De Galicia a Buenos Aires: diseñaba paraguas, sobrevivió a una “pandemia” anterior al Covid y hoy tiene uno de los últimos locales de la Ciudad
“Cuando dicen ‘qué lindo día’, yo digo ‘¡a la miércoles!, para ustedes’”, exclama Elías Fernández, el mentor de esta industria de la lluvia; con 91 años, aún hace reparaciones en el sótano de la Paragüería Víctor, en Boedo, donde antes confeccionaba con su mujer
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Hay lisos, hay con rayas y a cuadros, hay más cortos y más largos, hay dispuestos hacia arriba y hacia abajo, hay de River y de Boca, hay Knirps alemanes y Doppler españoles, hay más elegantes y menos. Son todos paraguas y están en Paragüería Víctor. Dos abanicos en rojo rouge, un par de mochilas y cinco bastones rompen con esa multitud que se ofrece en estas vidrieras de Avenida Independencia y Colombres, en Boedo. Las letras pintadas en los vidrios brillantes del local, amarillas y marrones, con la V de “Víctor” transformada en paraguas -al igual que está tallado en la manija de madera de la puerta-, los techos de lona y los expositores delatan una pertenencia a este barrio extendida por décadas.
Dentro del comercio están los empleados, dos jóvenes treintañeros, que atienden a un par de mujeres que llegaron a comprar, sí, un paraguas. Hay para elegir hasta unos austríacos de 30.000 pesos, pero ellas optan por uno de mango corto, de 2500. Se llevan ese y las recomendaciones para que dure, un sello de este local ideado por Elías Fernández, quien está abajo, en el sótano que es su taller, y allí maniobra un ejemplar marrón.
Son las 10.10 de un miércoles de marzo por la mañana y, con sus 91 años, Elías mueve entre sus dedos un hilo a tono que sacó de los rollos de colores que tiene en un estante, donde hay botones, agujas y otras cosas diminutas. Hoy lleva una camisa a cuadros azul, blanca y coral, con botones también coral, y un barbijo N95 que tapa su pequeña boca, enclaustrada en una cara rociada de pecas. En el bolsillo del pecho guarda otro tapabocas, a cuadrillé. Tranquilo, y con sus lentes puestos, cose una de las varillas a la tela.
Elías es el mentor de esta industria de la lluvia que empezó a construirse unos años después de su llegada a la Argentina desde Galicia cuando tenía 18, en 1950. Se fue de su país para no hacer el servicio militar obligatorio durante la dictadura de Francisco Franco y acá, en la Argentina, sobrevivió a “esta pandemia china”.
Así le dice no al brote de Covid-19, por su origen en Wuhan, sino a un suceso que ocurrió antes: el aluvión de paraguas made in China que se metieron hasta en el último container e inundaron el comercio mundial. “Empezaron a repartir a granel. Hubo gente que nunca había visto un paraguas y los trajo para vender”, cuenta. Eso desinfló la confección argentina y, por lo tanto, la que se hacía en este taller, donde ahora los paraguas solo se comercializan y se arreglan.
En lista de espera hay cinco, sobre una mesa. También, unas sombrillas que sufrieron los embates del viento de la costa, apiladas en la salida de la angosta escalera que deriva en este sótano que Elías ordenó durante “la otra pandemia” -ahora sí, la de coronavirus-. “Llené los contenedores de basura. Cerraba los ojos y tiraba, paf. Tantos años… Tengo repuestos que están de cuando vine”, cuenta sobre esas cosas que dejó ir, mientras cose.
“El taller significa la vida”, sintetiza.
Acá se crió Víctor, su único hijo, quien ahora se encarga del local que lleva su nombre. Todavía Elías, con una pronunciación donde las eses se transforman en zetas que susurran, recuerda las “chirolitas” que le regalaba a un “Vítor” niño para dar vuelta las fundas ya terminadas de los paraguas. Sentado cerca de una máquina de coser, rememora que fue su esposa, Haydee Lidia Gómez Dopazo -hija y nieta de paragüeros-, quien le enseñó a usarla: la primera Singer que trajeron de España y la eléctrica que vino después. “Desgraciadamente ella falleció joven, tenía 61 años, fue en el 94. Trabajábamos juntos. Son golpes que hubo que superar. Estábamos en un momento muy bueno, pero ya empezaba el asunto de los chinos”, desliza Elías.
