Después de la tragedia: el drama de los que perdieron todo y vuelven a empezar
En pocos días comenzarán a demoler los edificios destruidos por el estallido de gas; para los vecinos el dolor no se aplaca, pero intentan salir adelante con lo poco que lograron recuperar; cuatro heridos continúan internados
ROSARIO.- A Daniel Baladassi y Anahí Salvatore no les es fácil mostrar su nuevo hogar. El desorden reina en el departamento prestado. Los escasos bienes que pudieron rescatar de su casa todavía no están ubicados y hay valijas diseminadas por el espacio. Algunas prendas están colgadas a la vista. Es necesario ventilarlas: aún están impregnadas por el humo que intoxicó a Anahí aquella trágica mañana del 6 de agosto. "Parecemos unos linyeras", dice la mujer de 49 años. Pero no se queja. Se siente afortunada por estar con vida. El desorden es nada comparado con la pérdida de 21 víctimas, aclara con los ojos húmedos.
Como cientos de rosarinos intenta retomar una vida normal, comenzar de nuevo. Pero para quienes sobrevivieron a la trágica explosión de gas nada volverá a ser como antes.
Cada mañana, desde hace dos semanas y media, Anahí y Daniel desayunan en el bar Malos Conocidos, que les brinda de manera gratuita esa comida a los damnificados de la calle Salta. Anahí necesita estar cerca de lo que era su hogar. A 60 metros del restaurante quedó el fruto del trabajo de toda la vida de la pareja. Y pronto, en pocas semanas, la demolición borrará todos los rastros.
"Por suerte, pude volver y recoger cosas importantes. Recuperamos fotos, algo de ropa", cuenta Anahí a LA NACION. La fatal explosión no perdonó su hogar y, de un momento para otro, se quedaron en la calle, sólo con las prendas que vestían. Enseguida, un primo de Daniel les facilitó un departamento acogedor. Para la mujer, el gesto "fue una bendición".
"Tenemos bolsas de ropa desparramadas. Mucha fue donada por nuestros amigos o comprada por mis hijos", explica Daniel, que no sabe quién le regaló la camisa, el suéter y el jean que está usando. Las prendas que lograron sacar de su departamento del 5° B tienen polvo, restos de vidrios y olor a humo.
Al acceder a lo que quedaba de su departamento de cuatro ambientes, en el que la pareja vivía desde hacía 10 años, Anahí alcanzó a ver su sillón, de 1,80 de ancho, doblado a la mitad y colgado de lo que quedaba del balcón; la heladera no estaba. En su lugar había un hueco que daba al vacío.
Transcurrieron más de dos semanas y, pese a la alegría de seguir con vida, Anahí continúa angustiada. Siente culpa por haber sobrevivido y que vecinos suyos, sobre todo los jóvenes, hayan muerto. "Es un antes y un después", sintetiza. Ahora, sólo quiere buscar un nuevo lugar para vivir. Con dolor, Daniel sólo desea que su edificio sea derrumbado lo más pronto posible. Aunque siente perder para siempre más de 30 años de trabajo como ingeniero geográfico, que quedaron en decenas de archivos guardados en una de las habitaciones que usaba como oficina.
* * *
"Mi mamá sentía que se moría, por eso saltó", cuenta el hijo de Beatriz López. Desde hace 19 días, la mujer, de 68 años, lucha por su vida. A su lado está Ariel, de 39. No hay día que él no visite a su madre en terapia intensiva. Está allí, dándole fuerzas para que mejore y pueda reencontrarse con sus tres nietos, que, preocupados, preguntan por la salud de su abuela.
Cuando la mujer ingresó en el Centro Médico Ipam su estado de salud era muy crítico. Tenía quemaduras en el 28% del cuerpo. Ahora Beatriz evoluciona favorablemente y empezó a respirar por sus propios medios. "Después de la explosión ella sentía que se moría, que el fuego la quemaba viva. Entonces, saltó a los escombros", relata Ariel. La mujer, viuda y ama de casa, estaba sola en el departamento del 3° A de la torre delantera. La llamarada que se originó tras explosión no dejaba de salir, amenazante, de entre los edificios y el calor agobiaba a sus habitantes. Beatriz, con parte de su cuerpo incinerado, saltó hacia lo que quedaba del edificio desmoronado.
"Yo estaba en la zona norte de Rosario cuando me llamó mi suegra para avisarme lo que había pasado en el edificio de mi mamá", recuerda Ariel. Como si el incidente recién hubiera ocurrido, todavía puede sentir el temor que le corrió por el cuerpo.
Ahora las esperanzas de que pronto pueda dejar el sanatorio crecen día tras día. Sólo restaría, una vez que así lo consideren los médicos, realizarle a Beatriz una cirugía para implantarle piel en la zona más quemada. "La nieta más grande es la que más pregunta por ella. Esperemos que mamá pueda estar bien para octubre, cuando ella tome la comunión", anhela Ariel.
