A los que se resistieron desde el inicio a las nuevas tecnologías se suman aquellos que se saturaron de la hiperconectividad; citas de parejas por mail y malabares para evitar la vida online
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La propuesta de este artículo parecía imposible. Encontrar personas que no usaran celular ni redes sociales era como buscar una aguja en el pajar. ¿Quién puede vivir así en un mundo atravesado por la conectividad? Sin embargo, alcanza con bucear un poco para darse cuenta de que existen focos de resistencia, en algunos casos porque las personas se saturaron y en otros porque se negaron desde el inicio a incluir en sus vidas las nuevas tecnologías.
Si hace 30 años la conectividad era un lujo, ahora lo es poder desconectarse. Hablamos de “détox digital” como si fuese la dieta de moda y los ejemplos se empiezan a visibilizar alrededor del mundo: la adolescente estadounidense Logan Lane creó un club de jóvenes que rechazan la tecnología abrumadora y usan celulares con tapita en lugar de smartphones; afloran aplicaciones para, paradójicamente, usar menos el teléfono, y comenzó a prohibirse el uso del móvil en ciertos hoteles y restaurantes.
Para el periodista canadiense Carl Honoré, autor del famoso libro Elogio de la lentitud, se llegó a un punto inflexión en la historia de la tecnología. “Al estar conectado las 24 horas, sacrificás salud mental, calma, capacidad de escucha y de reflexión, de conexión con los demás y con uno mismo. No podés vivir plenamente el momento si estás en muchos momentos a la vez. La gente está saturada y abrumada. Nos estamos dando cuenta de que hay límites y de que en algún momento hay que apagar”, afirma a LA NACION.
El promotor de la filosofía slow opina que la pandemia nos llevó a replantearnos el uso de la tecnología, cuánto trabajamos, dónde y por qué. “Extrañamos las cosas más sencillas y humanas. Nadie dice en su lecho de muerte: ´Ojalá hubiera pasado más tiempo online´”, señala.
Mariela Mociulsky, CEO de la consultora Trendsity y presidenta de la Sociedad Argentina de Investigadores de Marketing y Opinión, confirma cierta tendencia a buscar espacios de desconexión. “Así como hace unos años tener conectividad permanente en hoteles, restaurantes y demás era un diferencial, hoy la posibilidad de desconexión es casi un lujo que buscamos darnos”, remarca.
Lo que parecía impensado, vivir sin teléfono móvil ni redes sociales, puede resultar una idea seductora y una realidad para un grupo minoritario de rebeldes con causa, que se quieren liberar de las nuevas tecnologías. Y no les resulta tan difícil sobrevivir.
Citas por mail y complicaciones para los trámites
Marcelo Revelo, fotógrafo de 40 años, jamás sacó una cuenta en redes y no usa teléfono móvil. “Creo que todo empezó al ver a mi padre que siempre se negó a tener uno. Alguna vez tuve un teléfono solo para recibir y hacer llamadas, pero con el tiempo empecé a descartarlo”, relata.
Vivió en Buenos Aires varias veces en los últimos años y ahora está instalado en Colombia por trabajo. “Me mudo mucho de país, así que me manejo con el mail. Cuando digo que no tengo celular, me tildan de mentiroso o me preguntan por qué no les quiero dar el número”, relata. Tan cierto es que, si conoce a una chica en un bar, le pide su correo electrónico.
Las complicaciones aparecen cuando intenta hacer trámites en un contexto en el que todo se resuelve desde la pantalla. “Para solicitar una visa me pedían un teléfono de contacto y yo les daba el mail. Pensaron que les estaba haciendo una broma”, dice. También lo miraban con cara rara cada vez que juntaba monedas para usar una cabina telefónica, cuando todavía existían.
“Hay muchas cosas que resuelvo pidiéndole a gente de confianza, pero otras que ya no puedo y siento que de a poco me voy quedando afuera del sistema…”, reconoce.
Pese a las trabas y a las dificultades crecientes, Marcelo está convencido de que no quiere depender de ningún aparato. “Más pasa el tiempo, más se fortalece mi resistencia a usar el teléfono. Con mis hermanos me comunico por correo y con mi padre, por Skype. Creo que, si he logrado vivir así hasta este momento, podré seguir de igual forma”, concluye Marcelo.
Con 69 años, Ricardo Seminerio, asegura que nunca tuvo celular. Cuando empezó a trabajar de transportista, le decían que se comprara uno por si le pasaba algo. Hoy, ya jubilado, insiste en que no lo necesita. Quien quiere contactarlo sabe que tiene que llamarlo a su casa -vive en Junín, provincia de Buenos Aires- al teléfono de línea. “Usé teléfonos públicos y locutorios en su momento, y para hacer trámites como renovar el carnet de conducir o pedir remedios, voy a un cíber donde me sacan los turnos que preciso”, relata.
A veces, siente que vive en una dimensión paralela. “Veo cómo se manejan las familias en una mesa de restaurante y que se les enfría la comida en el plato por estar con los teléfonos. Mis amigos van a una peña, terminan de comer y se ponen con el celular”, describe. Dice estar a favor de los cambios tecnológicos, “pero cuando son para bien, no para mal”.
