Esa noche no durmió bien. Estaba ansiosa, expectante. La tarde anterior su celular no había parado de sonar; periodistas de los diarios y canales más importantes querían su testimonio.
Sin salir de la cama, a las 6.30 prendió el teléfono. Tenía siete llamadas perdidas de números desconocidos y en cinco chats ya le habían compartido la tapa del diario Clarín de ese 5 de septiembre de 2019: ella, sonriendo, el flequillo con rulos tapándole la frente y la cabeza levemente inclinada. El titular decía: "Cristina Montserrat Hendrickse. Abogada trans, candidata a jueza". De ganar el concurso, sería la primera mujer transgénero en alcanzar ese cargo.
Su mujer, Liliana, dormía a su lado; Cristina no quiso despertarla tan temprano.
***
Es 1972. La familia Hendrickse vive en un departamento en Villa Urquiza. Alberto, el padre, trabaja en Entel, la telefónica, y María Celia, la madre, en una compañía de seguros. Además se ocupa de sus tres hijos. Rodolfo tiene doce años; Patricio, once y Cristian, el más chico, el que le da más dolores de cabeza, ocho. La semana pasada la citaron otra vez de la escuela. En la Casita de Tucumán que dibujó para el día de la Independencia, Cristian pintó la bandera inglesa en lugar de la argentina. Dónde se ha visto.
Lo que más le preocupa a María Celia es que Cristian quiere vestirse de nena: se pone sus bombachas, pide que le compren vestidos, se esconde bajo la mesa para pintarse las uñas. No sabe cómo explicarle que esas no son cosas de varones y que tiene que salir a jugar a la pelota con los amigos de la cuadra.
A Cristian no le gusta el fútbol y pide ir a la casa de la abuela Teresa para jugar "a las señoras" con su prima. Ahí tiene una aliada. "¿Los tacos? Sí, usalos. ¿Abanicos? También. ¿Pintarte las uñas? Bueno, pero cuando llega el abuelo o mamá limpiamos el esmalte". La abuela Teresa entiende. Mamá no.
De los cuatro a los once años de Cristian, la madre ensaya distintas estrategias:
—Sacate esos tacos, haceme el favor.
—¿No ves que los varones no se maquillan?
—¿Sabés lo que te va a pasar si te compro ese vestido, no? Si te ve la policía te mete preso. Y olvidate de tus hermanos, no te van a querer más. Tu papá tampoco, te aviso.
Pero hubo una última vez y fue en sexto grado. Cristian insistió tanto que su madre le compró unos zapatos que, aun siendo de hombre, tenían un poco de taco. Eran de cuero negro, con un leve brillo, y terminaban en punta.
Llegó contento y orgulloso al colegio. Como se formaba por altura encaró directo al fondo de la fila; los tacos le aseguraban la última posición. También la deshonra, la humillación, el desdén: nadie le habló ese día. Nadie se le acercó.
"Mi vieja debe haber pensado: ‘¿Los querés? Tomá, date la cabeza contra la pared’".
La estrategia surtió efecto. Cristian salió llorando del colegio y nunca más quiso ponerse ropa de nena. María Celia quizás haya sentido algo de culpa: ya tenía dos varones y había deseado una hija mujer durante su tercer embarazo. Tanto que con su marido ni se detuvieron a pensar un nombre de varón; en sus primeros diez días de vida, Cristian fue "el sin nombre".
Cuando terminó el primario, lo mandaron al Liceo Militar General San Martín. Cristian era desafiante con las autoridades y bastante contestatario para su edad. "Hendrickse, no ponga su inteligencia al servicio del mal", le dijo el director de la primaria en el acto de colación de séptimo grado. Era 1976 –el año en que comenzó el mal mayor, la dictadura– y sus padres creyeron que en el liceo les daría menos disgustos. No se equivocaron.
En cinco años Cristian Carlos Eduardo Hendrickse se convirtió en subteniente de reserva y cuando terminó la secundaria, en 1981, entró en la Escuela Naval. La vida del Liceo le gustaba. Pero después de tres años decidió abandonar la Marina y estudiar Derecho. Cristian ya tenía 21 años e imaginaba una vida de abogado laboral.
