Cuando el fin no encuentra su final
Como nunca antes en la historia de la humanidad, hoy es posible demorar la muerte. La multiplicación del conocimiento científico y de los recursos tecnológicos produjo beneficios inimaginables hasta hace pocas décadas. Sin embargo, también llegó el momento en que esa evolución crea sus propias paradojas. Morir es un suceso que se medicalizó, ya pocos lo hacen en su hogar rodeados de sus afectos. Las intervenciones médicas pueden tanto ofrecer esperanza como prolongar una interminable agonía. Resulta cada vez más difícil establecer los límites de la medicina en la era de la crispación tecnológica. El furor curandi desdibuja el horizonte racional de lo posible. Al no haber aprendido a detenerse guiada por valores existenciales que contemplen la dignidad de la vida, en ocasiones, la medicina y sus pacientes son víctimas de su propio éxito. ¿Cómo respetar la voluntad de las personas? ¿Quién define la frontera entre la vida biológica y la existencia humana?
Nuestras capacidades operativas evolucionaron mucho más rápido que nuestras habilidades para reflexionar sobre ellas. Podemos "llevar enfermos desde el borde de la muerte al borde de la vida". Suspenderlos en un limbo artificial que sostiene sus variables fisiológicas, pero sin posibilidad de ofrecerles una existencia digna ni una esperanza razonable. Las condiciones clínicas en las que muchas de estas personas sobreviven implican un estado de pérdida completa de la independencia, de la conciencia, la imposibilidad de dar o recibir afecto, o de desarrollar una vida con estándares mínimos que coincidan con los valores de los propios afectados y de sus seres queridos.
El caso de Marcelo Diez, acerca del cual se acaba de expedir la Corte Suprema de Justicia de la Nación, representa un hito fundamental. La desproporción de un recurso terapéutico no reside en la propia naturaleza de la intervención, sino en el contexto en que se aplica y en los resultados que pueden esperarse de ella. Cuando nada puede modificarse, cuando toda recuperación es biológicamente imposible, toda intervención es encarnizada y desproporcionada. La familia de Marcelo, sus abogados y una extensa red solidaria han librado una batalla por la dignidad de quien no podía reclamarla por sí mismo. Atravesaron momentos difíciles, la incomprensión, las agresiones y la ignorancia muchas veces aumentaron su dolor. El derecho a que sean respetadas las propias creencias es inalienable, pero nadie tiene derecho a imponer las suyas a los demás. Hoy un hombre ha recobrado la dignidad arrebatada. Nuestra sociedad ha dado un paso fundamental hacia el respeto por la voluntad de las personas y hacia el ejercicio de una medicina racional, humana y consciente de sus propios límites.
Médico y director de contenidos de Intramed.net
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