Coronavirus: la clave es la fortaleza mental para resistir y actuar de manera coordinada
En apenas poco más de dos meses, un parpadeo de la historia, el mundo ha cambiado por completo. La comunidad global se ha visto abruptamente arrasada por el miedo y la angustia frente al coronavirus , cuyos efectos se expanden día a día de manera cruel y exponencial. Lo que nos ha impactado no ha sido solo la magnitud planetaria de la crisis, sino su velocidad. Porque nuestra conciencia, que se mueve de modo lento y aritmético, se vio exigida a confrontar con un problema que, por naturaleza, escala de manera geométrica. Así, desde su inicio, los acontecimientos van mucho más rápido de lo que la conciencia puede asimilar. No ha habido tregua: la brecha entre esas dos velocidades entraña un anonadamiento y una dificultad de reacción que se han tornado inmediatamente trágicas, como en Italia y otros países del mundo. De ahí que esta sea, en paralelo a la sanitaria, la primera batalla por librar: acelerar la conciencia de los individuos para ponerla a la par de los acontecimientos. Parte de estos esfuerzos estamos viviendo en estos días, incluidos los iniciados por las autoridades argentinas, a los que todos debemos contribuir manteniendo lo más estrictamente posible la cuarentena pedida.
La paradoja, además, es que estamos yendo a velocidad máxima hacia un detenimiento total. Como un auto, que andando en quinta marcha, se le hubiera rebajado a primera sin escalas, el mundo está padeciendo un freno súbito y un apagón fantasmagórico de impredecibles consecuencias, si es que no logra dominar tanto la enfermedad como la deflación generalizada. Pero parte también de la dificultad para comprender y adaptarse a lo que está ocurriendo radica en que estamos siendo confrontados con lo que hemos desaprendido a confrontar.
Como un auto, que andando en quinta marcha, se le hubiera rebajado a primera sin escalas, el mundo está padeciendo un freno súbito y un apagón fantasmagórico de impredecibles consecuencias, si es que no logra dominar tanto la enfermedad como la deflación generalizada
Porque lo que está sucediendo es más que un infarto de la globalización: es una puesta en primer plano de la enfermedad y de la muerte, dos aspectos de la vida humana que nuestra civilización se ha especializado en esconder de su conciencia. Y ahora tenemos que lidiar con su presencia, con su primer plano, en nuestros sitios de confinamiento obligado. Nuestra situación se comienza a parecer así en algo a aquella de los primeros hombres que abrieron sus ojos en el mundo, sometidos sólo a la vivencia de lo esencial. Porque las únicas preguntas que importan son las que han sido puestas de golpe sobre el tapete. ¿Viviremos o moriremos? ¿Qué pasará con nuestros seres queridos? ¿Podremos cuidar a la gente que enferma?
Ahora bien, este súbito y extraño huésped, que ha comenzado a minar nuestro sistema respiratorio, se siente particularmente a gusto con el modelo de vida que hemos diseñado. Porque se trata de una humanidad que construyó una infraestructura tecnológica, mediática y mental de altísima capacidad de propagación de todo contenido, y que perfeccionó las redes del encadenamiento exponencial, el modelo mismo de la viralidad. Redes por las que se amplifica también a sus anchas el coronavirus, con sus efectos devastadores, incluida la intoxicación informativa, las reacciones humanas en cadena y el pánico financiero y bursátil.
Las únicas preguntas que importan son las que han sido puestas de golpe sobre el tapete. ¿Viviremos o moriremos? ¿Qué pasará con nuestros seres queridos? ¿Podremos cuidar a la gente que enferma?
De manera que estamos sometidos a una triple aceleración: la del virus biológico, convertido en pandemia, que pone en crisis la infraestructura sanitaria en todo el mundo; la del virus económico, que supone la disrupción de los intercambios y de la oferta y la demanda a escala global, y la transmisibilidad inmediata de todos los efectos, una réplica no menos peligrosa que los virus anteriores, a escala mental. En síntesis, tenemos que lidiar simultáneamente con el colapso sanitario, el colapso económico y el colapso mental al que nos expone esta situación.
Sin perjuicio de la tragedia del primero y de la incipiente catástrofe del segundo, la madre de la contención y resolución probablemente esté en el tercero. Si los dos primeros presentan desafíos inmensos, el partido decisivo todavía se juega, no sólo en la necesidad de adaptación final de la conciencia, esbozada el principio, sino en el modo psicológico y la textura humana con que afrontemos el problema. Si la humanidad pierde una relativa calma final ante esta catástrofe, pierde lo único que está realmente en sus manos, y el impacto sobre los otros dos campos será infinitamente más destructivo de lo que ya es. Pareciera, entonces, que en lo único que no podemos ceder es en nuestra fortaleza mental para resistir, decidir y actuar de manera coordinada y serena. Siguiendo sin vacilar, y sin pensar que se trata de una exageración, las indicaciones de política pública que diseñan nuestros gobiernos.
Tenemos que lidiar simultáneamente con el colapso sanitario, el colapso económico y el colapso mental al que nos expone esta situación
Curiosamente, cuando las vías para la proximidad social están abiertas de par en par, suele imperar una indiferencia y una lejanía. Ahora que se están cerrando esas vías, y ante el distanciamiento obligado, la gente necesita acercarse entre sí. No bastará con encerrar a los primates que golpean vigiladores: habrá también que sacar del encierro la capacidad por momentos dormida de estar cerca de los demás. Porque todos tendremos la oportunidad de -ayudar o ser ayudados- en los próximos tiempos. De hecho, estamos ante una oportunidad de volver a sentir la textura de nuestra humanidad, anestesiada a veces bajo la habitualidad de nuestras vidas. Y tendremos la oportunidad de reflexionar sobre la futilidad de las divisiones ante las cuestiones que tienen que ver con la vida y la muerte.
Finalmente, junto al intento de convivir con este garfio colocado sobre nuestras gargantas, otras preguntas más recónditas se jugarán tarde o temprano en nuestro interior. Porque hay una cuestión que pasa por la dimensión simbólica de lo que está ocurriendo: es difícil no sentir que esta ralentización total y obligada de nuestra carrera hacia ninguna parte supone un reto y un mensaje venido del mundo mismo. Tal vez sea algo que tenga sentido escuchar, tras la esperanza de que en algunos meses baje la marea de la urgencia.
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