En la reedición de su libro Sangre Joven, el autor recorre algunos de los crímenes que involucraron jóvenes e intenta reflexionar sobre sus causas y consecuencias
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Federico Medina sabía que la Pimpollo iba a ir a la discoteca El Teatro, en el barrio de Colegiales y como todos los sábados, y él quería estar ahí para verla de nuevo y enfrentar al novio. Pero su madre pensó que sería mejor que se quedara: “¿Por qué no te acostás, que es tarde y trabajaste todo el día?”, le preguntó. “No. Me voy a ir a bailar”, respondió él con pocas palabras, y a ella se le escapó una risita: “¿Y desde cuándo te gusta ir a bailar?”. Él se asomó a la habitación y le dijo, muy serio: “No, no me gusta. Pero tengo que ir”. El sábado, 27 de diciembre de 2003. Era una noche pegajosa de verano.
Federico tenía 20 años, llevaba un tatuaje de Racing (había visto campeón al equipo en el torneo imborrable de 2001) y jugaba de número 10, y era un crack. Trabajaba en el negocio familiar: el bar del Círculo Social y Deportivo de Once, una de las últimas casas de billar que todavía quedaban en pie. Vivía en Villa Pueyrredón. Estaba enamorado, o quizás obsesionado, o solo confundido, con una chica sinuosa a la que le decían “la Pimpollo”. Ella tenía 17 años y un novio posesivo cuyo nombre de niño empezaba con M. Este novio también tenía 17, y —después se dijo— practicaba taekwondo y coleccionaba cuchillos de caza.
La Pimpollo le había contado a Federico que el día anterior ella había llegado tarde a su casa y que había entrado sin hacer ruido, pero que M. estaba en la sala esperándola, con la mirada perturbada y un rictus áspero en la cara. M. estaba harto de que ella desapareciera. “¡Yo lo mato, yo lo mato!”, se enfureció Federico cuando se enteró de que esa noche M. había golpeado a la Pimpollo. Ahí estaba, en la pierna de ella, el moretón violeta que le había quedado. “¿Cómo le va a hacer eso?”, le contaba después Federico a su primo con la misma rabia. Y repetía: lo iba a moler a golpes. “Que ella tuviera un novio no le molestaba a Federico”, me dijo después el primo a mí. “Él sabía que la cosa era así. Lo que le molestó fue ese golpe”.
La noche en la que Federico fue a desafiar a M. al centro de la discoteca terminó con un reguero de sangre a las 4:40 de la madrugada. Federico —tenaz, obstinado— alcanzó a golpear por sorpresa a M.; pero en el contraataque M. lo apuñaló cuatro veces en un abrir y cerrar de ojos. Hasta hoy nadie sabe si tomó un cuchillo de la barra o si lo traía en su bolsillo.
La Pimpollo y M., luego detenido, continuaron con su relación durante cuatro meses. Al principio, ella le escribía y él la llamaba por teléfono, pero nunca pudieron hablar profundamente porque temían que la comunicación estuviera siendo escuchada. Ella me contó que él le juraba que era inocente. Pero llegó un momento en que ella pensó todo fríamente y se dio cuenta de que las cosas no podían ser como él contaba. Un día le dijo que no quería que la llamara más. Otro día no lo atendió. Otro tampoco. Y entonces se acabó.
Pero no del todo.
Porque este homicidio me dejó preguntas: ¿cómo entender qué pasó e intuir cuán honda es la dimensión juvenil? Y si los crímenes son actos que reflejan el mundo, ¿narrarlos es una manera de ver a una generación? ¿Es una manera de contar el amor, el odio, la desigualdad, la rebeldía, la (in)justicia, el coraje, la locura y la codicia de quienes no cumplieron ni 25 años?
A fin de cuentas, Federico Medina, la Pimpollo y M. eran tres personas quizás no tan diferentes a mí: yo tenía casi la misma edad que ellos —solo un par de años más—, había ido a bailar algunas veces a El Teatro (el local que hoy se llama Vorterix) y, por cierto, no sé cómo hubiera reaccionado si la chica de la que yo me hubiera enamorado, o quizás obsesionado, hubiera sido golpeada por su pareja. Todo esto me llevó a pensar en escribir Sangre joven, un libro de crónicas sobre crímenes de jóvenes cometidos por otros jóvenes. Un libro que, desde la violencia, trazara el retrato de una generación y develara las razones que provocaban estos asesinatos.
