Día del Padre: “El mejor regalo es que papá volvió a casa”, el ansiado reencuentro familiar de los que vencieron al Covid-19
Roberto Ferreyra es bombero y estuvo en terapia intensiva dos semanas, mientras sus hijos no sabían si lo volverían a ver; hoy, ya de alta, cuentan que superar la enfermedad les cambió la perspectiva de la vida
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Desde hace una semana, en la casa de los Ferreyra, el desayuno es a la carta. El hombre detrás de la barra es Roberto, de 49 años, bombero. En un día habitual, se levantaría a las 4.30 y a las 5 ya se iría al trabajo. Pero ahora es distinto. Porque hace una semana, después de 21 días internado en terapia intensiva con neumonía bilateral, él venció al Covid-19 y volvió a casa. Aunque tenga pocas fuerzas, quiere ser el mejor padre para sus hijos. Y, antes de que Joaquín, de 12 años, y Valentino, de 16, se conecten al Zoom, les prepara un desayuno inolvidable, con huevos revueltos, tostadas, jugo de naranja y todo aquello que le gusta a los chicos. Un mimo después de tanta angustia.
“Los malcría todo el tiempo. Fueron días muy difíciles y ahora, todos bajamos un cambio y nos dimos cuenta de que lo importante, a veces, se te pasa de largo”, cuenta Roxana Fourcade, la esposa de Roberto. Este Día del Padre, que se celebra mañana, tiene un sabor muy especial. “El mejor regalo es que papá esté de vuelta en casa”, enfatiza Roxana. La frase parece describir lo que sintieron también otras familias.
Los Ferreyra viven en General Belgrano, a 173 km de la Capital. El 20 de mayo pasado, Roberto tuvo el primer síntoma: dolor de cuerpo. Se estaba entrenando para una carrera de bicicleta de montaña, y pensó que era cansancio. Después, vino la fiebre. La familia completa se hisopó. Estaban contagiados. A los pocos días, todos estaban un poco mejor, pero Roberto volaba de fiebre. A las 5, Roxana lo llevó al hospital del pueblo. “Ni un abrazo nos dimos. No queríamos que fuera una despedida”, cuenta. Cuando volvió a casa sola, Joaco llorando le preguntó si lo iban a volver a ver y si su papá se iba a morir. “No te puedo decir ni una cosa ni la otra. Porque ni los médicos saben. Pero tenemos que confiar, porque está muy bien atendido”, le dijo.
Al día siguiente les informaron que había que trasladarlo. Roxana llamó a todas las ciudades cercanas, no había lugar en ningún lado. Finalmente, apareció una cama en San Martín, en el Gran Buenos Aires. Y una ambulancia del pueblo lo trasladó. Tuvo que esperar tres días en una cama común hasta que se desocupó una de terapia. La saturación era mala. Y se sentía muy solo. Pero desayunar con su familia a la distancia, le cambiaba el humor. “Nos sentábamos todos juntos a la mesa por videollamada. Lo mismo, a la cena. Para no extrañar tanto”, relata Roxana. Claro que no era fácil. “Traté que los chicos siguieran sus rutinas”, indica.
Para Roberto tampoco era sencillo. Alrededor de las 19, le subía la fiebre y ya no venían enfermeras hasta la mañana siguiente. Tenía máscara de oxígeno y, a veces, bigotera. Las noches eran eternas. Tenía hambre y lo carcomía la ansiedad. Le pidió a su mujer que le mandara ropa y comida. Galletitas y caramelos para la noche.
En el pueblo todos rezaban por Roberto. Las cadenas de oración le llegaban a su propio celular. “Avisales que no me estoy muriendo”, le pidió a Roxana. Pero había noches en que creía que sí. A más de 170 km del sanatorio, la familia empezó a pensar en un plan de escape. ¿Y si lo iban a buscar y se lo llevaban en el auto de regreso al pueblo? “Lo pensamos con Hernán, mi hermano. Pero después pensamos que no era momento para hacer locuras”, cuenta. Le mandó una encomienda con ropa y caramelos a la clínica. Después, buscó en Google Maps a los vecinos de la clínica y empezó a llamarlos. Un taller mecánico y un kiosco, pero por la desconfianza no la ayudaron. Entonces, dio con Vanesa, una chica que se solidarizó. Esa misma noche, le llevó las galletas y los caramelos que tenía en su casa y, a partir de ahí, fue la representante de la familia ante la clínica. Le escribió cartas y le llevaba cosas ricas. “Todavía me emociona pensar que una desconocida haga algo así por nosotros”, dice Roxana.
