Doscientos años del desastre de Cancha Rayada
"Hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria", dijo Jorge Luis Borges. Y, tal vez, esta frase pueda aplicarse al revés si se evalúa lo que sufrió el ejército Libertador en Cancha Rayada (Chile), hace doscientos años, el 19 de marzo de 1818.
Luego del épico cruce de los Andes, las fuerzas patriotas vencieron a los realistas en la batalla de Chacabuco, en febrero de 1817. Los españoles se replegaron hasta Talcahuano, una península al sur de Santiago de Chile, que convirtieron en fortaleza.
Aún habiendo recibido refuerzos desde Perú, la superioridad numérica del Ejército de los Andes no les permitió a los realistas realizar ataque alguno. Los patriotas tampoco pudieron avanzar demasiado. El tiempo lluvioso, la disposición de la fortaleza, las montoneras que hostigaban a los patriotas y los mapuches y araucanos (que se aliaron con los españoles) retrasaron el ataque. Por fin, el 6 de diciembre de 1817 se realizó el asalto a Talcahuano.
Fue comandado por el coronel Juan Gualberto Gregorio de Las Heras y por el general Bernardo O'Higgins. A pesar del gran valor de los soldados que participaron, el asalto fracasó y se perdieron ciento cincuenta vidas. Entusiasmado con esta novedad, el virrey Pezuela envió una partida de mil setecientos hombres para dar lo que consideraba "la batalla final". Estos soldados desembarcaron en Chile a mediados de enero de 1818.
En febrero, San Martín comenzó un movimiento de tropas hacia Talca, región que se encontraba a mitad de camino entre Santiago y Talcahuano. Allí, en el campo de Cancha Rayada se dispuso la tropa. El terreno era complicado, pantanoso y con desniveles. San Martín apostó dos columnas, una al mando de O'Higgins y otra al mando de Hilarión de la Quintana. Al ver la disposición realista, el Libertador decidió cambiar la posición por la noche, para no ser vistos por el enemigo y poder atacar en la mañana.
Al anochecer del 19 de marzo de 1818, cuando comenzó la movilización de las posiciones patriotas, llegó el ataque sorpresa de los realistas. Y el desastre se apoderó de la noche.
Los españoles rompieron fuego con descargas cerradas, una tras otra, con una rapidez que provocó un infierno. El coronel Manuel Pueyrredón, integrante del Ejército de los Andes, describió el momento: "Allí no había voces de mando porque era imposible hacerse oír por el ruido de las descargas, la disparada de los caballos, de mulas cargadas, de otras con artillería, y hasta los bueyes con la artillería de línea y carros de municiones se precipitaban al río, cayendo con estrépito, acompañado todo esto de los gritos de los conductores, junto con los relinchos de los caballos que huían atropellando a cuantos encontraban".
En medio del caos, los hombres del jefe chileno se dispersaron. No sólo los soldados, los oficiales también. Varios llegaron a Santiago con rumores que acrecentaron el pánico: decían que O'Higgins había muerto y que San Martín se había suicidado en el campo de batalla.
Hilarión de la Quintana, que lideraba la columna que se había movido (y no había sido visto por los realistas) decidió pedir instrucciones al Cuartel General, que ante el ataque había cambiado de posición.
En momentos en que el general San Martín conversaba con su ayudante, el teniente Juan de Dios Larraín, éste fue muerto por una bala. Otro disparo destrozó el codo derecho de O'Higgins. El escenario era dantesco e Hilarión de la Quintana no consiguió regresar con su tropa.
Fue entonces cuando el coronel Gregorio de Las Heras, demostrando un admirable coraje, tomó el mando de la columna de Quintana y se puso al frente de tres mil quinientos hombres con el firme propósito de sacarlos del teatro de operaciones y salvarles la vida. Agazapados, a doscientos metros del enemigo, inmersos en el más absoluto silencio, Las Heras logró salvar a la columna de Quintana. Extenuados, sin víveres, con férrea disciplina, marcharon por seis horas. Este accionar de Las Heras salvó al Ejército de los Andes. Sin esa retirada heroica, la pérdida habría sido total.
Al llegar a Santiago, cuando Las Heras se enteró de que San Martín estaba con vida, le pidió que se acercara a su grupo para que lo vieran sus soldados tan desmoralizados. El Libertador juntó a todos los dispersos que había reunido para que se formaran y saludaran a la tropa comandada por Las Heras. Luego, en medio de tantas falsedades, el Libertador se dirigió al pueblo chileno: "La Patria existe y triunfará, y yo empeño mi palabra de honor de dar en breve un día de gloria a la América del Sur". Esa gloriosa jornada pronto llegaría.
Una semana después, se había reunido al Ejército en Santiago de Chile. El plan de batalla final de los realistas no había resultado, gracias a la decisión y valor del coronel Gregorio de Las Heras. La patria reconoció su valentía y le ha guardado un lugar especial en la historia. Hoy, sus restos, descansan en la Catedral metropolitana, junto con los del Libertador de América.
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