Dos gauchos que atraen la veneración popular
Adhesión: miles de devotos piden favores al Gauchito Gil, en Corrientes, y a Pancho Sierra, en la provincia de Buenos Aires. Por Ramiro Pellet Lastra
La imaginación de los argentinos ha consagrado a una legión de gauchos aventureros entre los santos paganos más venerados del país. En el Litoral sobresale el Gauchito Gil, una leyenda correntina.
Cualquier momento es bueno para visitar al Gauchito, la cumbre de cuya devoción se alcanza el 8 de enero, cuando la ciudad de Mercedes recibe a más de 100.000 personas que marchan al santuario, erigido a 8 kilómetros del centro urbano, con la fuerza de los años y la gracia del chamamé.
Miles de placas de agradecimiento son testimonio de la adhesión de vecinos y visitantes lejanos, que se trasladan anualmente al santuario popular.
Hace doce años que Catalina Feliciana González viaja desde Merlo. En su casa tiene pintado un mural del Gauchito y guarda en secreto una relación que se consolida en cada visita.
Elida Avelano tiene 71 años y desde 1947 visita al Gauchito. Hoy recuerda que, antes de construirse la ruta, el santuario se encontraba en pleno monte y la gente llegaba en carreta. Ella es creyente y le reza diariamente a Dios y a María. Pero siempre agrega una frase en sus oraciones para el Gauchito Gil.
"El Gauchito sigue haciendo su obra, aun después de muerto, porque los que trabajamos acá somos todos desocupados", dijo Ofelia de Pardo, vendedora de esculturas y estampitas que incluyen las figuras de la Virgen María y la del santito en la cruz.
Desertor del ejército, el gaucho Antonio Gil era una sombra rebelde que bajaba de los montes para robarles a los ricos y darles a los pobres. Un Robin Hood criollo que, a fuerza de hazañas, se ganó la admiración de la gente de sus pagos.
El campesino fue ultimado en 1878 por fuerzas policiales, pero con el tiempo regresó de las tinieblas en la devoción popular que le ofrendan los correntinos.
El centro del santuario es un simple tinglado de chapa que protege la tumba del difunto, una leve estructura de piedra cubierta de placas que traen los visitantes.
Los negocios del paraje tienen a la vista pelotas de fútbol, cámaras de fotos, radios, facones, mates, bombillas, chorizos, estampitas. Todo dispuesto en amable confusión religiosa que presenta con idéntica cortesía los recuerdos del gaucho santo y los bienes de consumo cotidiano.
Casi lo mismo
El pañuelo y el chiripá son las prendas que viste el correntino en las imágenes consagradas por la piedad popular.
Los fieles encienden velas y tocan la tumba antes de tomar asiento en largos bancos de madera que dan al tinglado un aire de iglesia rural. Cada cual sigue sus oraciones particulares como le viene en gana. Rezan, piden, lloran, ríen. No es raro ver músicos que, bajando de un micro, regalen canciones al santo de sus amores.
Como el conjunto Los Criollos de Salada, formado en 1987 por los hermanos Rodríguez, que siempre se hacen un tiempo en sus giras para viajar a Mercedes y pedirle protección.
Y hay más regalos de quienes vieron sus deseos hacerse realidad. Saben que allá arriba el Gauchito los escuchó. Los deportistas ganadores entregan sus trofeos; los músicos afortunados ceden sus guitarras; los que cambian el auto dejan patentes viejas. Nadie olvida devolver la gracia generosa concedida por voluntad del Gauchito.
A cientos de kilómetros del reino espiritual del gaucho pagano, en los campos de Buenos Aires, se cultiva la devoción a un estanciero del siglo pasado que supo tener seguidores en vida.
Su nombre era Pancho Sierra, estanciero de diversos talentos, entre ellos, la clarividencia y la sanación. Mateando con su hermano en la placidez de su estancia, Pancho no sólo anticipaba la llegada de un paisano en apuros, con un dolor apremiante o un mal incurable, sino que hasta lo sanaba aun antes de que bajara del caballo para explicarle su drama.
El que venía enfermo se iba curado. Era la regla que se cumplía entonces, como se cumple ahora, según los feligreses que responden a su culto. Además de arreglar la salud, Pancho confiere los milagros habituales entre los santos de su raza: consigue novios, cambia autos, compra casas, aprueba exámenes. Si es necesario detiene la lluvia.
En construcción
El santuario de Pancho aún está en construcción, en función del empeño de Paulina Casamajó, que dice haber sido invitada por el propio Pancho, cuyo espíritu flotó cierta noche sobre su cama, a dejar el trabajo de costurera y entregar su vida al oficio de la sanación.
Mientras crece el futuro santuario, el culto se rinde en el cementerio de Salto, en el noroeste de la provincia. En la tumba caen flores, y en una pared lateral del camposanto los creyentes clavan placas de agradecimiento. "Gracias, maestro, por el nieto que nos diste", dice una de ellas.
Allí también está Paulina hablando de la vida de Pancho y señalando orgullosa una escultura que mandó erigir en nombre de él. "Los milagros no son para todos, pero no te abandona nunca si le tenés fe", asegura.
A diferencia del culto al Gauchito, del que participan los vecinos de Mercedes, a los habitantes de Salto no les interesa la presencia de Pancho. Sus adeptos más tenaces vienen de las ciudades vecinas de Rojas y Pergamino, que aprecian a la distancia las virtudes sanadoras y proféticas del santo de las pampas.
Como Pancho, como el gaucho, los santos paganos pueblan las creencias religiosas argentinas.
No hay región sin santo, ni santo sin creyentes. Las leyendas nacen, crecen y nunca mueren, como el alma de estos héroes, que no se cansan de hacer el bien sin mirar a quien.
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