En la adolescencia Cristian tuvo varias novias. Era mandado, canchero y siempre tenía una historia para contar. De sus noviazgos, la que más lo marcó fue Adriana Bouzada: un amor muy pasional, de los 18 a los 20. Después conoció a Mariana, con quien convivió más de diez; en 1998 tuvieron una hija, Érika, y cuando la relación se terminó, en plena crisis de 2001, Cristian decidió irse a la Patagonia. Su primer destino fue El Hoyo, a 10 kilómetros de El Bolsón.
Fueron años duros; tiempos de conseguir trabajo, buscar clientes. Uno de los primeros fue la mamá de un paisano asesinado en la comisaría del pueblo. En una estrategia junto con otros colegas, documentaron 32 irregularidades en comisarías de la zona: 28 fueron confirmadas por el organismo interventor, la Regional Latinoamericana de Derechos Humanos.
***
Como casi todas las mañanas del año, esta mañana de 2005 es fría en Loncopué. En este pueblo neuquino de 5.000 habitantes, a 300 kilómetros de la capital neuquina, vive Liliana Troncoso, una mujer menuda, de pelo largo castaño oscuro, ojos claros redondos y una suavidad en la voz como un río que corre lejano. Liliana es maestra, tiene dos hijos y está separada del papá de los chicos, que no quiere pasarle la cuota de alimentos. Por eso va a entrevistarse con el Dr. Hendrickse.
Llega preocupada a la reunión, pero la seguridad que siente al escuchar a Cristian y los pocos chistes que él le cuenta para hacer más llevadera la reunión la tranquilizan. A primera vista le parece un tipo pintón y divertido; lo último que se imagina es que tres años después formará una familia con él.
Al poco tiempo comienzan una relación intensa pero corta, de abril a agosto. Cristian se va a vivir a Chile por trabajo. Durante dos años él intenta mantenerse cerca, aunque sea mediante cartas. Por primera vez se enamoró de una mujer que lo apacigua. Con Liliana siente un sosiego nunca antes experimentado; una forma de quererse calma, sincera, sin exabruptos.
Cuando en la Navidad de 2006 vuelve de Chile, lo primero que hace es llamarla. Liliana lo invita a pasar la Nochebuena con ella y sus hijos. A los pocos meses viven juntos y en 2008 nace Abril, la hija de ambos. La familia ensamblada se establece en Loncopué.
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Esa mujer le marcó el camino: por acá no van los varones. Le dijo muchas veces no: "Sacate esa pollera, no te podés maquillar, los nenes no usan bombacha". Esa mujer, Celia María, su madre, murió en diciembre 2007 y un tiempo después Cristian comenzó a recordar. Fue mientras ordenaba las cosas de su mamá ya fallecida, guardando la ropa, vaciando la casa.
"De repente se me vinieron recuerdos como relámpagos", cuenta hoy, en el mismo departamento donde todo comenzó. Los pañuelos en la cintura a modo de falda. Jugar a tomar el té. Las uñas pintadas. Los tacos de la abuela. Con la muerte de su madre se produjo un corte en la vida de Cristian. De los recuerdos placenteros pasó a los traumáticos. Los gritos, los castigos, los zamarreos. El cinismo de llevarlo aquel día a mirar vidrieras y advertirle que, si le compraba aquel vestido, nadie más lo querría. Ni siquiera ella. ¿Quién está dispuesto a perder el amor de su mamá a los diez años?
"Me decía cosas terribles para quitarme la idea de la cabeza. Fue su estrategia para cuidarme. Tener un hijo trava en los 70 no era cosa de todos los días", recuerda. Con la muerte de Celia María, algo empezó a aflorar en Cristian. Algo parecido a la liberación, al deseo. A la identidad.
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El Dr. Hendrickse no es muy alto pero camina erguido, tiene voz grave y siempre está bien afeitado. Usa trajes oscuros cuando va a los Tribunales de Zapala, la ciudad más cercana a Loncopué, o pantalón de vestir, camisa y suéter escote en V, si atiende consultas en el pueblo. Tiene ojos marrones algo achinados y sonrisa de actor de cine. Es irónico, locuaz, pragmático; un estratega del derecho que lleva causas rechazadas por otros colegas.
En Loncopué, en 2007, defender a vecinos y mapuches en juicios contra multinacionales no es lo más redituable, y las posibilidades de perder son altas. Pero Hendrickse ya tiene un historial en lo que otros consideran causas perdidas.
