Coronavirus en la Argentina: "Temí no ver nunca más a mi familia", dijo el navegante que llegó de Portugal para reencontrarse con sus padres
MAR DEL PLATA. Si algo le faltaba era un buen chubasco de bienvenida. Había hecho una parada obligada y larga en Vitoria, Brasil, por una avería. Y una última escala en La Paloma, Uruguay. Desde allí el lunes pasado emprendió el último tramo de su travesía más osada: cruzar en un pequeño velero el océano Atlántico, desde Portugal a Mar del Plata, no ya como una aventura de navegante solitario, como lo había hecho en 2011, sino para poder sortear la falta de vuelos por la cuarentena y reencontrarse aquí con sus padres, que tienen 90 y 82 años.
Dice que decidió en 24 horas un viaje que cualquier otro soñador de los mares planea toda su vida. Pero sintió que la epidemia que sacudía a Europa iba a ser global y que lo que le quedaba por delante era la tormenta más oscura de su vida. "Se morían 1000 personas por día en Europa y el coronavirus avanzaba, temí no ver nunca más a mi familia", contó a LA NACIÓN, apenas arribado a destino. Entonces izó las velas y dejó que los vientos lo llevaran rumbo al sur, con proa a sus afectos. Que no son otros que su familia y amigos que viven aquí.
Un "vamos" con los brazos en alto lanzó al aire un extenuado, pero muy sonriente Juan Manuel Ballestero, enfundado en un mameluco rojo y con una boina negra. El mismo grito a modo de saludo le devolvió su hermano, Carlos, que lo esperó en uno de los muelles del Club Náutico, frente al que quedará anclada el Skua, la embarcación de apenas 8,8 metros de eslora y 3500 kilos. Fue su transporte y su hogar desde el 24 de marzo pasado.
Barbado en tono platinado, cansado, pero feliz, ancló en el espejo interior del puerto local, donde deberá cumplir un aislamiento de 14 días antes de pisar tierra. Si las autoridades sanitarias locales tienen algo de comprensión, es probable que le descuenten los casi tres días que pasó en alta mar.
No pudo llegar a tiempo para el cumpleaños de su papá, Carlos. Ya está aquí, en destino, pero aún no podrá abrazarlo el domingo próximo, cuando se celebre el Día del Padre. O quizás, si se habilita la posibilidad de un testeo que descarte pronto que no es portador del nuevo coronavirus y entonces sí, más pronto podrá también estar con Nilda Gómez, su madre.
"No quiero ninguna diferencia, aquí hay que cuidarse y mi hogar está en el mar", dijo luego de la oferta para cumplir la cuarentena obligatoria de 14 días en uno de los hoteles que dispone el municipio local para los repatriados. Pasó bien la revisión médica y ahora resta esperar que pasen los días para pisar tierra. Algo similar afrontó aquí Cristophe Auguin, un navegante francés que sobrellevó la cuarentena en alta mar y que buscó abrigo en el puerto marplatense durante días de tormenta.
Saludó a amigos que le fueron a dar la bienvenida en la siempre bravía embocadura del puerto. Lo recibieron con aplausos por igual desde los morros de las escolleras Norte y Sur. "Manden una milanesa", gritó desde la cubierta, en tono de broma, pero con la ilusión de que le cumplan el deseo luego de casi tres meses en alta mar, por momentos en medio de rutas de enormes buques de carga.
Ballestero, de 47 años, recurrió para esta verdadera epopeya a un velero plástico. "Lo que se necesita aguas adentro es acero", había reconocido en un video que envió a sus amigos cuando tuvo el percance y se cansó de sacar agua del casco frente a las costas de Brasil.
"Es una locura", le habían dicho sus amigos cuando les comunicó, allá cuando promediaba marzo, que izaría las velas del frágil Skua porque, en medio del crudo impacto que el coronavirus tenía en toda Europa, lo único que quería era volver a la Argentina para estar con sus padres.
Ni siquiera tuvo en cuenta las advertencias de sus amigos. Y algunas condiciones que los hombres de mar miden antes de emprender semejante travesía náutica. "Me agarra en viaje algo tan sencillo como una apendicitis y no la cuento", explica. Un suspenso siempre presente como el que cargaba en cada uno de los videos que grababa y recién podía enviar cuando tenía señal. Eso significaba que había llegado a destino.
Niega que se haya ido de Portugal para escapar del coronavirus. Por el contrario, vivía en Porto Santo, donde el Covid-19 no había tocado en aquella semana final de marzo, cuando decidió zarpar. "Qué más seguro que quedarme en mi barco, pero decidí venir a ver a los míos porque lo que se veía allá, en Europa, era algo terminal y mundial", describió.
Momentos
Salió dispuesto a pagar el precio que fuera necesario. Dijo a LA NACIÓN que con 200 euros compró víveres y emprendió el viaje. Recuerda como uno de los momentos menos deseados las calmas en aguas del Ecuador. Y los "cachetazos" de olas enormes que por esa zona le tumbaron el velero. Pequeño y frágil, resistió. Aunque tuvo que esmerarse para reparar el obenque y sellar con el poco cemento que tenía algunas grietas que se abrieron en el casco. "Me entró agua hasta en el ombligo", resaltó con alegría un momento que sintió que podía ser terminal para su derrotero.
Zarpó de Portugal cuando el virus no andaba todavía por esas costas. Y se lo encontró, obligado, cuando en Vitoria tuvo que bajar a tierra en busca de combustible y víveres. Entonces sí fue momento de barbijo, alcohol en gel y mucho miedo de contagio. "Ahí sí me preocupé porque nadie se cuidaba", destaca un comportamiento que a Brasil le está costando decenas de miles de muertos en muy pocos meses.
Acomodó el Skua y avanzó hacia Mar del Plata. Antes tuvo que hacer paradas en Uruguay, para reponer combustible. Jamás quiso pisar tierra allí, también decidido a no arriesgarse ni poner en peligro a los residentes en el caso de que su paso por Brasil lo hubiese puesto en contacto con el virus.
Casi 60 horas le llevó el tramo final. Cuenta que navegaba frente a San Clemente del Tuyú cuando todavía de noche veía en el horizonte los relámpagos de una tormenta grande que lo esperaba al sur. Y que lo encontró a poco de llegar a Mar del Plata. Vientos muy fuertes, olas grandes. Lluvia intensa. Más dramatismo a su viaje no se consigue.
Ya lo había hecho en 2011, casi como un desafío personal. Aquella vez –contaron sus amigos a LA NACIÓN– por problemas con la documentación del velero se tuvo que ir pronto. Y terminó en Uruguay. Hoy está decidido a quedarse aquí. Aunque haya que esperar casi dos semanas, el abrazo con sus padres está a un paso. Y el objetivo alocado, casi cumplido.
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