Cómo fue el accidente en las gélidas aguas del lago Carrera en el que murió Douglas Tompkins
Los testimonios de quienes lo acompañaron en la travesía patagónica y asistieron a su funeral en Chile contaron a LA NACION cómo fueron las últimas horas del ecologista
Permanecían en shock. Ni siquiera podían expresar su angustia. Los cinco sobrevivientes se impusieron exorcizar sus traumas. Contarse y contarle a la viuda Kris Tompkins una y mil veces la fatalidad para poder elaborarla. Necesitaban verbalizar su odisea; ella, entender qué pasó. Sentados en ronda, en el living de Valle Chacabuco, la estancia de Tompkins Conservation en la región patagónica de Aysén,en Chile, uno a uno los kayakistas de la travesía de cinco días por el lago binacional General Carrera (del lado argentino se llama Buenos Aires) fue desgranando su rol en la tragedia. ¿Cómo fue posible que ellos —amigos inseparables, que juntos ostentaban más de cien años de experiencia en kayak en las aguas más severas del mundo— pudieron perder a uno del equipo? Al anfitrión, al deportista que había descendido más de una veintena de ríos y lagos patagónicos, al amigo entrañable y compañero de exploraciones por más de 50 años.
Rick Ridgeway (66), montañista, escritor y vicepresidente de Iniciativas Ambientales de la marca Patagonia fue el gran sobreviviente del accidente que el 8 de diciembre último terminó con la vida de Doug Tompkins, su compañero en el kayak doble, en la travesía por el segundo espejo lacustre más grande de Sudamérica, después del Titicaca. Weston Boyles (29), ambientalista de la ONG Ríos to Rivers, y colaborador de Yvon Chouniard (77), dueño de Patagonia, y con quien compartía el otro kayak doble, acometió la tarea heroica de intentar rescatar a Tompkins de esas aguas embravecidas, de menos de 5 °C.
Se habían sumado a la travesía de más de 80 km, desde Puerto Sánchez hasta Puerto Ibáñez (que preveía además de acampe profusas caminatas exploratorias por algunos de los valles patagónicos), Jib Ellison, guía de río y dueño de una consultora en sustentabilidad de San Francisco. También Laurence Álvarez-Roos, un kayakista profesional, ex miembro del equipo de rafting estadounidense.
Qué sucedió
El relato que sigue es la reconstrucción que pudo hacer LA NACION gracias a los testimonios de estrechos colaboradores de Tompkins que asistieron a su inhumación en Chile, en el cementerio de una estancia que él soñaba en transformar en el parque nacional Patagonia. Durante tres días, los testigos escucharon, noche tras noche, los relatos pormenorizados de los sobrevivientes.
El grupo utilizaba kayaks de mar, más largos y estables que los de río, provistos con timones en los pedales. Avanzaban siempre bordeando la costa oeste del lago y en el tercer día de travesía ya habían recorrido unos 40 km, cuando las condiciones metereológicas se tornaron extremas. No hubo preaviso. A las 10.30 AM, un viento cruzado y huracanado empujaba los kayaks hacia el centro del lago. Estaban dispersos. Unos adelante, otros rezagados como Ridgeway y Tompkins, que tenían averiado el timón, lo que les impedía cortar las olas, de 80 cm de altura. Venían luchando contra ellas cuando una ola gigante tumbó y dio vuelta al kayak.
Ni Tompkins ni sus compañeros usaban traje seco o neoprenes para evitar la hipotermia. En el agua intentaron cuatro veces estabilizar el kayak, subirse para poder remar contracorriente. La embarcación estaba inundada y las olas, como latigazos, los doblegaban. En ese combate estéril, ambos se miraron. Sabían que en el agua su supervivencia era de no más de 30 minutos. La corriente los seguía alejando hacia el corazón lacustre. Podían permanecer con sus salvavidas aferrados al casco tumbado y esperar que alguno de sus amigos, lejos del alcance de su vista, se percatara de la situación y los socorriera. O podían tomar una decisión drástica: decidieron soltar la embarcación e intentar nadar hasta la costa. Con la fuerte corriente y el oleaje era prácticamente imposible lograrlo.
Hipotermia
Ridgeway comenzó a sufrir la hipotermia: no sentía sus extremidades y supo que su suerte estaba echada. Observó que Tompkins daba pelea: braceaba y continuaba en la lucha. Pero Ridgeway sintió que nada podía hacerse. Comenzaba a desvanecerse. Tenía la certeza de que se ahogaría. Y se entregó. Por unos minutos, aceptó la muerte. Sus ojos se iban entrecerrando cuando vio que Ellison y Álvarez, con vientos de 80 km/h, se acercaban con su kayak doble para rescatarlo. Detrás, venía Boyles para socorrer a Tompkins, que había dejado a Chouinard en la costa, de manera de contar con un lugar vacío en la embarcación. Ridgeway se aferró con sus manos a una cavidad de popa. Toda su concentración se posaba en sus manos, para no soltarse. Temía que la potencia del oleaje lo desprendiera de la embarcación. Luchando contra la flotación de su salvavidas, optó por intentar sumergir el cuerpo mientras era arrastrado hasta una roca. En algún momento de esa batalla, hipotérmico, perdió el conocimiento. Cuando lo recobró, estaba con la ropa seca, al lado de un fuego.