Allí intentó establecerse Golden Peaks, empresa canadiense dispuesta a extraer oro 24 horas, siete días a la semana, con la promesa de generar puestos de trabajo. Los pobladores ya veían con desconfianza las máquinas trabajando constantemente y las luces encendidas en los cerros. Pero las explosiones en la noche encendieron la alarma y los vecinos empezaron a preguntar.
Los más diversos perfiles se aglutinaron en la Asamblea de Vecinos Autoconvocados (AVAL): empleados públicos, gremios, iglesia, productores agropecuarios, docentes, políticos oficialistas y opositores comenzaron acciones de protesta. Los reclamos pasaron de la calle a los Tribunales. El abogado Cristian Hendrickse, que ya participaba activamente en la asamblea y se había especializado en Derecho Ambiental en la UBA, se ofreció para representar a AVAL. Mediante un recurso de amparo logró impedir que Golden Peaks permaneciera en la zona, pero, lejos de festejar, los pobladores entendieron que la lucha recién comenzaba.
Un año después, en 2008, la minera china Metallurgical Construction Corporation (MCC) quiso explotar el cerro Tres Puntas, rico en cobre, sin tener en cuenta que la mina estaba en tierras de la comunidad mapuche Mellao Morales y que la Constitución Nacional, en su artículo 75, inciso 17, establece que los territorios indígenas son enajenables. Para la mayoría, no había perspectiva de puestos de trabajo que compensara el deterioro de las condiciones ambientales en las que vivirían de ahora en más.
"Dicen que el que quiere celeste que le cueste, y yo les pregunto: ¿queremos ver flamear el celeste y blanco de nuestra bandera o el rojo de la bandera china?". Así arengó Cristian Hendrickse, megáfono en mano, a las dos mil personas que participaron del primer corte de ruta para suspender la audiencia pública en la que se trataría la concesión de tierras. Entre recursos de amparo, resistencia civil, cortes sostenidos durante nueve días y una estrategia judicial estudiada, el Doctor –como lo llamaban todos en Loncopué–, apoyado por AVAL, obtuvo su segunda victoria judicial contra intereses corporativos y del gobierno provincial del Movimiento Popular Neuquino.
Era septiembre de 2008 y Cristian Hendrickse se había convertido en el líder inesperado del movimiento antiminero.
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‘Los recuerdos y la sensación de ser feliz en la casa de mi abuela empezaron a ser más recurrentes. Y pronto quise volver a experimentar eso que me hacía tan bien", reconstruye sobre esos tres años decisivos, de 2010 a 2012.
El mismo año en que se sanciona la Ley de Identidad de Género, 2012, la familia se muda de Loncopué a Zapala, 100 kilómetros al sur en la provincia de Neuquén. Allí, durante la siesta, mientras sus hijas estaban en la escuela y Lili, trabajando, Cristian empezó su transición sin entender bien qué hacía: un día se limó las uñas. Meses después quiso maquillarse; no sabía cómo hacerlo así que buscó videos en YouTube. Se depiló el vello de los brazos.
Como en Cenicienta, pero a las cuatro de la tarde, el hechizo terminaba y Cristian debía abandonar su deseo. Había que retirar a las nenas del colegio, atender clientes, hacer las compras para la cena. A esa altura guardaba en la notebook carpetas con archivos bajados de YouTube separados por tema: maquillaje, vestimenta, tips para disimular los hombros.
Tres años más tarde, cuando ya había estudiado qué era esto de la identidad de género, cuando en la tele mostraban cada vez más casos de personas trans y, sobre todo, cuando había recuperado cierta felicidad en sus recuerdos, tuvo una idea reveladora; la próxima vez que viajara a Buenos Aires para visitar a su hija mayor se probaría ropa de mujer.
Mientras en Zapala la gente dormía la siesta, Cristian paría a la mujer que siempre había querido ser. Estaba fascinado por sus descubrimientos, por entender, finalmente, lo que sentía. A la vez, una angustia inconmensurable crecía junto a su transformación. ¿Qué pasaría con Liliana? Entre todas las incertidumbres, Cristian tenía una certeza: su amor por ella no había cambiado.
La ropa, el maquillaje, las chatitas primero y los zapatos con taco después, las medias de lycra, ese saquito negro tan delicado y los aros rosas. Todo fue comprado por MercadoLibre, con tarjeta, en cuotas. Desde su casa en el sur, el Dr. Cristian Hendrickse seleccionaba: "Retirar en el domicilio del vendedor, Buenos Aires". Comprar, clic.
