Aquí el silencio se apila en los rincones. Se acumula con los días. Con los más de 150 días. En la sala, enorme, vacía, donde una mujer hermosa y lánguida pintada por la española Remedios Varo da de comer a la Luna papilla de estrellas, el silencio crece. No se mide en kilos, pero si pudiera ya serían toneladas. El tiempo también. Tendría el mismo peso. Y si bien sí que puede medirse, Del Rosario Ayala decidió dejar de hacerlo. Para aguantar.
"Me saqué el reloj", dice sentado en una de las mesas blancas del Museo de Arte Latinoamericano (Malba), donde trabaja como jefe del equipo de seguridad hace más de seis años.
Desde que el 11 de marzo las autoridades decidieron cerrar el ingreso al público, incluso antes de que el Gobierno decretara el aislamiento obligatorio por la pandemia de coronavirus,Ayala es una de las pocas personas que va a trabajar como antes, en el mismo horario, para cumplir con las mismas funciones. Pero nada se parece. El brote cambió la dinámica porteña y especialmente la de sus espacios más concurridos, los primeros en suspender actividades debido al riesgo que generan los amontonamientos y los contagios. Y eso lo afectó. Antes Ayala miraba tres veces por día su reloj de pulsera, a las 9, a las 13 y a las 17, durante las doce horas de su turno y ahora, en las últimas semanas, lo hacía tanto, lo chequeaba tanto, le generaba tanta ansiedad que se lo quitó. De la muñeca y de la cabeza.
Es que mientras todo el personal fue enviado a sus casas para trabajar desde allí en las diferentes actividades que se ofrecen de forma virtual, como las conversaciones de literatura, el archivo de conferencias, los estrenos de cine argentino, las proyecciones de cine francés contemporáneo, él va y es testigo del silencio que se vive en uno de los edificios de la Ciudad que más visitantes recibía por día. De 4000 personas a cero, en el abrir y cerrar de una puerta.
"El 11 de marzo se cortó el ingreso. Habíamos enviado un protocolo sobre medidas sanitarias pero entre las 13.30 y las 14 se cerró. Teníamos mucha gente esperando, hacía seis días que habíamos inaugurado la muestra de Remedios Varo. El hall estaba lleno y había fila afuera. Lo más difícil fue eso, cerrar la puerta y avisar a los que querían ingresar. Tuve que hacerlo yo y me dijeron de todo...La fila llegaba hasta la esquina. Creo que eran 200 personas".
Ayala, 50 años recién cumplidos, el pelo oscuro y parejo como el traje que luce, habla y señala y apunta al vacío. El vacío de la calle. Si bien hoy el panorama es distinto al de marzo, al del comienzo del confinamiento, recuerda esas primeras semanas en que parecía que el día no comenzaba y en las que,a través de la pared de vidrio inmensa del museo, las 7 de la mañana eran similares a las 3 de la tarde. Horas sin gente. Sin perros. Sin autos. El tiempo ahí, estancado. En los rincones. "Veníamos de una rutina muy presionada, gente por todos lados, y de golpe, muy de golpe, nada. Un desierto. Un 80 por ciento menos de tránsito. Y el museo que es un bullicio constante ahora es un espacio en que todo retumba".
Su rutina implica hacer el recorrido por las instalaciones del lugar, que le lleva 50 minutos, controlar las puertas de acceso, el equipamiento de los trabajadores de seguridad, chequear la temperatura, la humedad que necesitan las obras, hacer su relevo e instalarse en la oficina. En un día como los de antes, se apresuraría para terminar las tareas administrativas, la organización de los francos, para estar listo justo a las 12, horario de apertura. En esta normalidad su estadía en la oficina, en el subsuelo, puede estirarse sin problemas. Él mismo la estira. Después solo resta esperar.
"Así y acá mi trabajo es mirar. El tema es ahora qué miro. Por eso me guardo cosas para hacer. No tengo apuro. Hago lo mismo pero sin presión, sin pensar que puede pasar algo. Esa es la única ventaja. Las cosas que debíamos controlar ya no están. Yo debía anotar todo lo que pasaba, en detalle, en un cuaderno. Antes me llevaba seis carillas hacerlo. Ahora dos. Siempre lo mismo. Por eso el tiempo cuesta. Los días se alargan y llega un momento en que te aburrís. Subo, camino, miro, pienso. Cuesta. Me afecta el ánimo. La soledad cansa".