Sangre joven apareció originalmente en 2009 y ahora regresa en una reedición maximizada, corregida, bastante trabajada en su actualización. Hice algo no muy frecuente en el mundo de las reediciones: volví a revisar cada crónica línea por línea, palabra por palabra. Y reescribí y le di una nueva potencia a lo dicho. En diez años muchas cosas cambiaron; se nota especialmente en la conciencia actual sobre la violencia de género. El uso de la palabra “femicidio” no era tan común antes. El tiempo que pasó trajo una distancia necesaria: la primera vez, Sangre joven fue un libro urgente, o al menos fue “mi” libro urgente, el puñado de postales de un veinteañero que registró la furia a su alrededor pero también la música, el circuito adolescente, algunas drogas, un mapa de discotecas y de defensorías juveniles, la jerga que todos hablaban de noche. Sangre joven era un mosaico donde la muerte brutal daba paso al rito de la vida cotidiana.
La Masacre de Carmen de Patagones
No hay nada más cotidiano para un adolescente que ir al colegio. En Carmen de Patagones, el aula de 1º B Sociales era pura charlatanería el martes 28 de septiembre de 2004: había gritos, risas, faltaba poco para la guerra de tizas, lo que pasa siempre que 29 adolescentes van llegando a la primera hora para esperar a un profesor. Como la preceptora estaba hablando por teléfono, ellos entraron solos y comenzaron a acomodarse. En breve llegaría el profesor de Derechos Humanos para dictar la primera clase del día. Federico Ponce, que se había quedado hasta las cuatro de la madrugada grabando un cedé con cumbia y rock para un amigo, lo buscaba para dárselo.
El chico opaco al que le decían “Junior” también andaba por ahí. Cuentan, pero nunca nadie lo confirmó, que el día anterior él le había dicho algo extraño a su amiga Sandra Núñez: “Mañana no vengas porque va a pasar algo terrible”. Sandra, sin embargo, estaba sentada detrás de él. El lugar de Junior era cerca de la puerta del aula, en la primera fila.
Pero se movió y se paró adelante del pizarrón, y observó. “Miró el pizarrón, miró a todos, miró quién estaba, quién faltaba, miró la situación”, me dijo algunos años más tarde Rodrigo Torres, uno de los alumnos de esa división. Después Junior fue a su banco, buscó en sus bolsillos y entonces volvió al frente, y tenía en sus manos la Browning 9 milímetros de su padre, un prefecto naval. Apuntó y gatilló. El primer tiro pareció un chiste: “Nos reímos pensando que era un arma de juguete”, me dijo Rodrigo. Pero desde el pizarrón, Junior barrió a balazos el aula.
Su expresión inconmovible acompañó la descarga. Las detonaciones se confundieron con los gritos desesperados de las chicas y los chirridos de los bancos. Cuando el primer cargador de trece balas quedó vacío, metió el segundo y disparó dos veces más. Recién ahí la balacera terminó; tal vez la pistola se trabó y él no supo cómo recargarla, o tal vez detenerse fue su propia decisión.
Tres alumnos murieron (Federico Ponce, Sandra Núñez y Evangelina Miranda); cinco fueron heridos (Rodrigo Torres, entre ellos). ¿Hay más culpables que el adolescente que disparó? ¿Cuánto de responsabilidad les cabe a las autoridades del colegio estatal? Una vez sucedido el desastre hubo marchas, acusaciones cruzadas, quejas. “La responsabilidad de la escuela ni se discute”, me dijo Claudia Kloster, la madre de Pablo Saldías, uno de los heridos. “El chico [Junior] hizo algo así porque estaba loco, pero la parte más fea de todo esto era que se podría haber prevenido. Porque todos los adultos responsables que estaban ahí adentro sabían que el chico estaba loco. Él ya venía haciendo muchas demostraciones. Entonces estamos hablando de que hay un culpable, pero hay muchos responsables”.
Todas las historias de Sangre joven son reales. Aún las encuentra en Google cualquiera que las quiera buscar. Todavía recuerdo a cada persona que entrevisté —asesinos incluidos— para saber por qué habían ocurrido. Aquella mirada del cronista veinteañero de Sangre joven en 2009 se trasladó ahora a una más atemporal. Y por eso agregué un epílogo que intenta dar una respuesta a la pregunta de por qué matan los jóvenes. Aunque es difícil encontrar los motivos, ensayé algunas hipótesis: frustraciones mal encausadas, explosiones de celos incontenibles, delirios adolescentes, relaciones enrarecidas entre amigos que no son tales. Los crímenes son momentos al límite, actos salvajes, violentos y breves. Duran unos minutos: un despliegue de fuerzas y se acabó.
