Del Paraná a La Boca: la ruta de la arena con que se construye la ciudad
En la soledad del Paraná Guazú, el silencio es interrumpido por el estrépito de los motores del barco arenero Doña Nina . Luego de navegar 14 horas remontando 180 kilómetros río arriba desde el Puerto de Buenos Aires, la embarcación suelta sus anclas y fondea frente al Puerto de Ibicuy, en Entre Ríos. Son las dos de la madrugada, la oscuridad es total, excepto por los reflectores del barco. A unos 20 metros de profundidad descansa el banco de arena que este buque viene a reconocer y del que extraerá, durante cinco horas, 2100 toneladas, que luego serán usadas para la construcción de edificios, rutas, defensas costeras.
. La travesía puede durar hasta unas 35 horas. Navega a siete nudos –unos 13 kilómetros por hora–, dándole paso a enormes buques de transporte de automóviles y cerealeros, franqueando canales, islas e isletas donde viejos barcos naufragados se oxidan en la costa.
El buque es uno de los diez barcos de la empresa Silos Areneros Buenos Aires, que este año cumple su 65° aniversario en el mercado de la extracción de la arena. Tiene 80 metros de eslora (largo) por 15 metros de manga (ancho). Zarpa con 20.000 litros de gasoil, 5000 de agua potable y las esperanzas de hallar la mejor arena en el río Paraná. Lo impulsan dos motores, con una hélice cada uno, de 1040 caballos de fuerza.
Por semana estos buques extraen unas 39.000 toneladas de hasta seis tipos de arena: la especial, la fina, la gruesa, la mezcla, la relleno y la extrafina. Cada una se usará con distintos fines: desde la elaboración de hormigón, de moldes de la industria de la fundición o para procesos de limpieza, revestimientos, colocación de veredas, defensas costeras, terraplenes, tapado de caños y hasta para la fabricación de vidrios de colores. La que más se usa es la fina, que se destina comúnmente para la construcción. Aunque la más difícil de hallar y, por lo tanto, la más deseada, es la gruesa que, por su granulometría, se emplea para la elaboración de hormigones de gran resistencia.
Los barcos areneros solo pueden cargar arena en áreas que son otorgadas por la Dirección Nacional de Vías Navegables, que permite explotar yacimientos por un período determinado. Los bancos de arena a veces se agotan y, para que vuelvan a ser productivos, debe pasar medio año hasta que el río y las dragas vuelvan a depositar arena en el lecho. La zona donde se hacen las extracciones comprende San Fernando, Campana, Zárate, San Nicolás y las islas del Delta entrerriano. El precio de la tonelada de arena varía por la distancia y el tiempo que lleva extraerla, pero oscila entre los $250 y los $550.
"Sabemos a qué hora salimos, pero nunca a la que regresamos", advierte el capitán del Doña Nina, Alfredo Delgadillo. La niebla –principal enemiga de esta clase de barcos–, el viento, el tráfico fluvial y el efectivo hallazgo del banco de arena son factores que en general retrasan la vuelta al puerto de origen.
El viaje hasta el banco de arena de Puerto Ibicuy empieza a las 11 de la mañana en el sector sur del Puerto de Buenos Aires. El barco hace la maniobra de salida en el antepuerto y posiciona el rumbo hasta el canal Sur. La silueta de la ciudad se aleja y el arenero se adentra en el canal Emilio Mitre (a la altura de Tigre), con rumbo al río Paraná de las Palmas. En el kilómetro 50 de este cauce se cruza el hito geográfico que divide este río del de la Plata.
Siete kilómetros más adelante, la nave despide al control radial de tráfico de la Prefectura Naval Argentina, que hasta este momento se conoce como Lima 2 Golf, para pasar a reportarse a Lima 5 Tango, que es la base responsable de coordinar y cuidar la buena navegación de esta parte del Paraná. El arenero cruza el Puente Zárate-Brazo Largo, que está en el kilómetro 106. Aquí solamente pasa un barco por vez, por lo tanto la coordinación vía VHF (el sistema de comunicación por radio entre buques) es crucial entre los capitanes de las embarcaciones.
La noche cae sobre el río. El Doña Nina navega en la oscuridad, ya que los barcos tienen prohibido hacerlo con luces. Ni siquiera el puente de mando está iluminado. Solo se mantienen encendidas una luz verde en estribor (a la derecha), otra roja en babor (a la izquierda) y una blanca en el tope, ubicada en lo alto de una antena. El radar se convierte en los ojos de quien opera el timón. La radio vocea constantemente conversaciones entre los diferentes barcos que transitan por la soledad de estas aguas. A medida que el buque avanza, también va dejando atrás las pocas luces de las casas que a veces se ven en las islas.
