas porque esta es la historia del siglo XX.
—¿Por qué cree que en la Argentina las medidas suelen ser en blanco o negro? ¿Tiene que ver con una incapacidad estatal de regular o intervenir estratégicamente?
—Creo que es impericia, porque el blanco o negro permite la solución fácil, es la idea obvia. El problema es que esa decisión siempre es cerrada porque está mal planteada. Y es un ejercicio de poder.
—¿Considera que el de los turistas varados por las restricciones es otro capítulo de esta historia en blanco o negro?
—Si yo tuviera que hacer una lectura sobre este tema de Ezeiza y la variante delta, entramos de nuevo en el mismo tema: tratar de mostrar un control sobre algo que no puedo controlar porque las variantes van a llegar a todos lados; es inevitable que sea así. Además, en este caso está la mirada de que “la gente que está ahí es gente banal”. La gran mayoría no viaja solo por turismo en este momento, y además, los vuelos aéreos implican muchas cuestiones: no es solo traslado de personas sino de objetos y cosas fundamentales. De repente todo eso aparece imposibilitado. Las consecuencias son severas, pero por el momento cerramos los ojos y nos tranquilizamos porque se toma una medida que es totalmente ineficaz. Los gobiernos, no solamente el argentino, han decidido que van a mostrar algo de control: toman medidas restrictivas porque tienen miedo de que les reclamen que no hicieron nada cuando suben los casos. No se está tomando la decisión por efectividad sino porque tratan de simular un control para no ser acusados de inacción.
—En su libro usted habla de la tiranía de algunos “expertos” y la ausencia de una mirada holística o multidimensional que contemple todas las facetas. ¿Qué voces y qué miradas cree que faltaron?
—En la epidemiología es difícil establecer claramente dictámenes tan universales e incontrovertibles como se supuso que se podía, porque la cantidad de perspectivas y variables que hay que manejar son muchísimas; entonces uno puede llegar a una cierta conclusión pero al mismo tiempo debe decir, “voy a seguir mirando”. Desde febrero de 2020 había miles de investigadores, que luego firmaron la declaración de Great Barrington en Estados unidos, que decían que los confinamientos no tenían sentido. ¿Y por qué nadie creyó que se debía debatir con eso? En esa declaración hay 14.000 firmas de expertos de la salud pública de Harvard, Stanford, Oxford que hablaron desde un comienzo y mostraron datos, evidencias y argumentos. Hay una frase clave de Alberto Fernández que es “que la cuarentena dure lo que tenga que durar, los demás son debates estériles”. Los gobiernos pueden eventualmente tomar alguna medida extrema, lo que no pueden es cerrar la discusión sobre si la medida tomada en un determinado momento sigue siendo legítima.
—Pero se conformó una comisión asesora. Por lo que usted sugiere, de algún modo terminó siendo un “como si”, una puesta en escena que no escuchó opiniones en sentido contrario.
—Creo que el “como si” ni siquiera existió. Yo lo comparo con la euforia de Malvinas. Recordemos la primera semana: estamos en el balcón, cantamos el himno, aplaudimos al personal de salud, “vamos a derrotar al virus”. Recordemos la frase de Ginés González García cuando dijo que a nosotros no nos iba a pasar lo que les pasó a otros países. Había un triunfalismo muy parecido al de Malvinas y muy tempranamente dije que iba a llegar el 14 de junio de 1982 y que nos íbamos a enterar que todo esto no era así. Yo hubiera querido estar equivocado pero estaba seguro de que no lo estaba.
—Hubo una épica de lucha contra el virus. ¿Cómo se construyó esa epopeya?
—Las metáforas bélicas son muy comunes en los temas biológicos y siempre deriva en situaciones trágicas. Hay una publicidad de YPF donde muestran las estatuas de los próceres hablando y que es bastante dramática. Ese andamiaje bélico es tranquilizador porque dice “bueno, damos batalla y al final vamos a ganar”. Esto suele tener costos muy grandes porque se construye una epopeya, y en algún momento, todo ese andamiaje cae. Y cuando cae, las heridas son enormes, que es lo que nos está pasando.
—Usted le dedica un largo capítulo a “la pedagogía del virus”, la idea del virus como portador de un mensaje que viene a enseñarnos cuestiones sobre el capitalismo, la ecología, las relaciones humanas. Tampoco coincide con esa mirada. ¿Por qué?
