Desesperación y desamparo: la red de vecinos de Corrientes que lucha mano a mano contra las llamas
LA NACION se sumó a una cuadrilla de voluntarios que, a diario, combaten el fuego en el sur de la provincia, cerca de los Esteros del Iberá
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MERCEDES, Corrientes.– Cuando cayó la noche, el negro de la pastura quemada parecía unirse con el cielo. Todo era oscuridad, salvo una pequeña parte del horizonte donde un resplandor naranja asomaba. “Allá está prendido. Es para la zona de La Unión”, comentó Adolfo Acosta, un profesor de historia, abogado y escribano que acompañó a LA NACION en el sur de esta provincia.
“Ahora nos vamos a acercar”, dijo. Era la hora de la cena y en la ciudad mientras algunos preparaban su noche de Carnaval, otros, varios, veían cómo se iluminaba su teléfono con algún mensaje de alerta: “Se quema la zona de La Unión”. Una red de solidaridad, motivada por la desesperación y el desamparo, ya empezaba a traccionar a un verdadero ejército civil que, con un enorme corazón, deambulaba por los campos para luchar contra los incendios. Se venía una noche más bajo fuego.
Mercedes está ubicado en el vértice inferior de la provincia y es el portal de entrada a los preciados Esteros del Iberá. Desde allí sale la ruta 40, un camino de ripio duro y seco que lleva a la Colonia Carlos Pellegrini, el epicentro turístico de uno de los ecosistemas más particulares que tiene la Argentina.
De camino a la ciudad ya se transita por decenas de kilómetros con manchones oscuros incendiados. El fuego pasó sobre los alambrados, derrumbó la red de luz rural, asentada sobre postes de eucaliptos; atravesó la ruta y, en muchos lugares, convirtió al asfalto en una cinta negra en medio de un paisaje oscuro. En la entrada misma de Mercedes, las llamas se apagaron en el límite con la zona urbana.
“Justo hace una semana que pudimos salvar esto –dijo María Elvira Usandizaga, propietaria, junto a su marido, del Establecimiento Don Coco–. Acá estuvo Dios.” Se refería a su casa, donde funciona un emprendimiento donde elaboran dulces, quesos y productos regionales. Era el único espacio verde en medio de una mancha negra. Se le ponían los ojos vidriosos cuando recordaba que hacía una semana empezaron a llegar vecinos del pueblo, algunos amigos, otros conmovidos, y entre todos salvaron su casa, su fábrica, su negocio, el lugar en el mundo donde vive con su familia. Entre todos frenaron el fuego en la puerta, tan cerca que hasta los ligustros que hacen de muro se consumieron. Si estuvo Dios, pues dejó un manchón verde en medio de un todo negro.
Paradójicamente, la emprendedora contó que su casa parecía una fiesta: autos, camionetas, y gente, como su hijo que estaba en la otra punta de la ciudad, que llegaba en remises para dar una pequeña batalla. Los correntinos que a diario pelean “a lo guapo” contra el fuego no buscan ganarle la guerra a las llamas, sino que apenas dan pequeñas contiendas, como salvar una casa, una plantación, impedir que los incendios no crucen una ruta, o detenerlos para que no lleguen a algún objetivo. Nadie pretende apagar el ardor, sino simplemente cumplir una pequeña meta. Por eso, festejan cada logro y se mantienen motivados para ahogar el próximo foco.
María Elvira dijo que se iban a levantar, que habían construido todo desde cero y que esta sería harían lo mismo. “Él se hace el duro, pero yo no paro de llorar”, señaló para referirse a su marido. Pero él corrigió: “También se llora”. Contó que tuvo que arreglar el alambrado que da a la ruta para que no se escape el ganado, que a diario ordeñan para hacer queso y dulce de leche, y habló del costo del rollo de alambre y de lo que le cobró un colocador. “Vino a ayudarnos y nos cobró unos 35.000 pesos por unos pocos metros”. Pero cerró el paso a la ruta.
Desde entonces ya no tienen luz, porque se quemaron postes y cables. “Por día, para tener el grupo electrógeno encendido por las cámaras, las heladeras y la luz de la casa tenemos entre 3000 y 4000 pesos de combustible”, evaluó María Elvira. Contó que, a partir de la noche en la que salvaron la casa, organizó con la comunidad un listado de personas disponibles que tienen camionetas, tanques y cisternas para entregar a los bomberos.
La proximidad de las llamas
El viernes pasado, esa organización precaria que nació en la adversidad ya emitía alertas cerca de las 21.30. El incendio estaba cerca. El punto de encuentro fue una caminera desde la que se desprendía un sendero de ripio duro, ahora durísimo por la seca. Por ahí pasaban autos y, sobre todo, camionetas que se dirigían hacia el resplandor naranja. “Son unos 40 kilómetros, pero es una hora de viaje”, dijo Acosta.
Gabriel Savall corrió desde el pueblo, porque la alerta que se dio en el grupo era que se quemaba su campo. Al igual que muchos en la zona acondicionó su camioneta para la emergencia. “Esto sale 50.000 pesos, y tuve que armar dos: uno en la ‘chata’ y el otro en un tractor, en el campo”, explicó, mientras esperaba a otro integrante de la cuadrilla. Contó que el equipamiento consistía en un tanque de 1000 litros; una motobomba; mangueras de acople rápido, similar a la de los camiones cisterna, y otra para tirar sobre las llamas. “Mil litros son 1000 kilos. Hay que ir despacio. Además, estos tanques no tienen antiolas. Te pueden romper todo si vas o doblás rápido”, señaló.