***
Cristian nunca quiso poner en alquiler el departamento de tres ambientes en Buenos Aires. Vivía ahí cuando se fue al sur en 2001 y ahí regresa cada tres o cuatro meses para visitar a su hija Érika, que ya tiene 17 años. También aprovecha el viaje para consultar el avance de algunas causas que tramita en los Tribunales porteños.
Es octubre de 2016, la noche es cálida y Cristian acomoda suavemente la ropa sobre la cama de dos plazas. Repasa: pollera y medias, ok. Blusa, ok. Zapatos, ok. Lápiz labial, base, corrector de ojeras, máscara de pestañas, ok.
Mientras cena mira YouTube. Busca tutoriales que ya conoce de memoria: cómo maquillarse, cómo mover las manos, cómo hablar en público. Practica, posa, camina de un extremo al otro del pasillo angosto que comunica el living con las habitaciones. Acomoda un espejo sobre la mesa, prueba: primero el corrector, después la base. Todavía no usa bien la sombra sobre los párpados. No quiere llamar la atención; ya es suficiente con sus rulos, su metro setenta y la espalda maciza algo encorvada.
Lo último es el lápiz labial. Eligió uno rosa, bien suave. Lo desenrosca y traza la línea de sus labios en un movimiento que termina cuando los aprieta suavemente para confirmar que el trazo rosado quedó armónico, preciso en sus bordes.
Se quita el traje, la camisa, afloja la corbata y hace algo que no hacía desde chico: se viste de mujer.
Espera a que sea bien tarde, doce de la noche, doce y media. Que todos en el edificio estén durmiendo. Baja las escaleras en puntas de pie con los zapatos en la mano. Abre la puerta que da a la avenida Triunvirato, se pone las chatitas y empieza a caminar. Solo en la noche. Sola.
Una vez. Dos veces. Tres veces. Las salidas nocturnas se transforman en un entrenamiento: mirarse en las vidrieras, medir los movimientos, ganar confianza, perder el miedo.
***
Marzo 2016: Cristian viaja a Buenos Aires y vuelve a Zapala con un collar y un dije de mariposa.
Junio 2016: Cristian viaja a Buenos Aires y vuelve a Zapala con jeans ajustados.
Septiembre 2016: Cristian viaja a Buenos Aires y vuelve a Zapala con las piernas depiladas.
Para noviembre de ese año ya le había crecido el pelo, se limaba y ponía brillo en las uñas y si le preguntaban qué hacía con ese collar con mariposas él hablaba de la transformación, la metamorfosis. De a poco, cambiaba su manera de vestirse: pantalones elastizados, calzas, remeras de tonos claros. Cada paso fue parte de una estrategia; al final, eso hacen los buenos abogados, mover una pieza, esperar la reacción y avanzar.
"Iba estudiando la situación. Si Lili se ponía muy dura, tenía pensado un camino de regreso. Me decía: ‘Si me reprimí 50 años, por ella puedo reprimirme 50 más’".
Liliana no hablaba con nadie de las "cosas raras" que veía en su marido. Además del cambio en el modo de vestirse y los agujeritos en las orejas, le inquietaban los recurrentes viajes a Buenos Aires; nunca habían sido tan seguidos. Estaba segura de que tenía una amante pero no se animaba a preguntar. Cristian se sentía en falta: "Sí, la estaba engañando con una mujer. Conmigo", admite hoy.
Se casaron en 2016, plena transición. Liliana le había contado que su sueño era casarse con vestido blanco en la iglesia de Loncopué y Cristian le propuso casamiento. Fue de noche, en el auto, durante un largo viaje de regreso de las vacaciones, con las nenas durmiendo en el asiento de atrás, y la intimidad y el silencio de la ruta. "¿Y si nos casamos este año?" dice que le dijo. Y confiesa: "Quería cumplirle el sueño por si después se iba todo a la mierda".
En las fotos de aquel día todos sonríen: amigos, parientes, vecinos, las hijas, Lili. Sonríen hasta los mariachis que Cristian contrató de sorpresa para la salida de la iglesia. Nadie sabía que tres meses después el tenso equilibrio de aquella familia se rompería.