Un viaje por el cielo sin ruido
El planetarioGalileo Galilei no puede hablar. Ni escuchar. Es un edificio histórico diseñado por el arquitecto argentino Enrique Jan y sin embargo cuando habla de él, cuando lo menciona, Verónica Espino lo anima. Le da vida. Dice que lo extraña, que lo extraña a él. Como a sus compañeros. Como si fuera uno más.
"Las paredes también deben extrañar. En las vacaciones de invierno del año pasado tuvimos 60.000 visitas en dos semanas. Este año vine y fue raro", dice a LA NACION la gerente operativa del lugar, a unos pasos de Galibot, el robot de piernas altas y brazos largos y ojos cuadrados que daba la bienvenida con su tono de voz cordial y que ahora está apagado, desde hace meses. Verónica recuerda que cuando pasaba mucho tiempo en silencio se activaba solo y preguntaba si había alguien cerca y ahora explica que no volvió a prenderse desde marzo. Desde ese último día en que el planetario se cerró y suspendió un flujo que llega hasta 460.000 personas por año, todos los días, de 9 a 23. A veces más.
"Este es un espacio que nunca está en silencio. Yo trabajo en el subsuelo, allí tengo mi oficina, y me acostumbré al ruido, a los chicos, a sus pasos, a sus subidas por la escalera, a las exclamaciones que hacen cada vez que ven el museo... El planetario es todo eso, todo ese ruido. Es raro estar acá y así", declara y se mofa un poco de la oportunidad, de la libertad de la oportunidad. Antes para dar una entrevista necesitaba chequear horarios para asegurarse de que la charla suceda en medio de una función para tener unos minutos a solas y en silencio. Hoy no hace falta.
En el centro del edificio, la sala está igual. En negro. Un negro agudo que parece, también, espacial. Como en las funciones. Este edificio, inaugurado en 1956, ofrecía cinco shows en los que entraban 250 visitantes por función, que disfrutaban, en silencio, en otro silencio, el viaje por el cielo y las estrellas y los planetas. Verónica, el cabello suelto, los ojos claros y la mitad del rostro oculta bajo el tapabocas, cuenta que sí, que hay un silencio inmenso cuando la función está a punto de comenzar, pero luego admite que la interacción en vivo en enorme. "Los chicos preguntan y en la oscuridad se animan a hablar. Esta es una salida muy requerida, la inscripción se abre en marzo y a los 15 días se ocupa el semestre".
Como depende del Ministerio de Educación, unos días antes de decretarse el cierre, en medio de los rumores, Verónica y el equipo se pusieron a pensar en cómo seguir. "La primera acción fue producir contenido para los chicos en las casas y para los docentes. Después empezamos a hacer videos en 360 grados, podcasts, listas de música, y todo se convirtió en recurso para mucha gente. Incluso de otros países".
Fue un engranaje. Como de átomos. Cada uno desde su casa. Los más de 60 empleados. Menos Verónica, la única que va al edificio al menos dos veces por semana, porque precisa hacerlo, para llevarse cosas y seguir trabajando. A metros de su oficina, en el subsuelo, el silencio es el mismo. El planetario no tiene paredes. Es un gran espacio abierto. "Es un edificio que siempre fue y será futurista. Y es un lugar muy emotivo. Yo estoy hace más de tres años y lo extraño, extraño la sala. Todos lo hacemos. Todos queremos mucho este lugar".
Como un escenario vacío
Daniel Peña parece el director de una obra de teatro a punta de montarse. Vestido de bordó, el pelo en un pequeño jopo, 41 años y apenas canas, señala con su voz, como si estuviera en medio de un escenario vacío, todo lo que debería estar. Todo lo que ahora no se ve pero que tendría que verse. Dice cosas como "acá habría dos personas", "acá se tendría que ver más movimiento", "este debería ser un momento de charla". Pero Daniel no es dramaturgo. Es el encargado de seguridad en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, aunque cuando habla un poco reconstruye. Intenta mostrar con palabras lo que pasaba hace unos meses.