Roberto empezó a mejorar. Las cenas virtuales eran cada vez más animadas, hasta que por fin, una mañana le mandó emoji de un avión por WhatsApp. “¿Te dan el alta?”, preguntó Roxana. “No”, respondió Roberto. Pero resultó que sí. Todavía no saturaba del todo bien, pero era mejor que volviera a casa. “Me tomo un Uber y me voy hasta una estación de ómnibus”, le dijo él. Ella no se animaba a manejar sola en la ruta, pero unos amigos se ofrecieron a irlo a buscar. Apenas se puso en pie fuera de la clínica, se dio cuenta de que no hubiera podido tomar un colectivo ya que la fuerza se había ido por completo de su cuerpo.
Los minutos de esa mañana avanzaban en cámara lenta. El reencuentro iba a ocurrir después de 21 días. Roxana se sentó en el living a esperar, mientras Kelly, la Golden Retriever de la familia, iba y venía hasta la puerta. Joaquín se fue a jugar al fútbol. La mamá lo dejó ir. “Quizás no quiere algo muy emotivo”, pensó. Valentino esperó en su cuarto, esa hora y media interminable. Finalmente, escucharon un auto y la puerta se abrió. Ahí estaba Roberto, flaco, con barba, irreconocible. Costaba ver en ese hombre al guardavidas del Río Salado que conquistó a Roxana 30 años atrás. Ella, igual, corrió a abrazarlo. En medio de la emoción, no pudo decir mucho. Y él tuvo que pedir un segundo fuera, porque no podía respirar.
Apareció Valentino, que lo abrazó y le dijo que en cualquier momento le jugaba una carrera en bicicleta. Una hora después volvió Joaco. Lo miró de lejos. “Ese no es mi papá”, le dijo a Roxana. Después de rodearlo para verlo de todos los ángulos posibles, al fin descubrió ese gesto que no podía ser de nadie más. Y entonces sí, hundió su cabeza en el estómago de ese desconocido tan familiar que le ofrecía los brazos. Papá había sobrevivido al coronavirus y otra vez estaba en el living de casa, acariciándole la cabeza.
Ernesto volvió con la nieve
Agustina Amaranto, de 18 años, vivió esta semana dos de las noticias más extraordinarias. Que nevó en Las Peñas, en Córdoba, la localidad donde vive y que, después de tres semanas, su padre fue dado de alta el lunes. “Hoy le dan de alta a mi papá. Mucha emoción”, publicó en su cuenta de Twitter, mientras esperaba ese reencuentro en el auto de su tío, en la puerta del hospital de Jesús María. No salió como lo había visto irse a la guardia. Lo trajeron en camilla y conectado a un tanque de oxígeno. Igual nada la detuvo en esa carrera a los brazos de Ernesto, que la miraba entre lágrimas y le tiraba besos, mientras lo subían a la ambulancia.
“La verdad es que había pocas esperanzas. Es increíble que salió adelante. Yo sentía una mezcla de emociones y sorpresa, me subí al auto y no podía creer lo que estaba viviendo”, dice Agustina. Ernesto tiene 45 años y es mecánico. Y vive con su hija y la abuela de ella en Las Peñas. Todos se contagiaron de Covid-19, pero él tuvo una neumonía bilateral. De la salita del pueblo lo mandaron a Jesús María y quedó internado. “Creo que lo salvó el celular. Porque estaba muy deprimido ahí adentro. Me contaba que estaba en una sala, separado por biombos, con vidrios, había otros pacientes. Mucha gente se moría”, señala.
