Cuándo hay que rechazar un vino o un plato en un restaurante y otras buenas prácticas que deberías conocer
Las autoras de "Cartas sobre la mesa", de Sudamericana, conocen como pocos los circuitos gastronómicos porteños y cuentan los secretos que conviene saber antes de sentarse a la mesa
"La buena cocina es aquella en la que las cosas saben a lo que son". La cita pertenece a Curnonsky, –cuyo verdadero nombre era Maurice Edmond Saillant y es considerado por muchos como el mejor crítico gastronómico, nacido en Francia en 1872– y figura en el arranque del libro "Cartas sobre la mesa", que acaba de publicar Sudamericana. Esa sería una buena razón, por ejemplo para rechazar un plato que nos sirven en un restaurante: que su ingrediente principal resulte irreconocible. Pero no es la única. Elisabeth Checa y María De Michelis son dos de las periodistas especializados que mejor conocen por dentro el paño de los restaurantes porteños. Su libro funciona como una guía de recorridos gastronómicos para quien se quiera adentrar en la variada carta de posibilidades que se ofrece en los barrios de Buenos Aires. Pero, no es sólo eso. También ofrece información clave que todo comensal debería conocer a la hora de sentarse a la mesa y hacer valer su derecho a ser bien atendido. En esta entrevista, De Michelis, psicóloga, periodista y ex directora de la revista El Gourmet, aporta algunos secretos.
–Cuando uno se sienta en un restaurante, ¿qué se espera de la panera, qué es lo primero que llega a la mesa?
–Algunos restaurantes porteños sirven una panera con un puñado de engendros gomosos, difíciles de masticar y de digerir, y entonces el pan nuestro de cada comida se convierte en una decepción. Otros se aggiornaron y ofrecen pan de masa madre, crujiente y de miga elástica. Riquísimo. En ciertos locales de cocina contemporánea, como Aramburu, incluyen el pan como un paso más de sus menús. Y están los que insisten con las paneras sobreactuadas. Tienen de todo. Tanto, que la sobredosis de harinas –mala palabra gracias al refinamiento al que la somete la industria y que le resta nutrientes– quita las ganas de comer. También puede suceder que los panes con demasiado carácter transformen un plato sobrio en intrascendente o mediocre.
–¿Qué servicios debería incluir el cobro del cubierto?
– Tema álgido que navega en aguas turbias. Muchos comensales se preguntan por qué les cobran una cifra que a veces puede equivaler al precio de una bebida. ¿Se cobra la mantelería? ¿La vajilla? ¿El pan? ¿Algún “extra” que justifique este plus en el precio del menú? El trasfondo del servicio de mesa es la necesidad del propietario gastronómico de poder hacer frente a determinados costos y es una libertad comercial –oportuna o no– derivada de su política de precios. La buena noticia es que desde hace un tiempo el cobro del cubierto está reglamentado. ¿Qué debe incluir? Como mínimo, 250 centímetros cúbicos de agua por comensal. Un producto de panera apto para celíacos o libre de gluten. Sal modificada, libre de sodio, como alternativa a la sal común. Pan tradicional. Y una opción de un plato apto para celíacos, de consumo seguro. Y atenti: en caso de que el restaurante pretenda cobrar el recargo sin cumplir con estos requisitos, los clientes tiene el derecho a reclamar.
–¿Cuánto es el tiempo de espera aceptable entre que se pide un plato y que éste llega a la mesa?
–Depende del lugar, de la circunstancia y del estilo del restaurante: si se trata de cocina contemporánea y el menú es de pasos, supongamos unos 18 pasos, el paréntesis podría durar entre tres y cuatro minutos para no eternizarse en el restaurante. Si el local es informal, 10 minutos de espera entre plato y plato es un lapso aceptable. Pero en realidad esto es muy relativo. Es la diferencia entre el tiempo T (el de las matemáticas) y el tiempo D (el de la subjetividad) del que hablaba Bergson. Cuando estás a gusto, con alguien que te encanta, la espera se hace más llevadera.
–La sal en la mesa se volvió una figura polémica ¿se le ha demonizado injustamente?
–La esquizofrenia de la modernidad. A la sal se la demoniza y se la gourmetiza. Tiene mala prensa, ya no hay saleros en los restaurantes porteños, y si bien esa sal en general es refinada, y como todo lo refinado, poco saludable, el mayor problema lo ofrecen los snacks y muchos de los productos procesados que compramos en el supermercado. A nadie se le ocurriría ponerle a las papas fritas hechas en casa la misma cantidad de sal que tienen las papas de paquete. Yo no como snacks y me encanta la sal marina, es más rica y tiene mayor cantidad de oligoelementos que la común. Cada vez que viajo, traigo alguna, como la de Maras, la de Guerande, la Maldon… Renuncio a los alimentos industrializados, no a la sal de la vida.
–¿Cuáles son los peores padecimientos, es decir aquello que nos hace sentir incómodos y pasarla mal en un restaurante?
–Una mesa con una pata floja. Un mozo antipático o poco conocedor de la comida que está sirviendo. Un reducto claustrofóbico, con poco espacio entre mesa y mesa. La falta de higiene del lugar. La música a todo volumen que hace hablar a los gritos o la mala acústica que transforma el aire en una bola de sonido. Imposible concentrarse en las mollejas de corazón, doradas y perfectas como las que sirve Pablo Rivero en Don Julio y en ese blend blanco que nos gusta tanto, si el ruido ambiente aturde.
–¿Cuándo deberíamos rechazar un vino?
–Cuando está oxidado (tiene aromas ajerezados). Cuando tiene corcho, el famoso bouchonné que da olor a moho. Lo peor: el avinagrado. Y si el vino no está a la temperatura correcta, hay que hacerlo saber. Un blanco que no se sirve frío es una desilusión. Mejor pedirle al mozo que lo refresque.
–¿Y un plato? ¿Existen pautas de referencia, para mandarlo de vuelta a la cocina?
–La comida caliente que llega fría. Y viceversa. El colchón de verdes sucio, con tierra a la vista, o con vida interior: gusanitos, bichitos que caminan por la lechuga como Pedro por su casa. El pescado con olor a pescado (¡sabemos que debe oler a mar!). Los riñones con gusto a amoníaco. El pollo o el cerdo crudos (son desagradables al paladar y peligrosos para la salud). El plato con aceite atrojado (típico olor a aceituna de pizza). Una comida quemada, o más salada que el salar de Uyuni. O el típico “gato por liebre”. Y la lista sigue.
–¿Cómo incide la sensación de "precio justo" en nuestra percepción del lugar?
–Cada vez se valora más la relación calidad-precio. Y el cliente que sigue esta ecuación, cuando no está planteada en términos lógicos, siente que le roban.
–¿La propina es la variable de ajuste? ¿Cómo deberíamos actuar si no nos sentimos bien atendidos?
–Hay mucha gente que toma la propina como variable de ajuste. Otros prefieren expresar verbalmente su descontento. En cualquier caso, creo que hay que hacerle saber al camarero qué es lo que falló en la comida o en el servicio. Muchas veces, si algo salió mal, se le ofrece una compensación al comensal. Un descuento. Otro plato. O no se le cobra el postre. Al restaurateur le importa que el cliente vaya a su restaurante, pero más le importa que vuelva.
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