Eduardo Venencio, conocido como El Rulo, fue víctima del coronavirus a inicios de este año, y su ausencia se tradujo en incertidumbre y conflictos
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La pequeña comunidad que vive en el archipiélago de nuevas islas que crece frente a las costas de San Isidro está agitada. La principal noticia es que ya no está el hombre que ejercía el control de la zona. Eduardo Venencio, conocido como El Rulo, fue una de las víctimas del coronavirus. Murió a inicios de este año y su ausencia se tradujo en incertidumbre y una oleada de robos.
“Esto es mío. Acá mando yo”, decía en marzo de 2020 mientras paseaba su mirada por los territorios que reclamaba como propios: un conjunto de islas que año a año se expande sobre la ribera norte, frente a los exclusivos clubes de vela de la zona. Su antigua zona de influencia -conocida como “Rulolandia” entre los lugareños- es un conjunto de islas y humedales atravesados por canales sinuosos y cubiertos de vegetación. Queda entre el río Luján y el San Antonio y dos arroyos angostos, el Anguila y el Mojarra. En esa zona, el Delta avanza 60 metros por año. La reclamada por Venencio era tierra que crece, el sueño de cualquier desarrollador inmobiliario.
El sorprendente terrateniente isleño aseguraba que le correspondían 130 hectáreas de esa zona codiciada, un paraíso de naturaleza a minutos de lancha de la Catedral de San Isidro que linda con Colony Park, un millonario proyecto inmobiliario que se frustró en la Justicia por su impacto ambiental, y Santa Mónica, un barrio cerrado de 50 casas, pileta, cancha de tenis y embarcadero privado construido en 1995.
Venencio justificaba el reclamo de posesión en su historia. Como jefe de una familia que hace varias generaciones vive y trabaja en la zona, contribuyó a volver habitables los terrenos bajos del lugar plantando árboles para fijar la tierra y haciendo canales. La ley argentina otorga derechos de posesión a la ocupación pacífica, ininterrumpida y con mejoras de un terreno.
Nunca inició el trámite de usucapión -así se llama este derecho- pero ejercía de autoridad en la zona. En marzo de 2020, cedía los derechos de terrenos de 25 metros de frente por 30 de fondo -se cuidaba de usar la palabra “venta”- a 150.000 pesos, con muelle incluido. El trámite solía ser en una oficina del centro de San Isidro donde un escribano certificaba las firmas de un documento que quedaba como única prueba.
Venencio comandaba una cuadrilla de 20 obreros que construían los muelles y patrullaban la zona. Con la venta, ofrecía garantía de protección. “Acá no hay robos porque si agarro algún chorro le corto la cabeza”, explicaba. Se manejaba con la lógica del Delta, donde la fuerza de la naturaleza muchas veces se impone sobre las formalidades de la ley.
Su hipérbole era cierta: ahora que no está, empezaron los robos. “Robaron todas las casas alrededor de la mía”, se queja Rodrigo García, “El científico loco”, como lo bautizó Venencio, tiene 35 años y su casa es una figura de 11 lados que cuelga de unos tensores amarrados a una columna de madera. Cuando hay tormenta, se ladea. “Quería tocar lo menos posible el piso”, explica.
García es parte del heterogéneo grupo de nuevos isleños que se había formado alrededor de Venencio: dueños de lanchas que quieren un muelle con un poco de sombra, socios de los clubes cercanos que aspiran a su pequeño refugio isleño y un tercer sector, que es el más activo: un grupo de profesionales, como García, desencantados con la vida urbana y con aspiraciones de fundar un nuevo orden social.
Venencio también tenía sus detractores. Los que no lo querían lo tildaban de usurpador y mafioso. Entre sus enemigos estaban la municipalidad de Tigre, a cuya jurisdicción corresponde gran parte del territorio reclamado por Venencio, y la de San Isidro, que tiene mandato en un sector menor. En San Isidro siempre lo mantuvieron a raya y no llegó a construir, ni a vender, en sus terrenos. Tigre, en cambio, lo dejó crecer hasta la última primavera, cuando lanzó una serie de operativos.