Después vienen los discursos, que se apilan unos sobre otros: el discurso policial, el discurso judicial, el médico forense, el discurso político, el literario, el periodístico, el psicológico, también el autobiográfico. Adrian Raine, un psicólogo de la Universidad de Pennsylvania, pionero de la aplicación de la neurociencia en la criminología, plantea en su propio discurso una pregunta inquietante: “Si pudiera decirle, como padre, que su hijo tiene un 75 por ciento de probabilidades de convertirse en un criminal, ¿no le gustaría saberlo para tal vez poder hacer algo al respecto?”.
En los años que pasaron desde la primera edición de Sangre joven, los casos continuaron.
Los disparos de Nahir Galarza
Uno especialmente controvertido ocurrió en Gualeguaychú. Después de una noche calurosa de discusiones y sexo de reconciliación con Fernando Pastorizzo —de 20 años—, Nahir Galarza —de 19— decidió acabar ese noviazgo de cinco años que en los últimos tiempos se había convertido en una colección de agresiones. Fue en la madrugada del viernes 29 de diciembre de 2017: Nahir gatillo dos veces sobre Fernando.
Hoy ella insiste en que se trató de un accidente, en que esa noche Fernando la maltrató, le robó el arma reglamentaria 9 milímetros al padre de Nahir (un policía que la había dejado apoyada sobre la heladera), le apuntó a ella, la hostigó y luego la convenció de salir en moto por las calles de Gualeguaychú. Pero él perdió el control del manubrio, ella (que iba sentada atrás) aprovechó para quitarle el arma mientras la moto hacía una pirueta, el mundo giraba, los dos caían. “Y sentí una detonación y después otra, y fue como que la mente se apagó”, declaró ella entre lágrimas ante el tribunal, en un juicio atravesado por el debate de género. Sin embargo, el tribunal no le creyó que hubiera disparado por accidente. La condenó a prisión perpetua con la convicción de que Nahir apretó el gatillo sabiendo lo que hacía. Hoy la sentencia está apelada.
Siempre me llamó la atención el atenuante judicial de la “falta de experiencia de vida”. Algunas sentencias de los homicidios de Sangre joven lo tuvieron. Para los jueces sus condenados eran demasiado jóvenes. La figura aparece en el Código Penal y señala la poca capacidad de reflexión que puede llegar a tener una persona cuando comete un delito y el grado de madurez con el que evalúa lo que hace. Se supone que los muy jóvenes tienen menor madurez y menor experiencia. Este, sin embargo, no es un atenuante muy popular: Nahir Galarza ciertamente no lo obtuvo.
Los rugbiers asesinos
Tres años más tarde, en el verano de 2020, ocurrió otro asesinato. En el principio había diez amigos que tenían entre 18 y 20 años, y jugaban al rugby en un club. Les gustaba la vida de equipo, las fiestas con alcohol, acosar a los débiles, pelear por nada en las discotecas y desayunar al amanecer en algún local de McDonald’s repleto de chicos trasnochados, como ellos. Y se iban juntos de vacaciones a la playa, y no había motivo para cambiar de diversión. Así que una noche, en una disco de Villa Gesell, se cruzaron con un desconocido: un chico alto, con cara de buenote y un jopo de pelo grueso. Se llamaba Fernando Báez Sosa. Tenía 18 años.
Cuando Fernando se tropezó (la pista estaba llena de gente) y volcó sin querer un poco de vino sobre la camisa de uno de los rugbiers, ya fue suficiente para que ellos lo quisieran como víctima. Lo esperaron a la salida y un rato después, cuando lo vieron, lo arrinconaron contra un árbol y lo deshicieron a golpes, salpicando la madrugada con sangre. Toda la banda contra uno, sin darle chances, en una paliza de la que todo el país habló durante semanas. Dos años más tarde es el año 2022, ocho de ellos esperan que comience el juicio y se niegan a someterse a ciertas pericias psicológicas y psiquiátricas que pide la fiscalía. No quieren que, a la larga, esas pericias sirvan como base al agravante de “matar por placer”.
El discurso policial, el discurso judicial, el médico forense, el discurso político, el literario, el periodístico, el psicológico… Esta es la torre de palabras y papel que construimos como sociedad porque no sabemos qué hacer con los crímenes, que son esencialmente inexplicables y, sin embargo, ocurren. Tenemos que ponerles palabras para darle algún sentido a esa violencia y así es como vamos formando una caja continua de relatos enmarcados, uno dentro de otro. A veces, escribiendo entendemos un poco mejor el mundo que vivimos. (Y a veces no.) Pero según mi experiencia, el crimen no se agota en su relato ni en su identikit, sino que puede ser una excusa para hablar de otras cosas. ¿Qué nos dicen los homicidios sobre la cuestión generacional? ¿Qué sociedad puso en manos de M. un cuchillo y en manos de Junior una pistola? Los crímenes son una puerta de entrada a otras historias. Los crímenes son más grandes que sí mismos.
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