El canal Irigoyen corre paralelo a la ruta nacional 12. El jefe de máquinas sube al puente con sus auriculares. Sin ellos no podría estar ahí, porque el ruido ensordecedor de los dos motores daña los oídos y, en la maniobra de carga y descarga de arena, debe estar muchas horas al lado de ellos, atento a reportar el menor desperfecto.
Cuatro de los marineros duermen en sus camarotes. Los otros cuatro están en sus puestos. Las guardias de trabajo rotan cada seis horas. Entre los tripulantes se coordinan de tal forma que siempre haya un hombre en un puesto para asegurar la navegación segura del barco, ya sea en la cubierta o en el puente de mando. Si un marinero termina su turno a las seis de la tarde, lo suplantará otro hasta la medianoche, y entonces el primero volverá a tomar la posta. Los únicos que no tienen horario fijo son el capitán y el contramaestre. Principalmente el primero, que está encargado de entrar y salir de los puertos, y de coordinar la carga y la descarga de la arena.
"Buenas noches, buenas tardes", se saludan los capitanes de los barcos que se cruzan. El mundo naval utiliza un lenguaje propio. No hay derecha ni izquierda, sino estribor y babor; la parte de adelante es la proa y la trasera, la popa. Los barcos tienen obra muerta y viva, lo que se conoce como calado: abajo de la línea de flotación es muerta, y hacia arriba, viva. No hay metros, sino pies (un pie equivale a 0,30 metros), y el viento tanto como la velocidad se expresarán en nudos (un nudo son 1,80 km/h).
Los tripulantes del Doña Nina viven en diferentes rincones del país. Pasan una semana embarcados y, luego, una semana en sus casas. "Cuando llegás, tardás dos días en acostumbrarte a la tierra firme, y después sentís que invadís tu casa", confiesa Cristián Iseas, marinero cocinero que está cargo de una de las tareas más importantes: mantener a sus camaradas bien alimentados, variando un menú que pasa por las pastas, los guisos y las carnes. Una improvisada parrilla en cubierta asegura el único plato fijo: "Pase lo que pase, los domingos hacemos asado", dice. El almuerzo es a las 11 y la cena, a las 18.
En el tramo final –y más importante– del viaje, se navega a través del pasaje Talavera. A la 1.40 de la madrugada, ya en el río Paraná Guazú, el barco fondea y extiende dos caños metálicos de 30 metros de largo, que son operados por el capitán y se sumergen en las barrosas aguas del río. Ahora sí, el Doña Nina enciende sus reflectores y se transforma en una isla metálica en medio del cauce, escoltado por islas deshabitadas.
La arena es extraída por bombas hidráulicas que la depositan en una tolva, donde una zaranda filtra las impurezas y la traslada por una cañería hacia el barco. El contramaestre y el capitán deben estar atentos para administrar la carga, así el peso se equilibra y permite una buena navegación.
Cada barco viaja a las distintas áreas que las empresas tienen asignadas. No pueden extraer de otro lugar. Todos los bancos de arena ya están localizados. Sí puede pasar que un banco se haya movido por fuertes crecientes y un gran movimiento de la corriente del río. En esos casos, el capitán, a fuerza de intuición, debe fondear el barco algunos metros más arriba o abajo del punto previsto.
La carga termina a las 7.20, justo con las primeras luces del sol. Luego de una noche en donde los marineros de guardia no duermen ni un minuto, su día terminará. Para los relevos, acaba de comenzar.
El regreso se hace río abajo por el Paraná de las Palmas. A la altura de San Isidro, el Doña Nina libera el canal Mitre y en medio de una impiadosa sudestada enfrenta las grandes marejadas que se producen en el Río de la Plata, y que hacen escorar el barco con su bodega cargada de arena. Insignificante ante la inmensidad de ese embravecido mar de agua dulce, la operadora de la radio le recomienda al capitán hacer "navegación a la capa", es decir, encarar el oleaje desde atrás. Y esto hará: capeará el temporal hasta llegar al Puerto de Buenos Aires para descargar el preciado tesoro que buscaron en las profundidades del río Paraná.
Fotos: Soledad Aznarez
Edición fotográfica: Fernanda Corbani