También cuenta que la moda del paraguas fue impuesta por los ingleses. Desde Inglaterra llegaron los primeros a la Argentina, cuando todavía había una industria nacional incipiente. Elías habla de telas -de la brillantina y del poplin-, de la mutación del paraguas negro al de color y, luego, al estampado. Y, más tarde, del desarrollo de la producción local. Hasta evoca las dos o tres veces en las que fue citado al exrestaurante Lo Prete para discutir si se creaba el sindicato de los paragüeros, una idea que nunca se formalizó.
“Estaba la fábrica de hacer el armazón, el tejido, la tintorería... Nosotros confeccionábamos, pero íbamos comprando los accesorios en distintos lugares. Cuando estábamos en puro progreso vino el asunto chino y lo mató a todo”, relata Elías, que admite que ahora algunos de sus clientes, cansados de usar paraguas de oriente, traen a reparar los diseños europeos que habían quedado entre el polvo. “Una varilla hecha aquí salía más cara que comprar un paraguas de allá. Los que confeccionaban, los que hacían las telas o los puños, todos desaparecieron, porque no podían mantener el personal”, explica.
En este taller todavía está el largo tablón que con su esposa utilizaban para la confección, en una parte del sótano que tiene la luz apagada. Colgados en la pared quedaron los moldes triangulares de madera que disponían sobre las telas impermeables para marcar las primeras formas. Hay tijeras, necesarias para cortar esas piezas de tres lados, que ordenadas y unidas estructuraban los paraguas made in Victor, a los que había que coserles también las varillas. En unos cajones permanecen aún los puños y las conteras, que iban en cada punta.
La moda china trajo asimismo nuevas pautas para la reparación. “Hay trabajos que antes eran estándar y ahora son cada uno distinto, aprendo siempre. Aunque hay más facilidades para arreglarlos, porque los materiales no son tan rígidos. Antes, si queríamos hacerle un agujero a las varillas, teníamos el motor, la mecha, eran tan duras… Ahora es mucho más fácil, porque el material es más endeble, pero tienes que darte maña e ir adaptándote”, comenta.
Para Elías, Paragüería Víctor pudo con la competencia china por ser un comercio familiar. Este negocio fue el sustento de los suyos y, tras 23 años sin volver a España, le permitió regresar cada cuatro. Pero tampoco le resta elogios al paraguas, que prolifera cuando llueve, pero que se usó para tapar el sol y para hacer promociones, que fue símbolo de prestigio y que todavía le pinta la cara a los avances tecnológicos. “Hubo una competencia con los pilotos de plástico, pero cuando paraba de llover la gente tenía el piloto y todo mojado. Pueden ser prácticos para una emergencia, pero cuando llueve continuamente… El paraguas es algo que existe desde hace cientos de años y seguirá existiendo. Siempre va a existir. El paraguas es insustituible”, determina.
A la paragüería viene todos los días. Desde el Covid-19 incluso pasa más tiempo acá porque se terminó “la facultad”, como llama al encuentro que tenía con sus amigos en el Centro Gallego para jugar al dominó o al truco. “Vengo a la mañana y a la tarde, para no acordarme de muchas cosas, me distraigo. Hago varios trabajos, me divierto, es un pasatiempo. Y, bueno, la vida es así, son muchos años”, dice.
Pese a que su nexo con los paraguas comenzó a los 24, todavía tiene presente ese día que en España hizo su primer arreglo. “Íbamos con el ganado al monte y había un paraguas allí que tenía rota su tela y pasaba el agua. Entonces, me llevé un pedazo de tela cualquiera, una aguja e hilo, y le puse una coronilla. Lo que menos pensaba es que en Buenos Aires iba a hacer ese trabajo”, narra como si contara una premonición de aquellos tiempos en Galicia cuando vivía con su mamá, su papá y sus tres hermanos. “Era una mesa de seis, pero casi nunca estábamos todos porque mi papá había tenido que emigrar desde la ciudad de Orense a la de Pontevedra. Era buscado porque no iba a misa. El cura del pueblo hacía y deshacía”, cuenta.