El 2 de octubre pasado, embarcaciones de la Prefectura Naval y de la Policía de Islas bloquearon los extremos del arroyo Anguila mientras una cuadrilla de hombres, también embarcados, comenzó a desmontar los muelles. El operativo duró gran parte del día y se demolieron 15 muelles. “Son ilegales”, aseguró Mario Zamora, secretario de Gobierno del municipio de Tigre y hermano de Julio, el intendente.
A los pocos días, la municipalidad de Tigre encaró un nuevo operativo, pero un grupo de 50 isleños se autoconvocó para resistirlo. Los funcionarios lograron desmontar dos de los muelles denunciados por ilegales, pero la llegada de los pobladores en kayaks y lanchas hizo que la situación se volviera tensa. Subidos a los muelles, evitaban el trabajo de la grúa y discutían con los agentes en motos de agua de la Policía de Isla.
Venencio siguió todo el conflicto de lejos. Por esos días se lo notaba abatido, sin la sonrisa socarrona y las palabras amenazantes que lo convirtieron en el hombre fuerte del lugar. El miedo le había esmerilado el aura mítica que supo cultivar en sus tiempos de esplendor. Durante los operativos se mantuvo al margen de las protestas para cuidar su salud. Sufría diabetes y decía que hacía ocho meses no veía a su médico por las restricciones impuestas por el coronavirus. “Tengo que cuidarme”, explicaba.
Desde octubre, no hubo nuevos operativos por parte de la municipalidad. Tigre hizo una denuncia penal contra Venencio y los ocupantes. Un abogado ambientalista, Enrique Ferreccio, hizo lo propio contra la municipalidad por supuestos excesos en las maniobras para desmontar los muelles. Ambas partes dependen ahora de los tiempos de la Justicia.
Mientras tanto, los nuevos isleños revisan su estrategia. La mayoría de ellos apreciaba a Venencio, a quien consideran un pionero que les permitió acceder a un terreno a un precio accesible, pero entienden que su estilo pendenciero atentaba contra su causa. “Rulo era lo antiguo, ahora esto debería volverse menos Far West”, explica uno de ellos.
Cambio de estrategia
Asesorados por Ferreccio, algunos decidieron que ya no van a reclamar la titularidad por usucapión de los terrenos que ocupan. El abogado les explicó que al ser un territorio bajo y aún en formación, esa zona no está consolidada y, por lo tanto, nadie puede reclamar su titularidad. La estrategia de los pobladores ahora es reclamar que sea tierra de uso público. Ellos quedarían como ocupantes, sin derechos para vender, ni a dejar en herencia. Dicen que aspiran a vivir en armonía con la naturaleza y crear un santuario ambiental abierto al público y ajeno a las especulaciones inmobiliarias.
El problema es que la ausencia de Venencio dejó un vacío de autoridad en la zona. “Hay una atmósfera rara”, explica un isleño. Venencio se jactaba de estar en todos los detalles. Conocía a los pobladores y cedía terrenos solo a los que le caían en gracia.
Se crió cortando y comerciando juncos y comiendo lo que les ofrecía la naturaleza -pescados, pero también nutrias, anguilas y gaviotas- y pasó apenas un par de meses por la escuela. Su orden era el de los usos y costumbres, llevaba muy pocos registros de las relaciones comerciales que establecía. Manejaba sus negocios como un patrón de estancia y aún no está definido quién lo sucederá.
Venencio tenía 15 hermanos -su padre, “el Gringo Polenta”, era pescador y junquero y su madre, “la Marquesa”, sigue vendiendo pescado en San Fernando- y 11 hijos de cinco mujeres. Dos de ellos son los que están más presentes. Joaquín es el más grande y tiene fama de sensato. Jesús, en cambio, es un adolescente impulsivo.
Entre ellos, y el resto de los herederos, se definirá el futuro de la zona, pero la muerte de Venencio y la ofensiva gubernamental comienzan a espantar a los nuevos pobladores. “Rulolandia”, dicen, ya nunca volverá a lo que algunas vez fue.
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