En Libertad, localidad del partido de Merlo, hay 12 vecinos de Barrio Nuevo que se convirtieron en pilares esenciales en la lucha contra la pandemia. Hombres y mujeres golpeados por la parálisis laboral confeccionan más de 3500 tapabocas por semana que son distribuidos y donados a ocho hospitales de agudos de la Ciudad y Provincia de Buenos Aires.
Se trata de una red de producción manual de barbijos coordinada por las hermanas de la Congregación Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús con sede en la zona. Ellas hicieron el nexo entre personas del barrio en situación de vulnerabilidad y una empresa de cerámica y metalurgia que necesitaba talleristas para un proyecto solidario de donación de tapabocas.
La empresa se encarga de la logística, la compra de materiales, los lineamientos del diseño del tapabocas y paga la mano de obra. Pero los trabajadores son quienes aprendieron a coser tapabocas y aportan su tiempo y esfuerzo para que el producto cumpla con la calidad necesaria.
Los vecinos viven en unos de los partidos más afectados por el coronavirus en la Provincia. Ya son 246 los afectados en Merlo. Para cumplir con el aislamiento obligatorio, algunos montaron un taller provisorio en sus casas, otros trabajaban ya en el rubro, pero todos se adaptaron a las limitaciones de la cuarentena con tal de "sobrevivir para mantener a la familia" y "sentirse útil" ante una situación excepcional que puso en jaque sus necesidades básicas.
Los talleristas abrieron las puertas de sus hogares a LA NACION para contar sus historias.
Carlos Maria Simbron Pereira
"No está fácil. Ya tuve de por sí un año muy feo. Estaba todo muy mal. Yo estaba por dejar todo y ahora peor aún"
"Todo la economía se frenó. Mi único sustento es hacer estos barbijos. Si paran con este proyecto, no vamos a tener qué comer, es sencillo, es corta", resume Carlos Simbrón Pereira mientras expone las distintas piezas de ropa de invierno de sus otros trabajos que nunca pudo entregar ni cobrar porque las empresas que realizaron los pedidos no se presentaron a retirarlos.
Él es el más experimentado de la red: confecciona 850 barbijos por semana y es quien todos los domingos prepara los cortes de tela, organiza el empaquetado de los elásticos y realiza la entrega del material a cada vecino. Incluso elaboró una plantilla de cartón que permitió acelerar el proceso de producción y cumplir con las medidas que pide la empresa.
Por la falta de pedidos, su taller parece detenido en el tiempo: "Para hacer los barbijos uso dos máquinas de coser. El resto son para diferentes tipos de prendas, que ya ves cómo están, con polvo y sin usar. No está fácil. Yo tuve de por sí un año muy feo. Estaba todo muy mal. Yo estaba por dejar todo esto y ahora peor aún", lamenta.
Carlos es paraguayo y trabaja como tallerista desde que llegó a la Argentina en el 2004. Su familia se mudó tres años más tarde porque uno de sus hijos estaba enfermo y necesitaba atención médica. El niño, que hoy tendría 13 años, falleció en el Hospital Garrahan a los pocos meses de su arribo.
Hoy vive con sus otros dos hijos y su esposa Carolina que lo ayuda en la confección: "Las máquinas las compramos a base de trabajo y sacrificio. Tuvimos suerte de conseguir un patrón que me compró la primera y me descontaba un 10% del sueldo. Y así me hice de elementos, pero fue duro".
Pese a las dificultades, Carlos se mantiene positivo y considera que ser parte de la red es un ida y vuelta de favores. "Yo por un lado me siento útil para los trabajadores de la salud. Les estoy dando una mano a ellos y ellos sin saberlo a mí también. Es mutuo", resume.
Audelina Beatriz Vázquez Cabral
"Va también por el lado de saber que soy útil"
Audelina Vázquez Cabral habla detrás de un barbijo estampado hecho por ella, que combina con los colores de su ropa. En sus ojos se percibe el cansancio que destaca en su relato: "Me viene bien, es una buena changa esto, pero hago hasta 50 barbijos por día porque tengo que limpiar toda la casa y hacer las tareas con los chicos. Ahora con la cuarentena me tengo que ocupar de todo".
Audelina es madre de tres. Su hijo mayor, Mauricio, de 14 años, asiste a una escuela especial para niños con discapacidad. "Siempre tuve que preocuparme por él y trabajar a la vez. Eso no cambió. Pero ahora además hay que estudiar desde casa. La verdad es que está mucho más independiente", dice, mientras lo señala con orgullo.
Pero el principal dolor de cabeza de Audelina no es la cuarentena sino la situación económica. Si bien los barbijos representan un ingreso importante, dejó de recibir la asignación universal por hijo correspondiente a Mauricio por un error en un proceso burocrático de la ANSES. "De un día para otro me dijeron: ‘no vive con vos’. Y yo les mostré su DNI y dirección, me fui hasta Migraciones. Pero igual me la sacaron y nosotros contábamos con eso", explica.
La familia tampoco cobra la pensión por discapacidad porque Mauricio es paraguayo. Hoy solo reciben la tarjeta alimentaria y hasta que no finalice el aislamiento obligatorio, no puede resolver esa cuestión.
Mientras tanto, Audelina mantiene su cabeza ocupada con la rutina. Cumple con el compromiso de los 200 barbijos por semana y, todos los jueves, camina a lo de Carlos a entregar su parte.
