Dejó su profesión, montó una charcutería en el fondo de su casa y enseguida se volvió un referente
Existe un día en la vida de las personas en donde todo cambia para siempre. En el caso de Marcelo Cagnoli, sabe exactamente cuál fue: el 27 de octubre de 2017 se sentó en el sofá de su casa, llamó a su socio con el que tenía una exitosa empresa de comercio internacional y le dijo: "A partir del lunes, no ejerzo más la profesión, me dedico a hacer salames". Esa misma tarde, no volvió a usar más traje ni corbata y salió con un miedo enorme pero con una sonrisa de oreja a oreja a venderlos por el centro de Morón: "Me sentí el hombre más feliz del mundo".
"Mi vida era sólo ganar dinero, pero no era feliz", confiesa este licenciado en comercio internacional, de 51 años, que desde aquel año montó su propia empresa de charcutería en el quincho del fondo de su casa. "Vivía muy estresado, las reglas del juego de este país cambian todo el tiempo", sostiene. "Pasé la época de Moreno, era imposible trabajar", recuerda. Tenía su empresa en Marcelo T. de Alvear y Esmeralda. El proceso de cambio duró dos años. "Mi cable a tierra siempre fueron las ollas", cuenta.
La rutina del trabajo de oficina comenzó a desgastarlo. "Me iba muy bien, tenía todo", sostiene. Menos lo más importante: "Terminaba mis días y me sentía infeliz", rememora. Marcelo tiene una mirada luminosa, es imposible pensarla sin la compañía de una sonrisa. Comenzó a ir a la psicóloga. "Quería saber por qué me sentía tan mal si me iba tan bien", cuenta. El consultorio quedaba en la planta alta de un edificio en donde funcionaba una escuela de cocina, la IPAC de Morón. "Cada vez que salía, me quedaba viendo cómo cocinaban", recuerda. La semilla de la transformación comenzó a germinar.
"Un día entré y me anoté", cuenta. Esa misma semana dejó de pagarle a la psicóloga para dejar ese dinero en la escuela de cocina. "Conocí a gente maravillosa, me abrí a un mundo nuevo y muy deseado", relata Cagnoli. Mientras tanto, su empresa continuaba creciendo. Exportaba legumbres al medio oriente, en paralelo daba clases de comercio internacional en la UADE, Universidad de Palermo y la Cámara Argentina de Comercio, entre otras. Sin embargo, esperaba los jueves para volver a la escuela de cocina.
El camino del cambio de vida comenzó con el estudio de la parte química de la gastronomía. "Esto me llevó directamente a los sabores de mi niñez", reconoce. Nacido en Gualeguaychú Entre Ríos, pasaba todos los veranos en el campo: "Era estar en patas en el arroyo, esa clase de niñez", recuerda con alegría. "Aprendí lo que era una yerra y la carneada". Oía con atención el por qué un salame salía hueco o rancio. La mesa con la carne picada, las especias, el amasado, el trabajo manual que unía a la familia.
"Comencé a obsesionarme con la charcutería". El quincho de su casa se convirtió en su laboratorio, una máquina del tiempo que le mostró un camino desde el cual le sería imposible volver. Un profesor de la escuela le dio un libro que ayudó a potenciar esa huella, La Cocina y sus misterios, del francés Hervé This. "Me voló la cabeza", destaca. "Mientras mi familia disfrutaba del mar en Playa del Carmén, yo me quedé encerrado en el hotel leyéndolo".
"De lunes a viernes, era un empresario, trabajaba doce horas, los fines de semana, me ponía un jean y alpargatas y hacía salames en el quincho", destaca. Una diferencia marcada se veía en esas dos vidas que compartían un mismo cuerpo: "El segundo se pasaba trabajando todo el fin de semana con una sonrisa de oreja a oreja, el primero era infeliz".
"Estaba todo muy claro, pero había que encajar las piezas", afirma. Comenzó a producir y lo hizo muy bien, como si toda la vida hubiera estado preparado para esto. Pronto comenzó a recibir llamados del exterior para capacitar. Chile, Uruguay, Colombia y Carolina del Norte (Estados Unidos) son algunos destinos hacia las que llevó su conocimiento. "En un momento comencé a sentarme en aviones y no paré", sostiene.