—Es como pensar que un terremoto ocurre para enseñar cosas. Uno puede aprender de él, puede aprender cuestiones de geología, cuestiones sociales y tantas otras pero el terremoto no ocurre para enseñar sino que las personas pueden aprender sobre cosas que no pueden controlar ni manejar, como es un terremoto. Hay una enorme crueldad en la idea de que un virus viene a enseñarme: con ese criterio yo podría decir que la naturaleza utilizó a los españoles como medio para traer la viruela y el sarampión y enseñarles a los pobladores de América que algo estaban haciendo mal. Es una pedagogía del merecimiento: se merecían esas enfermedades o esas muertes. Este argumento me impresionó bastante y fui muy crítico con esta idea de que el virus nos viene a enseñar algo. Bajo esta pedagogía subyace la idea de que la vida humana no vale y es el precio que hay que pagar, por ejemplo, por las enseñanzas de la naturaleza. Uno debería preguntarles a todas las personas que murieron víctimas del Covid-19 o víctimas de las medidas tomadas para contener el Covid-19, qué dicen de este pensamiento.
—Cada país tiene su singularidad en cuanto a densidad poblacional, recursos del Estado, densidad demográfica pero, ¿hay algún “modelo” que le haya parecido adecuado para gestionar la pandemia?
—A mí no me gusta hacer este tipo de comparaciones, pero a la hora de rescatar alguno, rescato el modelo sueco. ¿Por qué? Porque no miró solo la coyuntura del presente, miró también el devenir del futuro. Suecia fue lo más parecido al postulado de Great Barrington: vamos a preocuparnos por las personas más vulnerables y vamos a mantener el resto de las actividades humanas, o sea, sociales. Va a haber bares, va a haber restaurantes, va a haber cines, va a haber escuelas. Suspendieron las clases en las universidades, salvo las de laboratorios, pero suspender una clase presencial y hacerla virtual en la universidad tiene un peso distinto que hacerlo en una primaria. La escuela primaria se mantuvo. Por supuesto que no le resultó fácil a Suecia y era casi una isla en esta decisión, pero es muy interesante porque pensaron también en el devenir, en todas las heridas y en todo lo difícil de restituir. La vida no es una cinta o un video que se detiene, se rebobina o se empalma. Me parece interesante rescatar esto porque recordemos que en una de las presentaciones gubernamentales, el Presidente dijo: “si yo hiciese lo que hizo Suecia, habría 13.000 muertos”. Bueno, el tiempo no le dio la razón.
—Existen muchas historias trágicas atravesadas por el virus. ¿Cree que en su caso, si usted o los suyos lo hubieran padecido, habría modificado alguna de estas posturas?
—Tengo personas muy cercanas que han muerto por otras enfermedades pero pudieron, a pesar de todo y en el tiempo que tenían, trabajar en algunas cosas, escribir, vivir, estar con sus afectos, estar acompañados. Justo una semana antes del confinamiento me atropelló un auto que dobló mal. Y yo podría decir me salvé porque estuve muy atento y pude saltar un poco, pero me atropelló igual. ¿Qué hago? ¿No salgo más a la calle? Porque yo crucé con toda la atención. Por supuesto que hay que tener ciertos cuidados pero no es cierta esta idea de la ciencia y la tecnología moderna de que podemos controlar todo haciendo ciertas cosas. Si te enfermaste de cáncer de pulmón es porque fumabas. Bueno, no, podés no haber fumado nunca. El edificio que se cayó ahora en los Estados Unidos es una revelación de la fragilidad humana: estabas en el departamento tomando un café y ahora estás desaparecido.
—¿Entonces no habría que tener ningún cuidado?
—No, con esto no quiero decir “hagamos cualquier cosa”, porque yo no cruzo la calle con los ojos cerrados porque una vez me atropelló un auto. Nadie está diciendo “hagamos cualquier cosa”. Tomemos todas estas precauciones pero tenemos que saber que las precauciones tienen costos, daños. Creo que es tramposa siempre esa pregunta de imaginar que solo puede hablar quien ha sido víctima, porque eso presupone lucidez y no necesariamente la víctima es más lúcida. Es falsa esta idea de que para poder decir algo hay que ser víctima porque entonces estamos imposibilitados de pensar nuestras acciones en la vida.
—Pero el argumento es que a través del cuidado de uno, se cuida el resto porque en algún momento hay que elegir a quién ponerle el respirador.
—Me parece bien que no me lo den a mí que soy mayor de 60 y que se lo den a una persona más joven. Claro que yo no quiero morirme, pero he tenido una vida, he hecho ciertas cosas, porque es el devenir al que todos debemos aspirar, que los más jóvenes nos sucedan, no al revés. La vida de las personas y sus dolencias no se reducen solo a tener un lugar en la terapia intensiva, a cualquier costo. Con el argumento de confinar a todos para proteger a los más vulnerables, se sacrificaron las vidas de millones de personas y no se midió el sacrificio que se les estaba pidiendo. Se deshilachó una trama social que será muy difícil volver a tejer. Hubo decisiones tan faltas de prudencia y de razón que bajo la excusa de querer mostrar poder y control, nos llevaron a una tragedia.
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