"Él empezó a cambiar. Me fue dando pistas que yo no quería ver. Hasta que mi hija mayor me dijo: ‘Un día va a entrar con una pollera y vos no te vas a dar ni cuenta’". Liliana habla pausado, tiene un timbre de voz muy bajo y rara vez mira a los ojos. En el departamento de tres ambientes, el mismo donde transicionó Cristian, el mismo donde Cristina ahora pide mantel, platos y cubiertos para comer un budín, Liliana se entusiasma con los recuerdos, aun con los más dolorosos. A ambas les gusta narrar su historia.
"Cuando la más grande me dijo eso me cayeron todas las fichas juntas. Empecé a observarlo más y se me vino el mundo abajo. Pensé: ‘Si él va a ser mujer, le van a gustar los hombres y mi pareja se termina’", cuenta Liliana, que ahí sí se angustió mucho y pidió explicaciones a su marido.
Fue el momento del "tenemos que hablar". La charla sucedió adentro del auto para que sus hijas no escucharan. Casi tres horas: Cristian le explicó lo que le pasaba, lo que sentía, lo que había leído sobre identidad de género. Le contó sus recuerdos de chico y le dijo lo único que Liliana necesitaba escuchar: que la seguía amando, que nada cambiaba entre ellos. Que él solo quería verse mujer, tener una apariencia física femenina; nada raro, nada perverso, nada fetichista. "Ser una mujer, como mi mamá, como mi abuela", le dijo.
A fines de 2016 empezaron terapia. Primero fueron a una psicóloga que reconoció no estar capacitada para atender su caso y los derivó con un psiquiatra. En la primera visita, el Dr. Lorenzo les dijo: "Yo sé un 25% sobre el tema, pero me pondré a estudiar para ayudarlos".
La pareja transitó un duelo singular y Liliana lo explica con la serenidad de quien conoce el final de la historia: "Muere Cristian y nace Cristina. Yo tenía tristeza por la muerte de él como varón y no sabía cómo sería ni qué me pasaría a mí con Cristina. Y sobre todo ¿cómo se lo diríamos a las nenas?".
Liliana y Cristian consultaron con el terapeuta, pensaron distintas maneras de decirlo. "Vengan, chicas, tenemos que hablar un ratito o ¿Apagamos la tele que mamá y papá quieren hablar con ustedes?" Finalmente, una noche de agosto de 2017, nada de lo ensayado sirvió porque la charla se dio de manera natural en una sobremesa. Abril, que tenía ocho años, no lo recuerda como traumático: "Lo tomé bien, feliz. Era fácil de entender, antes era hombre y ahora iba a ser mujer, listo".
Para Ailín, de diez, no fue tan sencillo: "Nos explicaron un montón de cosas sobre la identidad que yo no entendía porque hasta ese momento sabía que existía la gente gay y lesbiana, nada más. No me gustan los cambios repentinos, ¡y menos en mi papá!". Lilín, como le dicen en casa, pensaba en qué dirían sus amigos y amigas del colegio. Tímida como es, ya no pasaría inadvertida: tener una mamá travesti no es de lo más común en un pueblo de 35.000 habitantes.
La charla con la mayor, Ailén, de 16 años, fue más fácil. Cuando Lili se lo contó, Ailén dijo: "Mientras él o ella sea feliz, que haga lo que quiera".
Una vez que hablaron con las hijas la familia estaba lista para el próximo paso: irse de Zapala, un consejo que les dio el psiquiatra y que, aún hoy, agradecen. Además, a este departamento en Buenos Aires venían en las vacaciones de invierno, para las fiestas, fines de semana largos. Incluso tenían pensado establecerse cuando la mayor terminase el secundario. Habían decidido acompañarla en sus primeros años como estudiante de Medicina, no querían dejarla sola en la ciudad.
Pero algo adelantó los planes. Alguien. Una mujer: Cristina Montserrat Hendrickse.
***
La estrategia venía funcionando bien. Cristina avanzaba, Cristian retrocedía.
Después de unas diez salidas nocturnas, en 2017 se animó a hacerlo de día. Otra vez fue en el barrio, el territorio conocido. Salió a hacer unas compras. "Nadie me dijo nada malo y me trataron de señora. Era el momento". A partir de entonces, al menos en Buenos Aires, Cristian no se escondió más; decidió llamarse Cristina Montserrat y empezar los trámites para obtener su nuevo DNI.
La Ley de Identidad de Género 26.743, sancionada en 2012, es pionera a nivel mundial. Entre otros derechos para las personas trans, establece que "a su solo requerimiento, el nombre de pila adoptado deberá ser utilizado para la citación, registro, legajo, llamado y cualquier otra gestión, tanto en los ámbitos públicos como privados". Es decir, no hace falta acreditar identidad con DNI para que a cada persona se la nombre como esa persona quiera.