Desconocía el paradero de su amigo. Tampoco se lo divisaba desde la costa. Boyles —contó luego en la intimidad—, logró llegar hasta Tompkins, que continuaba dando pelea en el agua. Intentó subirlo al kayak una y otra vez. Fue imposible. En una de esas maniobras, perdió el remo. Aferró a Tompkins a un costado de la embarcación. Fiel a su carácter, el ecologista le iba dando indicaciones al más joven sobre cómo maniobrar el timón para estabilizar el kayak. Hasta el último minuto en que estuvo consciente intentó dirigir el salvataje."Doug estuvo consciente y aportando fuerza e indicaciones por más de 40 minutos", afirmó a LA NACION Sofía Heinonen, presidenta de CLT (Conservation Land Trust).
Había visto la muerte de cerca innumerables veces y en las más variadas geografías. Conocía todos los lagos y ríos patagónicos y esa seguridad de deportista experimentado lo empujó a su peor desacierto: vestía un pantalón beige, una remera y un polar en el torso.
Cuando Tompkins perdió el conocimiento, Boyles lo mantuvo sujeto con una mano de la ropa, intentando mantener su cabeza fuera del agua. Con la otra, remaba como podía. Estuvo a punto de zozobrar infinidad de veces."Fue un milagro que no me diera vuelta", contó en la intimidad. Conmovida, mientras escuchaba todos esos intentos sobrehumanos, Kris Tompkins le agradeció mil veces a Boyles que hubiera arriesgado su vida para salvar a su marido. El joven, de Colorado, continúa sin consuelo.
El helicóptero
Había transcurrido más de una hora cuando un helicóptero privado del lodge Terra Luna, convocado por el piloto de Tompkins, a quien Ellison había llamado desde su teléfono satelital, divisó a los náufragos. Con una cuerda, primero arrastró el kayak hacia la costa. Los acantilados de roca complicaban la maniobra. Cuando el piloto y el copiloto otearon la playa, tiraron un arnés para Tompkins, que Boyles le colocó. Con vuelo rasante, la nave lo arrastró hasta allí. Y lo dejó unos instantes. El piloto saltó luego a socorrer a Boyles, quien también estaba hipotérmico y buscó al resto del equipo para que entre todos pudieran cargar a Tompkins, puesto que esa maniobra debía realizarse con el helicóptero levitando al ras del suelo. Luego, volaron 120 km hasta el hospital de Coyhaique.
Tompkins arribó a las 13.30 con una temperatura corporal de 16 grados. De forma muy paulatina, según el protocolo consensuado entre médicos y familiares, le fueron incrementando la temperatura corporal. Cinco horas después, a las 18.30, falleció.
El funeral
En los tres días que duró su funeral, a Tompkins se lo honró con diferentes tributos. Fue velado en Puerto Varas, en la sede de Tompkins Conservation, la ONG que administra las áreas protegidas en Chile. Sus colaboradores le habían confeccionado a mano un austero pero elegante féretro hecho con madera de alerce. Al día siguiente, fue trasladado en un avión privado junto a su mujer y sus amigos más cercanos hasta su última morada, cerca de la localidad de Cochrane, en Chile.
Ridgeway contó que durante el vuelo junto con la mujer de Tompkins, Kris, divisaron la cumbre del cerro San Valentín, el más alto de la Patagonia. Era un pico que él, como avezado piloto, solía sobrevolar por el solo placer de contemplar la naturaleza en su estado más silvestre. Al acercarse, las nubes se disiparon y el piloto pudo hacer un vuelo rasante alrededor de la cima. "Fue un espectacular último vuelo para Doug", dijo Ridgeway.
Cuando aterrizaron en la estancia, una pequeña multitud lo esperaba. En procesión, tomando turnos para llevar el féretro, se dirigieron hasta el avión Husky de Tompkins que él amaba. Luego, ya en el cementerio de la estancia, rodeado por un paisaje sobrecogedor, fue depositado en su última morada. Cada uno arrojó un puñado de tierra patagónica y su mujer, flores silvestres.
Hoy descansa en el terruño de sus desvelos, entre vuelos de cóndores que velan por el que, sin duda fue, su mayor aliado y protector.
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