"Ahora estoy solo, si no en este espacio seríamos tres. Hoy llegué e hice la ronda de control y no me quedé hablando con ninguno de mis compañeros. Antes lo habría hecho. Pero ahora el protocolo es otro. Estoy en mi oficina, que queda al fondo de la entrada por la calle Agüero. Frente a las cámaras de seguridad, que son 16 y que en un día de los antes estarían llenas. Hoy todo está vacío".
En febrero, como desde 2007, Daniel entraba a trabajar a las 6 de la mañana y se quedaba hasta las 18. Pero su horario ahora es más corto, de ocho horas, porque no hace falta más. En febrero recibía a más de 3000 personas por día. Entre trabajadores, asistentes a talleres y público. Hoy recibe mails. Con suerte uno por día. Así se entera si un proveedor hará una entrega y si algún empleado se va a acercar para retirar lo que precisa, para seguir con las actividades inauguradas desde casa, como un concurso de fotografía, el "diario de la peste" que llevan adelante escritores o el ciclo "Vinílico" en YouTube. En febrero en una hora, en esa primera hora, coordinaba la apertura de las 7, controlaba los pisos, los puestos de atención al público. Ahora ese procedimiento está cancelado. Hace meses los imprevistos podían ser un problema, una persona que quería entrar pese a no tener DNI, una persona que usaba mal las instalaciones de las salas, hoy todo siempre está programado. Como en una obra. A sala vacía.
"Somos 35 vigiladores, nos distribuimos en tres turnos, cubrimos el perímetro del edificio y el Museo del libro. Cada hora y media se hace un rondín por el predio, que tiene cerca de 45.000 metros cuadrados. Ya no recorro todos los pisos, pero sí controlo que no haya incendios o caños rotos o cualquier inconveniente. Estamos al resguardo del patrimonio", afirma y pese a que habla en plural Daniel remarca que está solo. Y que así se siente. "No pueden venir a mi puesto, es todo muy cuidadoso. No tenemos contacto. Por ejemplo, el vigilador que está en la barrera puede solo estar en la barrera. Así, si comienza con síntomas, se aísla solo él".
En la biblioteca tampoco fichan o firman. Todos esos espacios podrían resultar focos de contagio por lo que se suspendieron. Y no hay vestuarios. "No se comparte nada. Los puestos no se pueden cruzar. Y cuando personal de limpieza limpia un sector nadie se puede quedar allí. No conversamos. Ni siquiera con el cartero".
Tampoco hay almuerzos. Ese comedor que antes compartían incluso entre cuatro hoy también se ocupa de a uno e implica una mecánica como de laboratorio. Alguien come, avisa a un empleado de limpieza que comió, esa persona espera a que se vaya para entrar, limpiar, salir y avisar que ya puede usarse de nuevo. Y así.
La lista de los no sigue y de repente quiebra el ánimo de Daniel, cuando recuerda que ya casi no habla. En su charla con LA NACION, larga una carcajada tibia, como incómodo, y dice: "Antes interactuaba con miles por día, era algo constante. Llegaba, desayunaba y recibía a la gente, al personal, que son como 900 empleados. Además teníamos los eventos, las presentaciones de libros, los talleres de escritura, los de música…". Entonces se ilusiona al pensar en la posible reapertura, aunque sabe que por ahora es algo lejano, y asegura que claro, que se hace largo, que sí, que se extraña. El ritmo. El contacto. Que cada vez que viene alguien es una novedad, que resulta raro trabajar y que no pase nada, que nunca pase nada, que los días se hacen densos, que pese a que antes trabajaba más horas, le parecían menos. Y cierra, como si al cerrar cayera un telón. "Me siento como en una isla".
Más notas de Covid
Más leídas de Sociedad
“Un aumento sostenido”. Las tres razones por las que un hospital universitario registra un boom de demanda
Quejas y mucho enojo. Ya comenzó el paro escalonado de subtes: a qué hora interrumpe el servicio cada línea
Las noticias, en 2 minutos. Milei dijo que Victoria Villarruel no tiene injerencia en el Gobierno; envían al Congreso el proyecto para eliminar las PASO
En Mendoza. Geólogos de la Universidad de La Plata denunciaron amenazas por parte de militantes de La Libertad Avanza