"Fueron años de tránsito y, cuando decidí hacerme el nuevo documento, de segundo nombre me puse Montserrat por la Virgen de Cataluña, una de las pocas vírgenes negras", explica. La leyenda cuenta que Montserrat estuvo escondida durante años en una cueva y, cuando salió, cantó durante siete días. "¿No es hermoso? –pregunta sin esperar respuesta–. Alguien distinto que se encierra y cuando siente que están dadas las condiciones para salir, se hace visible. Y, como si fuera poco, canta".
El día que recibió su nuevo DNI sintió que era el momento para contarle todo a su hija mayor, pero antes le mandó una foto del documento a Liliana por WhatsApp ("¡Qué linda que saliste!", le dijo Lili). "Hacer el trámite de rectificación de la partida de nacimiento es un momento muy especial. Sentís la alegría de ser vos, de nacer de nuevo, pero de un modo completo".
***
Estoy en Buenos Aires, quiero verte. Érika Hendrickse tenía 18 años cuando recibió aquel llamado de su papá en el otoño de 2017. Se citaron en una pizzería en Corrientes y Ángel Gallardo. Llegó unos minutos antes, había notado algo extraño en la voz de su padre. Se sentó en una mesa lejos de la entrada, de frente a la puerta que ahora se abre y por la cual ve entrar a una mujer. Érika piensa:
"Conozco esos ojos, pero el pelo está más largo…
Es un hombre maquillado.
No, es una mujer.
¡Es mi papá!
Tiene aros, usa pollera.
¿Qué está pasando?
¿Esto está sucediendo realmente?"
Su padre se acerca. Un metro, dos pasos, un beso; el último de padre e hija. A partir de hoy Cristian, su papá, será Cristina, su madre. Ese día le había llegado el DNI con el nuevo nombre y Cristina estaba exultante. Se lo mostró a Érika mientras le contaba lo que venía sintiendo hace años. Su hija se separó unos metros de la mesa y le dijo: "Dame un abrazo". Después se sacaron una selfie.
Foto: dos mujeres que, sonriendo, inmortalizan el momento. Cristina tiene el lápiz labial apenas corrido, Érika, pelo corto, ojos claros y ni un gramo de maquillaje, mira a la cámara con una expresión serena a pesar del tsunami de sensaciones.
***
A Cristina le gustaría conservar las amistades de toda la vida, pero no todos aceptan su decisión. Cuando contó su cambio de género en el grupo de WhatsApp de ex alumnos del Liceo Militar, la mayoría abandonó el grupo y armaron otro sin ella. El mensaje era escueto, como el mail que mandó a casi todos sus contactos:
"Asunto: Novedades
Estimados. Espero que anden todos bien. Les informo que cambié de género y ya no me llamo Cristian Hendrickse, sino Cristina Montserrat Hendrickse".
Uno de los compañeros de secundaria de Cristina es Juan Antonio Lázara, licenciado en Filosofía, profesor de Historia del Arte. Un hombre conservador y ultracatólico que anticipa por mensaje: "No va a servir de mucho lo que tengo para decir de Cristian porque no estoy de acuerdo con lo que está haciendo". Sin embargo, durante la charla cara a cara solo tiene halagos para Cristina: "Es una de las personas más honestas, cultas y eruditas que conozco. Y como abogado, es de los mejores".
"Lo que está haciendo Cristian", así reduce Juan Antonio la identidad de género de su amiga. Términos como cisgénero –es cis quien se autopercibe con el género asignado al nacer– y transgénero –quien se percibe con otro género del asignado, como Cristina– son desconocidos para él y la mayoría de sus amigos de entonces. Juan Antonio dice: "Le digo gay trucho, porque no se acuesta con hombres. ¡Qué vivo es! La parte más fea, que te agarre un tipo por atrás, no la hace".
Desde Mendoza, Adriana Bouzada, aquella novia de la juventud, responde con audios de WhatsApp. "Cuando me enteré le dije que piense en el daño psicológico que podía ocasionarles a sus hijas. Lo respeto pero no me es fácil aceptar su decisión. Si bien charlamos muchísimo por teléfono, nunca lo vi cara a cara y no sé si me atrevería. Pensarás que tengo problemas por pensar así, ¿no?" Adriana no espera respuesta: "Ah, otra cosita: Yo lo llamo Cristian. Soy la única a la que le permite llamarlo con su nombre masculino".