El predestino por tener un apellido ilustre en la charcutería nacional lo marcó a la hora de llevar adelante su emprendimiento. La familia Cagnoli desde principios de siglo XX trabaja en Tandil en la producción de salames emblemáticos que han ayudado a determinar la denominación de origen del salame tandilense. "Quise usar mi apellido paterno para mis salames, pero fue imposible -confiesa Marcelo-. No tenemos ninguna relación con los Cagnoli de Tandil, nosotros somos entrerrianos".
Pasión o profesión
"Tuve que elegir entre la profesión y la pasión, ganó la segunda", argumenta. En pocos meses, la vida le rectificó la decisión: "Vivo y muy bien", sinteriza. Sus productos se venden en restaurantes y lo consumen los adoradores de la picada, que son un montón.
Hoy enseña y produce al fondo de su casa y es un referente en la charcutería nacional e internacional. Trabaja doce horas por día, los siete días de la semana. "Pero soy feliz, dejó de ser un trabajo". Produce un promedio de 100 kilos de embutidos semanales, en una variedad de más de 20 clases de chacinados. "Dos sentidos me llevan a mi niñez: el olfato y el gusto, me clavan directamente en la alacena de mi abuela", afirma.
Hábil, investigó y profundizó su trabajo en una línea con una fuerte carga emotiva en un país en donde la picada es una marca cultural. Además de los clásicos salames, bajo la marca Benetti (apellido de su madre) hace pastrami, kassler ahumado, butifarra, finocciona, cracovia, fuet, chistorra, peperoni, spianata, guanciale, sopressata y nduja (salame untable picante), y un salame cítrico, entre otros.
"El salame está vivo y respira, por eso tenés que tenerle respeto y mucho más al que lo hace", reafirma. Su línea se caracteriza por la calidad y los sabores definidos. Una inmensa estantería muestra especias. "Cada una tiene nombre y apellido, una historia detrás", dice. Para conseguirlas va directamente al productor. "Eso se traduce luego en el sabor", afirma. "Lo que comés te tiene que transportar, te tiene que hacer viajar", conceptualiza. Una clienta de Misiones comió una rcacovia (embutido polaco ahumado con fuerte sabor a cardamomo) y se largó a llorar delante del plato. "Le recordaba a su niñez en Polonia, eso para mí no tiene precio".
Adelantado, un año antes de que llegara la pandemia subió a su web un producto que le sirvió para volver a tener éxito: sus cursos online. "Al mes de la cuarentena ya estaba facturando igual que cuando hacía los cursos presenciales", afirma. La pandemia fue para Cagnoli una nueva oportunidad para crecer. Al fondo de su casa pasa sus días frente a la computadora, pero también mezclando carnes, ahumando, creando esos recuerdos comestibles que cuelgan del techo.
"Elaborar tus propios chacinados te alimentas el ego", sostiene. "¿Sabés lo reconfortante que es ofrecer a tu familia y amigos tus propios salames?, confirma. Algo lo inquieta: "Tenemos que amigarnos con las pastas finas (mortadelas, salchichones y salchichas): están demonizadas", enfatiza. Un grupo de embutidos, asegura, están olvidados en la tabla de picada nacional: los colorados, todos los que llevan pimentón: la chistorra, la nduja y el cantinpalo, por ejemplo. "La mortadela, con mucho pistacho, es uno de los fiambres más ricos", aconseja.
¿Cuál es la picada perfecta? "La tabla tiene que tener tres fermentados: salame clásico, una finocciona y una chistorra. Una pasta fina: mortadela con pistacho. Un escaldado: una butifarra y los ahumados al final: una cracovia", aconseja. Cagnoli tiene un anhelo: "Que las marcas industriales comiencen a preocuparse porque estamos apareciendo grandes productores chicos", sueña.
Señales para comprender el camino a la realización personal: "No apuren el deseo, yo deseé mucho todo lo que estoy viviendo. Un día te das cuenta que sos mortal", reflexiona. La ecuación es simple: "La cuenta no la tenés que hacer sobre lo que pasó, sino por lo que te queda adelante, el único sentido de la vida es ser feliz".
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