“Qué libertad que tengo”
¿Se puede ser hipersociable y no tener ninguna red social? Los expertos indican que sí, y que los encuentros son de otra calidad. Es el caso de Renzo Melchiori, cardiólogo de 38 años, que disfruta de conversar un largo rato con las personas cara a cara. Como no tiene Facebook, ni Instagram, mucho menos TikTok, se entera sobre la vida de sus amigos o de pacientes cuando comparten momentos en la vida real.
La aparición de Facebook coincidió con la etapa más exigente de su carrea y Renzo comprobaba cómo muchos de sus compañeros perdían tiempo valioso en la red social. Decidió entonces que mientras estudiara iba a evitar subirse a esa tendencia. Ya recibido, no sintió la necesidad de recurrir a las redes sociales para insertarse en el mercado laboral.
Hoy, aprecia la libertad de vivir al margen de ese mundo. “Cuando voy caminando por el hospital o en cualquier lado, miro que están todas las personas viendo su teléfono celular. Están, pero no están. Pienso qué libertad que tengo de no estar mirando qué pasa lejos de mí, porque estoy atento a lo que pasa alrededor mío. Viéndolo de afuera, sentís que a veces las personas se pierden el momento de compartir con quienes tienen al lado”, sostiene.
Sus pacientes lo buscan en las redes, le piden su Instagram o su LinkedIn y lo miran extrañados cuando les aclara que no tiene ninguna cuenta. Le preguntan por qué y Renzo siempre responde lo mismo: “Porque aprovecho el tiempo”.
“Son ciertas las bondades de las redes sociales –plantea–. Yo me beneficio porque mi esposa encuentra descuentos, eventos, etcétera. Pero por ahora no tengo la necesidad o el interés de tener mis propias cuentas y aprovecho el tiempo para leer diarios, estudiar, juntarme con amigos, hablar por teléfono y jugar con mis hijos”.
Moda retro
Al escape de la dependencia tecnológica se suma que lo “retro” está en auge desde hace ya algunos años. En 2021, aumentó por primera vez en 17 años la venta de CD, y ese mismo año también los vinilos registraron su punto más alto de demanda desde 1981.
Más allá de la nostalgia, quienes recurren a estos formatos buscan un sonido particular. Es el caso de Alejandra Vera, que de todos modos los combina con Spotify. “Las viejas tecnologías aún funcionan. No me gusta desprenderme de las cosas si todavía tienen vida útil, pero incorporo lo nuevo también”, afirma.
En su departamento del barrio de Monserrat se apilan sus colecciones de CD de música clásica y otros “incunables”, junto con casetes que se resiste a dejar atrás. “Me gusta explorar nuevos géneros y compartir playlists con mi hija, así que ella no me tilda de anticuada”, asegura.
Pero no es la única escena de su vida que se podría pintar de blanco y negro: Alejandra conserva su teléfono de línea para hablar con su madre de 94 años. “Se escucha mejor”, justifica.
Una nueva fase
Ante los avances tecnológicos, siempre surgen grupos que lideran el cambio, que son los que están a la vanguardia. Se trata de personas porosas, muy abiertas a la transformación, a quienes les interesa incorporar la novedad, más allá de su utilidad, explica Luciano Elizalde, magíster en Ciencias Sociales, con orientación en Sociología.
Existe un segundo segmento, mayoritario según el experto, que se interesa por el costado utilitario de la novedad. Se enfoca en el precio que haya que pagar, la facilidad de uso y la ventaja obtenida. “Dentro de este grupo que prueba la nueva tecnología, puede existir un cambio de posición a partir de la saturación. La bicicleta hoy representa el hartazgo del auto y del tráfico”, señala el investigador y profesor de la Universidad Austral.
Un tercer conjunto, al que podrían pertenecer los entrevistados de esta nota, desconfía de la novedad y se repliega de entrada, sin probarla. “La tecnología despierta una adhesión fanática, una adhesión racional y un posterior rechazo instrumental o un rechazo también fanático”, resume Elizalde.
Para Diana Litvinoff, psicóloga de la Asociación Psicoanalítica Argentina y autora del libro El sujeto escondido en la realidad virtual, todo desarrollo tecnológico quita algo y ofrece otra cosa. “Los jóvenes tal vez no hablan por teléfono, pero están comunicados todo el día por mensajes”, enfatiza.
Entonces, ¿todo tiempo pasado fue mejor? “Es una idealización”, avisa la especialista. Y brinda un ejemplo de la vida cotidiana: mucho se critica el uso de la tablet en la mesa, pero antes pasaba lo mismo con la diferencia de que se miraba la televisión en el almuerzo o la cena.
“Cuando apareció el teléfono fijo, hubo controversia y combate. ¿Cómo podía ser que uno se comunicara sin ver a la persona? La pregunta era si eso era realmente comunicación. Hoy ni se nos ocurre que podría ser motivo de cuestionamiento”, indica para ilustrar que los adelantos suelen ser recibidos con resistencia.
“Siempre que aparece una nueva tecnología, nos cuesta”, coincide Honoré. “Toca forjar reglas sociales, normas y protocolos para usarla bien. Pasamos por una primera fase en la que no sabemos cómo usarla, hasta el otro extremo de ser esclavos. El celular bien usado, bien gestionado, es un juguete, una herramienta maravillosa que permite hacer cosas inimaginables. Pero están hechos para esclavizarnos”, subraya.
Así planteado parece no haber salida, pero Honoré es optimista e introduce una tercera fase, con normas y reglas sociales para que el teléfono deje de ser un “arma de distracción masiva” y vuelva a ocupar su lugar de herramienta.
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