Gustavo Guzza conoce a Cristian desde los tres años. "Los dos éramos muy quilomberos", cuenta mientras atiende la ferretería más famosa de Devoto. "Le digo Cristian, Cristina, Negro, Negra, no sé, me confundo. Cada tanto le pregunto: ‘¿Siempre vestido de nenita tenés que venir?’ Y ella se caga de la risa".
"La quiero, la respeto, es mi amiga. ¿Es feliz, su familia también? ¿Qué tenemos que opinar?", pregunta Pablo Piñeiro, otro de sus mejores amigos. Cuenta que hace unos meses se juntaron a cenar con ex compañeros del liceo, con los pocos que sí la aceptan. Lo primero que le preguntaron era cómo funcionaba la pareja en la intimidad. De eso hablan todos los entrevistados. La sexualidad que escapa a lo conocido les produce curiosidad. Quieren saber qué hacen en la cama. Cristina y Liliana no tienen pruritos en responder: "Tenemos la vida sexual de cualquier pareja. ¿Por qué les importan tanto los detalles?".
Todos los amigos, e incluso algunos familiares, se enteraron por WhatsApp, redes sociales o correo electrónico que ese hombre había cambiado de género. Y a todos los tomó por sorpresa; ninguno notó jamás rasgos femenino en él. Por el contrario, coinciden en que era mujeriego, "un tipo bien macho", dice y ríe Gustavo. La mejor descripción la hace Liliana, su mujer: "Tenía la voz grave, era de lo más caballero. ¿Viste esos tipos que piden la camisa bien planchada, usan perfume fuerte y siempre van bien afeitados?".
"Contame las aventuras de Montse", le pedía Liliana por la noche, cuando hablaban horas por teléfono como novios, o novias, al principio de una relación. Una en Zapala, la otra en Buenos Aires. Una vez disipada la incertidumbre de no saber cómo se reacomodaría la pareja, Liliana se divertía con las anécdotas: "Perdía a un marido, pero ganaba a una compañera".
Era abril de 2017 y Cristina, o Montse –como la llaman Lili y las hijas–, se sintió, por primera vez en años, completamente feliz.
***
Las hormonas ayudan a diferenciar a las personas según su sexo biológico: los varones tienen más testosterona y las mujeres más estrógenos. La mayoría de las personas trans recurren a terapias de hormonización para que su cuerpo se adecúe a su identidad de género. Si bien no hay edad para el tratamiento, iniciarlo después de los 40 implica avanzar más lento. Como mujer trans, Cristina toma estrógenos –más mujer– y antiandrógenos para bloquear la testosterona –menos hombre–. En los primeros tres meses, ya se ven cambios: las tetas crecen, la piel se vuelve más suave, el pelo tiene más brillo, el vello corporal tiende a desaparecer y disminuyen las erecciones y la producción de semen. Pero hay un aspecto que ni la química puede revertir del todo: la voz. Cristina habla pausado y muy bajito y ese recurso la vuelve sofisticada, pero a medida que la confianza avanza no hay modo de disimular la ronquera y la gravedad.
Como abogada no quiere quedar encasillada como defensora del colectivo LGTBI. Por eso se postuló para el cargo de jueza de Familia en Chos Malal, Neuquén. La selección es por etapas. En septiembre se supo la orden de mérito según antecedentes: de diez aspirantes –seis mujeres, dos varones, una mujer trans–, Cristina quedó segunda. A mediados de octubre rindió exámenes escrito, oral y le tomaron un psicofísico. Este mes serán las entrevistas personales y, con el resultado, el Concejo de la Magistratura provincial presentará la terna de candidatos a la Legislatura, que determinará quién será titular del juzgado. La decisión se sabrá en febrero o marzo de 2020.
"Quiero ser jueza para demostrar que las personas trans somos iguales al resto y podemos ocupar cualquier cargo: maestras, plomeras, juezas", dice Cristina.
¿Creés que tenés chances de ganar?
No. Creo que la sociedad no está lista para tener una jueza trans en un juzgado de familia. Tendría que definir con quién se queda un hijo luego de un divorcio, si se le da la adopción o no de un chiquito a una pareja. ¿Pensás que van a dejar esas decisiones en manos de una trava?.
Por India Molina
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