La camioneta se llenó y, de a poco, el resplandor se hizo más cercano. “Esta plantación se salvó de milagro”, indicó Carlos Sánchez, otro dueño de un campo próximo. Él es el encargado, a diario, de pasarle las coordenadas a los aviones que ayudan en la emergencia. “Me llegan los puntos de incendio y se los paso a los pilotos”. Todos aclaraban que los aviones no eran hidrantes: “Son fumigadores que tiran un rocío. Obvio, que ayudan, pero no son esos que cargan mucha agua”, describió. Esos días, ninguno de los dos que llegaron estaba operativo en la zona. Uno regresó a Córdoba, porque el piloto tenía que tomar franco después de 15 días de vuelos. El segundo voló hacia otro punto de la provincia donde también había focos activos.
Todos estaban convencidos de que el fuego era intencional. Después de ese denominador común, cada cual enhebra su teoría: que las internas políticas –gobierno nacional y municipal kirchneristas y gobernación radical–, que las disputas en algún partido, que intereses contra las arroceras o las madereras, que extremos ideologizados de algún partido.
A una hora de charla, alejada del drama y siempre condimentada con el humor correntino, el camino empezaba a bordear el fuego. La zona no era de pastura, sino de monte. Se quemaban árboles enteros que prendían por el calor. Era un festival de llamas y un crepitar doloroso y constante. “¡Pará acá! Vamos a tirarle para que no cruce”, alertó Sánchez. A los pocos minutos la bomba funcionaba y la manguera escupía agua. La batalla era módica: impedir que cruce y, de esta manera, que tomara otra enorme parcela. Los caminos eran, claro, el contrafuego natural.
Allí la cuadrilla improvisada, pero efectiva, ahogaba la línea de fuego. Los 1000 litros se vaciaban en minutos y las camionetas iban y venían a los campos vecinos, todos con la tranquera abierta, a recargar los tanques. Mientras, en el camino, los que estaban a pie le daban pelea a las llamas con cueros mojados, ramas o tierra. Un rato después, llegó otro vehículo con un tanque, que abastecía a los tarros de pintura, que se usaban como baldes, y que estaban negros por el hollín.
Dos bomberos, veinteañeros, cansados de tanto poner el cuerpo y respirar humo durante jornadas interminables, llegaron al lugar. Venían del otro lado del fuego, pero el viento cambió y partieron hacia el otro extremo del foco. Uno de ellos tenía una mochila, como la que usan los fumigadores domiciliarios. Cargaba 20 litros. En remera, sin trajes de protección, pasaban la última línea del fuego y apagaban lo que podían. Uno a pisotón limpio. El otro con esa brisa displicente de fumigador de consorcio, que cada tanto hay que bombear para que vuelva a tener presión. “Las mochilas andan bien”, contó una mujer que, con sus hijas, había llegado en camioneta y con un tanque de agua. “Tengo 75 años; nunca vi nada igual”, dijo a LA NACION.
Cada cual a su manera, con lo que tenía, le daba golpes al suelo para ahogar las llamas. Y lo lograban. Los bomberos salían del fuego a recargar la mochila extenuados de calor. Hacía alrededor de 30°C. Uno de ellos se tocaba los antebrazos: las llamas lo habían “acariciado”.
La batalla se empezó a tornar desigual y aquellos solidarios –y solitarios– correntinos vieron que la podían ganar. El viento jugó de aliado y el fuego empezó a volver sobre lo que ya estaba quemado. Las columnas de chispas que se desprendían no volaban por arriba del camino, sino que regresaban al terreno negro.
Eran las 2 y las llamas ya no tenían la voracidad de antes. El camino se llenó de camionetas que andaban por diferentes frentes. Del fuego salieron, también, dos policías. “¿Qué hacen ustedes acá?”, le preguntó un vecino. Uno de los agentes se encogió de hombros como si quisiera decir que ese era el único lugar posible para estar. Entre los que se reunieron en ese sitio estaba el dueño de uno de los campos incendiados. El uniformado le preguntó sus datos para pasarlos a la fiscalía al día siguiente temprano –”A las siete”, aclaró–. A aquella cuadrilla humana, acalorada, tiznada y ahumada, se la veía satisfecha. A la luz de las camionetas hasta se dieron tiempo para humoradas cuando el policía preguntó la edad al productor. No uno, sino diez chistes se sucedieron.
De pronto, se encendió un fuego a un centenar de metros. Y todos corrieron hasta ahí. Agua, pisotones y cueros mojados fueron demasiado para extinguirlo. Cada cual volvió a su camioneta y, apenas, se despidieron.
Ellos ganan batallas que les permiten seguir, pero están lejos de sentir que todo terminó. Podrán perder, y de hecho, pierden a diario. Pero nadie les podrá endilgar que se quedaron quietos. Se ganaron el respeto, aunque canten la maravillosa música de la victoria o se retiren derrotados.
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