Jugador de fútbol, Elías era reconocido en las aldeas y también popular por eso en el Centro Oresano de Buenos Aires. “¿Qué estás haciendo aquí?”, le preguntaron de joven, ya en la Argentina, después de decidir emigrar por oír las conversaciones de los que volvían de la guerra. “Contaban atrocidades del servicio militar. Yo era un chaval y decía: ‘Ah la pelota, ¿y yo voy a hacer esto? Si me puedo salvar, no lo hago’. Y me vine por eso”, relata y baja la voz, como si fuera un secreto.
Era paragüero su tío materno, que murió nueve días antes de su arribo. También los primos que lo sacaron del galpón en que lo habían metido apenas desembarcó, al calor del verano en el puerto de Buenos Aires, después de que en sus papeles quedara sellada la leyenda “año del libertador San Martín”, por conmemorarse en 1950 el centenario del prócer.
“Llegué a una casa de paragüeros”, dice Elías, que con ellos vivió primero en un conventillo de Barracas. “Tenés que hacerte hincha de San Lorenzo o te vas para España”, le decían. “La puta, si no tengo plata para irme para España”, respondía él. “Entonces tenés que hacerte hincha de San Lorenzo”, determinaron sus parientes, que incluso lo llevaron para probarse a ese club. Elías todavía espera la carta que le prometió a los 22 años el hombre que lo evaluó y le dijo que lo citarían para el fútbol profesional. Se acuerda del primer partido que vio en la Argentina: entre Huracán y Lanús, en el estadio de River, por el descenso.
A los paraguas llegó además por amor, después de cinco años en la Papelera Argentina, su primer empleo local. Quería hacer una diferencia de plata para casarse con esa chica que había conocido en el Centro Oresano. “Muchas veces en broma le decía a mi señora: ‘Qué macana que comencé a trabajar de paragüero, porque si seguía trabajando en la fábrica no nos casábamos’”, ríe ahora.
Empezó con unos arreglos para Don Luis, un paragüero de Barracas. Mudado a Ranelagh, en Berazategui, se unió a sus primos y se hizo famoso al recorrer los municipios de la zona de La Plata. “¡Paragüero!”, gritaba para atraer clientes. “En los años que anduve de ambulante gané para casarme, para irme de vacaciones, para todo”, rememora. Su primer local, de 1957, fue en la intersección de Castro e Independencia; después se mudó al lado de donde está ahora y esta tienda la ganó en un remate en Tribunales, con una seña de 300.000 pesos. Arreglarlo fue más caro que comprarlo. Era una sombrerería y encontró el sótano lleno de agua.
Elías admite que acá el agua -pero que cae de arriba- se festeja. “Cuando dicen ‘qué lindo día’, yo digo ‘¡a la miércoles!, para ustedes’. Nosotros trabajamos todos los días, pero cuando hay lluvia se trabaja 90 a 100% más. La gente, no toda, se acuerda de las cosas cuando les hacen falta”, dice desde el local, donde rompe con las habladurías y abre paraguas bajo techo. “La mala suerte es no abrirlo. Si no lo abrimos, chau. Es porque no lo vendemos”, afirma.
Intenta romper tabúes también cuando en España critican a la Argentina. Piensa en esa tierra “de esperanza” para la emigración que eligió con el fin de pasar unos cinco o seis años y que, por “pegajosa”, se transformó en su casa durante ya 73 años.
—Me da no se qué que la gente tenga que abandonar el país donde nació. Porque yo jamás me olvido de donde nací. No pasa un día que no esté en Galicia, mentalmente. Y eso que no me ha tratado tan bien como para acordarme, pero ya pasó, no tengo rencores. Lo único que desearía es que no hubiera exportación de gente, en cualquier país —reflexiona, en pleno debate político sobre los jóvenes que deciden partir al exterior en busca de mejores oportunidades—. El migrante se preocupa más por su trabajo, porque sabe que está en un lugar donde no va a tener el cobijo de su tierra, y por eso se adapta a hacer cosas que en su lugar no hacía.
Cuando termine el día, Elías saldrá del local y alguien deberá cerrar las cortinas metálicas negras que a él le gustan poco, pero que estuvo obligado a poner por la inseguridad. Mañana volverá. Pero antes puede que algo gire en su cabeza. “Hay muchas noches que estoy pensando cómo puedo solucionar el problema de un paraguas al que no le tomé la mano. Me da no sé qué tomar un paraguas y no poder arreglarlo. Mirá la preocupación que puedo tener yo”, dice en una charla de dos horas que solo interrumpió por un vaso de agua.
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