Debemos sincerarnos: ¿en qué Argentina queremos vivir?
La proliferación del hambre y la pobreza, la corrupción institucional, el auge del discurso faccioso y el consecuente languidecimiento del pensamiento crítico no pueden ser sino la negación del republicanismo. Y ni qué decir de las restricciones que pesan sobre el afianzamiento de la educación pública en sus tres niveles, la salud y la independencia de la Justicia. Pues bien, con la superación de todos estos males, la Argentina está en deuda. No es, sin embargo, esta una deuda reciente del poder político y económico. Es una vieja deuda con la sociedad. Y, por lo tanto, reiteradamente impaga.
Si tal ha sido la insistencia en el error, no se puede hablar de casualidades. Tampoco de un equívoco inocente. Se trata, en cambio, del resultado de una intención. El Estado entre nosotros ha sido manipulado para promover y no para superar ese mal. El Estado, las corporaciones, los partidos políticos: todos han asociado su fortalecimiento a la siembra de arbitrariedad. A la promoción de divisiones antes que a la búsqueda de unidad. Al interés de pocos y la sumisión de muchos. Al país fragmentado. A la demagogia antes que al sinceramiento. Son contadas las excepciones. Contadas e impotentes.
No se ha querido capitalizar nuestros reiterados fracasos porque no ha habido grandeza para comprenderlos como tales. Nada ni nadie ha impedido la obstinada repetición del error. La intendencia invicta de ese error mayúsculo que redundó en nuestro atraso. No se han renovado nuestros problemas. Se los ha reiterado incansablemente.
Si no hay aprendizaje, es porque hay déficit de comprensión. Pero también irresponsabilidad. Falta de escrúpulos. La frustración, huésped incesante de la casa de los argentinos, reaparece siempre tras la efímera esperanza. El nuestro es un pasado irresuelto. Por eso, es un pasado vigente. El transcurso del tiempo no lo dejó atrás. Al paso de los días y los años no lo acompañó el cambio de mentalidad. Y donde no se renuevan las preguntas, siguen imperando las viejas e inútiles respuestas de siempre.
No se ha querido capitalizar nuestros reiterados fracasos porque no ha habido grandeza para comprenderlos como tales. Nada ni nadie ha impedido la obstinada repetición del error
La Argentina sufre una profunda amnesia. Es impermeable a la conciencia histórica. Esa ineptitud nos mantiene cautivos de una lógica política disfuncional. No advertimos hasta qué punto lo que fuimos sigue vigente. A tal punto estamos consustanciados con ella y tan nuestra es su patología que vemos lozanía donde solo hay senectud.
En suma, nos cuesta ser otra cosa que esencial redundancia. La Constitución Nacional no es entre nosotros un texto rector, es un pretexto político para mantener la ley sometida al poder. Conglomerado antes que nación, eso somos. Provincias desunidas del Río de la Plata. Repertorio de fragmentos antes que convergencia. Dispersión antes que unidad. Confrontación incesante antes que acuerdo sustancial.
Nuestra moneda insiste en proclamarlo: "En unión y libertad". Una moneda sin peso pero que, aun así, anémica como es, perpetúa un ideal indispensable a lo largo de su extendida declinación. Al menos para quienes creemos que una cosa es el pluralismo y otra la beligerancia intransigente.
Es indudable, no hemos escuchado al pasado como fuente de aprendizaje. Y por eso hemos dejado atrás nuestro porvenir. Debemos sincerarnos de una buena vez. La falsedad enmascara una herida que no cicatriza. Y ella supura y supura. Hace sentir la hondura de su padecimiento. Es posible durar sin prestarle atención. Vivir, en cambio, no lo es. Durar es obstinarse en la frustración. Vivir es innovar, advertir qué ha sido de nosotros. Aprender. Reconocer nuestra condición poco menos que espectral como nación. Darnos cuenta de que la decadencia ha esclerosado nuestros logros. Ella se deja ver en la insensibilidad, el desinterés o la ignorancia de nuestras dirigencias para discernir los desafíos que nos formula el futuro.
Nada grande se podrá emprender si no se entienden y se superan las causas que han arrojado a la política argentina en la indignidad, en la miseria moral, y a tantos, en la pobreza y la indigencia.
Es indudable, no hemos escuchado al pasado como fuente de aprendizaje. Y por eso hemos dejado atrás nuestro porvenir. Debemos sincerarnos de una buena vez. La falsedad enmascara una herida que no cicatriza
El semblante enfermizo de la decadencia es el nuestro. Décadas sucesivas de paternalismo estatal, de estafa, de malversación económica, de saqueo, de instrumentación perversa del lenguaje han hecho del escenario social un yermo; de la incultura, un rasgo central de nuestra identidad cívica. No hay otra forma de empezar, si se quiere dar inicio a una eventual reconstrucción, que contemplarnos en ese espejo. Si queremos oír lo que nos sucede, escuchemos lo que nos dice el dolor de ser argentinos. El dolor y la vergüenza de lo que hicimos de nosotros. No somos víctimas. Somos cómplices.
Solo procediendo así, estará más cerca la Argentina que queremos. Tiene que haber en el ejercicio del poder alguna evidencia de retractación moral que se traduzca en políticas de Estado. Será el primer indicio auspicioso de una transformación imprescindible, gradual, renovadora. Ejemplar como debe serlo si quiere ser verosímil y justa.