“De ocho pacientes en espera lo eligieron a él para la única cama de terapia, tuvimos suerte. Pero a la vez todo lo que pasa es escalofriante. Es elegir entre la vida y la muerte”, dice la adolescente.
Agustina se quedó en casa aislada y con su abuela. “Son días muy difíciles. No sabés si vas a volver a ver a tu papá, que es todo lo que tenés”, dice. Sin embargo, ese milagro que tanto esperó, ocurrió. “Está muy débil pero ya va a volver a levantarse, porque es muy luchador. Tiene un andador para caminar, pero le quiero conseguir una bicicleta fija para que fortalezca las piernas. Ahora lo tenemos que cuidar mucho”, afirma.
Sergio y el juego de linternas en la ventana
Una madrugada, Sergio Maroni la llamó emocionado a su hija Florencia para contarle una buena noticia: saturaba en 96. Otro día fue ella la que lo sorprendió con un suerte de código Morse en la ventana de la habitación del segundo piso en la que estaba internado desde hacía varias semanas. Después de tantos días de videollamadas, ella se paró frente a la clínica, en el centro de Salto, en la provincia de Buenos Aires, y él se emocionó por verla en vivo y en directo. Como ella no lograba identificar cuál era su ventana, él empezó el juego de las linternas y así se quedaron un largo rato.
“Cuando pasás por esto te dás cuenta que vivís a dos mil. Que tenés que enfocarte en lo importante. Que tus hijos y tu familia son todo lo que necesitás”, afirma Sergio. Hace diez días volvió a casa, después de tres semanas de estar internado. “Estuve en la misma habitación que un muchacho amigo. Nos hicimos compañía. Fue fundamental para no bajar los brazos. Pero a los tres días del alta, me avisaron que había fallecido”, se entristece.
Sergio y su esposa, Sandra, tienen un campo de 40 hectáreas y viven de lo que producen. Tienen dos hijos, Florencia, de 33 años, y Juan Cruz, de 30. Hace dos años la joven tuvo un ACV. “Fue algo chico, salió adelante. Está muy bien. Pero son esas cosas que te hacen replantear la vida. Y, entonces, cuando ya lo pasaste, volvés a pasar por algo así”, señala.
Volvió a su casa en silla de ruedas. “Nos abrazamos con mi hijo, así desde la silla. Le dije que lo quería mucho y que se me había hecho muy largo”, cuenta.
Alabanzas al amanecer para Ramiro
Nicole Vasquez cumplió los 27 años el día que a su padre lo internaron en terapia intensiva. No tuvo festejo y casi no respondió a los saludos con otro mensaje que no fuera sobre la salud de su papá. Ramiro, de 61 año, es taxista. La familia cree que se contagió de algún pasajero. Tuvo fiebre, dolor de cuerpo y dificultad para respirar. Nicole le puso un reloj que usa para entrenar y se dio cuenta que saturaba mal. Y lo llevaron al hospital Piñero, donde quedó internado.
El panorama en la casa de Parque Chacabuco era de mucha tristeza. “Somos muy cristianos. Eso nos ayudó”, dice Nicole. Su hermano Jean Paul, de 30 años, es líder de alabanza en la iglesia Catedral de la Fe. Allí, organizaban encuentros de oración todos los días a las 7. Se conectaban por una videollamada con su padre y compartían un buen rato de canciones y oraciones. Leían versículos de esperanza y pedían por una mejoría. “Tratamos que él no baje los brazos. Que se mantenga con fe”, dice. Finalmente, hace una semana Ramiro ya no necesitó el respirador. Y después de estar en terapia por dos semanas, recibió el alta.
Jeanne, la esposa de Ramiro, le preparó su comida favorita y pudieron festejar en familia el cumpleaños de Nicole. “Esa noche, toda la familia, nos sentamos a reflexionar. Le agradecimos a Dios que le dio otra oportunidad a mi papá. La lección que aprendimos es disfrutar más a las personas que tenemos cerca. Vivimos como si fuéramos inmortales. Pero no es así. Mientras estamos acá, hay que disfrutar y amarnos más”, concluye.
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