"Me gusta saber que contribuyo y que los médicos utilicen mis barbijos. Es un orgullo. Va también por el lado de saber que soy útil", dice.
Nilda Rodríguez y Ezequiel Esquivel
"Totalmente parados. Hoy los barbijos son el único trabajo que tenemos"
Nilda y su sobrino Ezequiel trabajan juntos desde hace varios años en la confección de ropa interior femenina. Pero desde que se declaró la emergencia sanitaria se quedaron sin encargos. Hoy su única fuente de ingreso es el proyecto de barbijos al que accedieron por recomendación de una de las hermanas de la congregación con sede en la zona.
"Totalmente parados. Hoy el trabajo de los barbijos nos mantiene. Hasta que no se levante la cuarentena esto es lo único que hay. Gracias a Dios hay algo. La verdad que no es tanto pero al menos ayuda", explica Nilda.
Nilda y Ezequiel piden que se incremente el encargo de barbijos, porque los 200 que tienen que confeccionar por semana "solo ocupan dos jornadas laborales". Nilda comenta que tampoco pueden vender barbijos en la zona "porque todo el mundo hace y vende. Ya no hay demanda y sería gastar materiales que ni tengo".
La perspectiva a futuro tampoco parece prometedora. "El problema es que antes de que empiece el coronavirus tampoco había trabajo. Nosotros hacemos corpiños y bombachas, termina el verano y termina la producción. Se trabaja algo para ir tirando, pero poco y nada", manifiesta Ezequiel.
Ante la consulta sobre las máquinas apoyadas en la mesada, Nilda aclara que tres son de la familia y que el resto pertenecen a las empresas que hacían los encargos: "Me las dejan para cuando se retome el trabajo. Igual me avisaron que ya no va a ser lo mismo, que va a haber muy poco, pero al menos algo para sobrevivir".
Ezequiel comparte ese pensamiento, toma el concepto y reitera: "Eso hacemos, vamos tirando como podemos para sobrevivir. Vamos sobreviviendo".
Graciela Aranda
"Me encontré sola de golpe y encerrada. Fue horrible"
Durante el inicio de la cuarentena, Graciela Aranda buscó la forma de mantenerse entretenida, pero pasaban los días y nada le quitaba la sensación de pesadez en el pecho. "Comencé a llorar de angustia y tristeza, era desesperante lo que me estaba pasando y cada día que pasaba se ponía peor. Me agarró como fobia a la pandemia", recuerda.
La situación llegó a su pico cuando el marido de Graciela retomó su rutina laboral: "Me encontré sola de golpe y encerrada. Fue horrible. Al ser diabetica e hipertensa tampoco me animaba a salir a hacer las compras. Estaba deprimida". Su malestar incluso desencadenó en una gastroenteritis aguda que le impedía dormir.
Una de las hermanas de la congregación llamada Sofía se enteró de la situación de Graciela y le ofreció una máquina de coser que tenía olvidada en la sede para que pueda participar de la confección de barbijos.
"Apenas me dijo, lo mandé a mi hijo a buscar la máquina. No podía creerlo, era igual a la que yo tenía en Tucumán. Pero nos pusimos a revisar y vimos que faltaba un repuesto. Y ahí me acordé que yo tenía esa misma pieza guardada en una lata de galletitas como recuerdo. La probamos y encajó perfecto", cuenta Graciela, emocionada.
Desde ese día, todas las tardes Graciela se sienta entusiasmada en una silla y cose con la Singer antigua a pedal. Ya confecciona 200 barbijos por semana. "De acá en adelante, ya no tengo miedo. Ahora lo que quiero es que pase todo esto y se acabe. La máquina me abrió puertas. Cuando termino el trabajo, para seguir entretenida, les digo a mis hijas: ‘¿Ropita para los chicos, ropa para arreglar?’", ríe contenta.
Graciela Funes Llanos
"Estamos buscando más trabajo y estirando. Yo no tengo otro recurso y mi marido está sin"
Graciela Funes LLanos compró su máquina de coser en cuotas durante 2004, el año que nació su hijo mayor. La idea original era confeccionar ropa para el recién nacido, pero pronto la adquisición se convirtió en una oportunidad de trabajo. Hoy diseña, arregla algunas prendas para los vecinos y es parte de la red de barbijos coordinada por la congregación.
"Cada vez cuesta más conseguir trabajo. Por el coronavirus se paró todo y mi principal ingreso viene de los barbijos. Pero yo también hago algunos para vender y si puedo arreglar ropa que me trae la gente, lo hago", resume Graciela.
Graciela es tímida y su mirada se inclina al hablar. Admite que está nerviosa, pero al momento de expresar su preocupación económica, se sienta firme y con indignación. Su marido dejó de trabajar en el rubro de construcción por la pandemia y ella es quien hoy mantiene a su familia, incluida su madre que necesita asistencia continua por la edad. Todos los días limpia, ayuda a sus hijos con la tarea escolar y confecciona barbijos.
Con respecto al destino solidario de su trabajo, Graciela explica que es lindo ayudar y trabajar para cuidar a los médicos en los hospitales. "Y yo agradezco esto porque nos ayuda a nosotros. Pero estamos buscando más trabajo y estirando. Yo no tengo otro recurso y mi marido está sin", dice.
Hoy el principal sostén de Graciela es la "fe de que todo mejore". Tiene la intuición que la pandemia "es una prueba de Dios" y está segura que esto va a pasar enseguida. "Todo pasa por algo y esto va a mejorar, para todos".
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