Coronavirus: “Si llega la vacuna, me la aplico, quiero abrazar a los míos”, la esperanza de los residentes de los geriátricos
Es una mañana cálida, sin nubes en el cielo. Silvana Fraiman, de 87 años, tiene puesta una blusa celeste, pantalones negros y se mueve con un andador a través del jardín del geriátrico Nuevo Estilo, en el barrio porteño de Belgrano. Cada paso lo da con cuidado, se sabe frágil frente a una caída.
Hoy, en la residencia brilla el sol y se habla de las vacunas que deberían llegar en los próximos días. Fraiman toma asiento en un banco. Ayer comenzó la vacunación a los mayores de 80 años y a los habitantes de los geriátricos de la Ciudad. Si bien, al igual que sus compañeros, siente cierto alivio, porque el panorama para ellos podría mejorar en el corto plazo, también recuerda con dolor lo vivido a partir del 20 de marzo de 2020, cuando tuvieron que desprenderse de los afectos y sumergirse en un aislamiento estricto para que no ingresara un enemigo que es invisible a los ojos. Algo que, hasta el mes último, habían logrado.
“Teníamos una mala sensación”, dice Fraiman, con un tono suave, sobre lo que vivió el año pasado. En la residencia comparte la habitación con otras dos compañeras. Entre ellas comentaban que se sentían muy encerradas, solas. Al principio, solo podían ver a sus hijos y nietos a través de la pantalla de un celular o una tablet.
A los pocos días de iniciado el aislamiento social obligatorio, algunos familiares empezaron a visitarlos, pero debían quedarse en la vereda, mientras los residentes los saludaban desde las habitaciones de la planta baja o el primer piso. “Era desolador pensar que no íbamos a poder ver a nuestros nietos e hijos. Estaba muy deprimida, aunque ellos me llamaban siempre. Mi hijo me venía a saludar, lo veía desde la ventana y me emocionaba, le preguntaba cómo estaba, lo quería abrazar, pero no se podía. Cuando los casos subían, nos aterrábamos. Ahora, si llega la vacuna, me la aplico, quiero abrazar a mis familiares y conversar todo lo que no pudimos hablar durante este tiempo”, agrega Fraiman.
“Bombas de infección”
El 21 de abril ocurrió el primer hecho trágico vinculado a este tipo de residencias, en el geriátrico Apart Incas. Allí se inició una cadena de contagios que derivó en 10 fallecidos y 26 infectados. El día después de que evacuaran este establecimiento, Eugenio Semino, defensor de la Tercera Edad de la Defensoría del Pueblo porteña, dijo a este medio que los geriátricos eran una “bomba de tiempo”. Mientras tanto, desde Europa seguían llegando las imágenes de las residencias que debían ser abandonadas por sus ocupantes y se difundían las cifras de los fallecidos que, en buen parte, eran personas mayores, como Fraiman y los otros residentes que hoy la acompañan. Ellos absorbían las noticias desde la quietud de sus habitaciones.
A mitad de año, en los geriátricos de la ciudad, la cifra de fallecidos por coronavirus se había incrementado un 106% en un mes. Hasta el 29 de junio, habían muerto 134 residentes y había 1031 infectados, mientras que el 27 de julio esa cifra ascendió a 276 sobre 2445 contagiados.
Cerca de fin de año, este geriátrico era uno de los pocos en los que no había penetrado el coronavirus. Pero el 8 de enero sucedió. En la residencia hubo 17 contagiados, entre ellos, estaba Fraiman. Seis no pudieron sobreponerse a la enfermedad. Según el Ministerio de Salud de la Ciudad, hasta ayer los casos totales en los geriátricos eran 5760, mientras que las muertes fueron 1087.
Resistencia
Paula García Izarcelaya, directora institucional de Nuevo Estilo, describe lo hecho hasta ahora casi en términos bélicos: “Nosotros resistimos al Covid durante 10 meses. El virus en enero nos pegó de lleno, entró a la residencia y ahora salimos adelante, pero lamentablemente no todos pudieron. Fue un baldazo de agua fría. Más allá de los cuidados, se escapa y te genera un incendio en la institución”.
Relata que los últimos meses fueron muy complejos, también en lo económico. “Acá siempre fuimos más papistas que el Papa, mantuvimos un altísimo nivel de cuidado y dejamos cinco camas libres para aislamiento en una residencia de 33 camas. Todo fue una gran apuesta por la salud, pero también es grande el agujero económico. Pasó de todo. Hemos lidiado con proveedores que nos pedían 700 pesos por un barbijo quirúrgico al principio de la pandemia. Esto nos va a dejar una gran enseñanza. Ahora tenemos mucha fe en que la vacuna nos permita flexibilizar nuestra vida”, dice García Izarcelaya.
La situación todavía es potencialmente peligrosa. Por eso, todos los que aquí viven o trabajan aún están sometidos a un protocolo muy estricto. Alejandra Soto, de 41 años, es parte del personal que asiste a los residentes. Su vida personal también tuvo que modificarse drásticamente para no poner en riesgo a los habitantes del geriátrico. Ella vive en González Catán y viaja todos los días dos horas de ida y dos de vuelta para llegar al trabajo. En total, toma cuatro colectivos por jornada. “Desde que empezó todo esto visité una sola vez a mi mamá, también dejé de salir para no exponerme y así cuidar a los residentes. Y hoy en día sigo cuidándome, pero veo que la gente en general ya no se cuida tanto”, describe Soto, que ya fue vacunada con la primera dosis.
A pocos metros de ahí, en un corredor lateral que da a la calle Virrey del Pino, se escucha una charla. Rosa Guglietti, de 90 años, que entró en la residencia el martes pasado, le recrimina a su hija, Claudia Brañeiro, de 66, que solo le permiten verla de lejos, a través de una ventana. “Parecemos Romeo y Julieta”, dice Brañeiro con una sonrisa, y, a modo de consuelo, agrega: “Esto es hasta que llegue la vacuna, ma. Si Dios quiere dentro de poco vamos a poder hacer una vida un poco más parecida a la que teníamos”.
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