¿Puede, en suma, la política argentina aunar el ideal del poder al del desarrollo social con equidad y a la vigencia de la ley? ¿El crecimiento económico a la justicia social? ¿La educación imprescindible a la cultura necesaria? ¿Cuánto tiempo más se necesita para advertir que las llamadas democracias directas pisotean los deberes al reducir la identidad colectiva a la satisfacción exclusiva de derechos y a un falso protagonismo personal? Ellas respaldan y se asientan a la vez en un Estado que alienta la ignorancia y la dependencia, al hacer del prebendarismo el horizonte de todo desarrollo.
Pero esas democracias facilistas no han surgido del aire. Las dio a luz la ineptitud de quienes llamándose republicanos no han sabido serlo ni gobernar como tales, al no discernir las transformaciones prioritarias que pidió y pide el país. Confundieron, voluntaria o involuntariamente, las presunciones de su saber con las exigencias del medio social al que debían representar si de veras aspiraban a transformarlo. No todo lo que hicieron han sido errores. Pero los errores que cometieron han sido decisivos para que el populismo ulterior prosperara.
Insisto: si seguimos creyendo que el pasado es el que proveerá las soluciones que el país requiere, es porque se ha decidido que el porvenir no tenga futuro en la Argentina. Pero tampoco es posible venir desde el futuro hacia el presente con ilusorias soluciones modernizadoras que no respondan a un diagnóstico realista sobre las posibilidades que ese presente tiene de encontrar en tales propuestas las respuestas que lo urgen.
Donde el hambre impera, donde el desapego al trabajo no se revierte hace ya generaciones, donde abunda la droga, donde no hay salud ni educación pública afianzadas, donde las políticas fiscales ahogan las módicas iniciativas privadas, es inútil pretender que la tecnología de punta juegue un papel cívicamente significativo. La auténtica modernización empieza por el empeño puesto en lograr una más alta calidad subjetiva, una mejor oportunidad para que la vida personal tenga sentido. Solo donde sea escuchado quien pide ser oído, se procederá con más discernimiento que donde se lo haga con soberbia y suficiencia.
Tampoco es posible venir desde el futuro hacia el presente con ilusorias soluciones modernizadoras que no respondan a un diagnóstico realista sobre las posibilidades que ese presente tiene de encontrar en tales propuestas las respuestas que lo urgen
Basta de deambular a ciegas. De obrar como si siempre se cometieran errores intrascendentes o como si el error fuera causado por los demás. Se ha perdido el sentido de la eficacia en la acción. El pensamiento orientador se marchitó en nosotros. Pudieron más las consignas. Pudo más la seducción de la promesa que el realismo de la convocatoria al esfuerzo y al riesgo. Que el llamado a la lucidez y a la exigencia.
¿Qué nos brindará ese discernimiento? ¿En qué sabiduría se nutrirá la conciencia que sepa sostener el aprendizaje indispensable, la compresión crítica y renovadora de lo que no supimos hacer? ¿El duelo fecundo, en suma, por tanto desacierto?
Solo prosperaremos si privilegiamos la convicción de que debemos aprender a aprender en un país que se ha empecinado en desconocer la realidad y llamar verdad al engaño.
Las democracias republicanas ponen en práctica un régimen de cautela. Descansan sobre un largo y duro aprendizaje: el que enseña que el hombre no es bueno sino que puede ser mejor de lo que es. Por eso, cada uno de los tres poderes que las constituyen ha sido creado no solo para ejercer su función específica sino para acotar las ambiciones desmesuradas que pudieran tener los otros dos. Interdependencia y, a la vez, independencia. Autonomía y subordinación.
Debe prosperar la autocomprensión sin concesiones donde se expandió la insuficiencia y la impunidad. La autocrítica, no la propuesta apocalíptica que quiere arrasar la ley para instaurar la versión espúrea de una redención religiosa de la historia
¿Cuántas generaciones hace que los problemas del país se reiteran con desesperante monotonía? Lo que hoy aflige a un argentino de 25 años mucho se parece, si no es idéntico, a lo que aflige a un argentino de 75 años. El tiempo transcurrido no se ha convertido en experiencia ganada. Una y otra vez hemos vuelto a empezar. Y eso significa que no hemos sabido proseguir.
Queremos una Argentina en la que el modelo de democracia republicana que la caracterice esté, finalmente, fuera de discusión. Un país donde se debata cómo perfeccionar la eficacia de la gestión social y económica de ese modelo. No su existencia.
Para eso, debe prosperar la autocomprensión sin concesiones donde se expandió la insuficiencia y la impunidad. La autocrítica, no la propuesta apocalíptica que quiere arrasar la ley para instaurar la versión espúrea de una redención religiosa de la historia.
Con la democracia representativa, el centro -es decir, la república- puede mirar hacia la izquierda y hacia la derecha. Optar por la izquierda o por la derecha. Y puede ser evaluado desde una y otra. Pero solo si ambas, izquierda y derecha, reconocen a ese centro, en el marco republicano, como un bien común.
No es otra la Argentina en la que queremos vivir.