Como Beatriz, cuatro heridos, de un total de 62, aún permanecen internados. Eva Ardenghi, de 89 años, continúa alojada en el Hospital Español; Ezequiel Risi, de 22, en el área de quemados del Hospital Británico, y José Fernández, de 42, evoluciona en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez.
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"No puedo creer que esté acá y portando una foto de mi hijo", dice entre sollozos Gladys Cerquetti, mamá de Carlos López, una de las víctimas mortales. Es jueves por la noche y, pese al frío que entumece las manos, la mujer de 74 años está parada junto al Monumento a la Bandera a punto de marchar en silencio hasta Litoral Gas para reclamar justicia para su hijo. El dolor que siente por la pérdida no le permitió volver a la calle Salta. "Y pensar que unos días después de la explosión Carlitos se mudaría a otro lugar", dice mientras su vista se posa sobre los ojos claros de su hijo.
Carlos vivía solo en el departamento del 6° D que alquilaba en la torre que cayó. Tenía una hija de 12 años que vive con su madre. "Ella era su princesita y ahora se quedó sin su papá", dice Gladys.
La mujer recuerda orgullosa a su hijo de 40 años: "Era una excelente persona, muy honesta, muy humana. Amaba su trabajo". Desde hacía diez años Carlos era dueño del emblemático bar Piluso, ubicado a pocas cuadras del lugar de la tragedia.
A Gladys le gustaba mucho que su hijo fuera "tan familiero". Para las vacaciones de invierno, en julio último, él la había invitado a viajar a Carlos Paz, en Córdoba, y en verano se fueron de paseo a Villa Gesell.
Cuando ocurrió la explosión, Gladys presume que Carlos dormía en su habitación. "Cuando nos enteramos sentí que había perdido a mi hijo. Horas después, luego de buscarlo en todos los hospitales, un familiar me avisó que a Carlos lo habían encontrado en la morgue. Mi olfato de madre no había fallado", reflexiona. Otra vez mira la foto de su hijo y acota: "Era guapo, ¿no? Tenía toda una vida por delante".
Tal vez para ella aún sea pronto para encarar la lucha por justicia, pero Gladys no bajará los brazos. "No voy a descansar hasta que quien les hizo esto a mi hijo y a mi nieta paguen con todo el peso de la ley", afirma. Luego se levanta, toma del brazo a su hija y parten en silencio.
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Franco Járiton, de 33 años, vive, desde hace 18 días, en un hotel. Sin electrodomésticos propios, sin muebles, sin su auto, sin decenas de objetos personales que tanto le había costado conseguir. Por suerte para él y su novia, Florencia, de 28, este fin de semana podrán mudarse a un departamento y comenzar una nueva vida, de cero. Pero no irán solos. Con ellos se trasladará la tristeza.
Hasta la mañana del 6 de agosto todo marchaba como siempre. El futuro ingeniero químico descansaba en el departamento 7° D que alquilaban en una de las torres de Salta al 2141 que quedaron en pie. Como estaba desocupado desde hacía algunos meses podía descansar un poco más. Pero el sueño se vio interrumpido. Primero, un chiflido; luego, una onda expansiva que, como si él fuera un papel, lo arrastró varios metros.
Desde ahí, el horror. Su hogar ya no tenía paredes. Había quedado como al desnudo. Alcanzaba a escuchar gritos y los transeúntes podían verlo casi al borde del precipicio mientras pedía auxilio. Franco no sólo logró salir con vida y apenas herido, sino que ayudó a una vecina a escabullirse de entre los escombros que cubrían su cuerpo.
"Ya no tenemos nada nuestro", dice. La escasa ropa que logró sacar, no sin esfuerzo, de adentro de los destruidos placares de su departamento está amontonada en la pieza de un humilde hotel donde lo ubicó la municipalidad de Rosario.
Por la onda expansiva, Franco encontró su computadora, totalmente destruida, en un departamento vecino. La escena con la que se encontró en su casa aún lo sorprende: "No puedo creer cómo quedó todo". Su auto, un Volkswagen Gol, quedó debajo de parte de la estructura derrumbada y ya no podrá ser retirado. Es uno de los tantos vehículos que no se quitarán del lugar porque podría producirse un desmoronamiento mayor.
Pero hay que comenzar una nueva vida, afirma la pareja que lleva tres años de noviazgo. Es necesario dar un giro y seguir. Por eso Franco y Florencia se mudarán a un flamante departamento. "No nos cobraron gastos de comisión y nos pidieron sólo una garantía", agradece Franco. Como ese gesto, hubo decenas que emocionaron al muchacho. "Unos chicos de una escuela de educación especial me hicieron unos dibujos para darme fuerza y hasta juntaron plata. Me daba vergüenza aceptarla", cuenta, y la emoción le impide continuar.
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