Coronavirus en la Argentina. "En 24 horas se murieron tres pacientes y lloramos todos", el desgarrador relato de una enfermera
Es lunes por la noche. Martina de Elizalde tiene 26 años y llega a su casa después de un fin de semana largo muy intenso. Es enfermera y trabaja en la terapia intensiva del hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Desde hace un mes, también se sumó al equipo del hospital solidario para enfermos Covid que montó el Hospital Austral en Pilar. Todos los fines de semana y feriados, en lugar de descansar, Martina se mete en esa trinchera, y de ahí salta al frente de batalla, en esa guerra desigual contra el coronavirus.
Los enfermeros como ella son parte de la primera línea de fuego. Están entre los que están más expuestos, guardan un contacto físico estrecho con los pacientes Covid positivo. Deben controlarlos, manipularlos, higienizarlos. Allí no hay distancia social posible, sino medidas de bioseguridad. Y también porque a ellos les toca preparar los cuerpos de los caídos para su encuentro con la familia.
Desde que aceptó este nuevo desafío, Martina tuvo que mudarse de una casa que le prestaron, porque su mamá es paciente de riesgo. El lunes de la semana pasada por la noche, después del fin de semana largo, volvió de Pilar sin un hilo de fuerzas. Se metió en la cama pero había algo que le quemaba el cuerpo. Necesitaba sacarlo. Se sentó y escribió. Descargó algo de toda esa intensidad en el teclado de la computadora y se lo mandó a su familia. Recién entonces logró dormir.
"Fueron tres días muy intensos, de mucho trabajo, y frustración. En 24 horas se murieron tres pacientes. El número suena poco, pero para mí es un montón: una amiga, una hermana, una tía, papá, abuela, mamá o hija ya no estaban más en una familia. Cuando la última paciente murió, lloramos todos los que habíamos estado trabajando para que puedan vivir", escribió. El mensaje les llega solo a sus conocidos. Su tío, el sacerdote José María Klappenbach lo publicó en Facebook. Mientras ella duerme, su relato se desparramó por las redes.
A fines de febrero, cuando veían que la pandemia colapsaba los sistemas de salud más robustos del mundo, las autoridades del Hospital Universitario Austral se propusieron montar contrarreloj un hospital solidario para recibir a los pacientes de complejidad que llegaran al sistema público del municipio de Pilar. En poco más de dos meses, y con el aporte de unos 500 donantes, desde grandes empresas hasta particulares que aportan 500 pesos por mes, lo levantaron y hoy tienen una terapia intensiva y una terapia intermedia por las que pasaron más de 130 pacientes, 90 de ellos ya se recuperaron y se fueron de alta.
"Cada vez que un paciente se recupera es una fiesta. Somos más de 250 personas trabajando para que salgan adelante, y cada caso es una alegría enorme. Por su puesto que hay momentos tristes e intensos como aquel fin de semana, pero gracias a Dios estamos teniendo muy buenos resultados. Y eso nos llena el alma", cuenta Manuel Rocca, el director médico del hospital.
El relato de Martina resume uno de los fines de semana más intensos y muestra el estrés y el compromiso sin descanso de quienes trabajan para que los pacientes Covid se recuperen.
Después de trabajar toda la semana en la terapia del Gutiérrez, donde hay tres chicos internados con Covid, ese sábado Martina se levantó a las 4.30, y una hora después la pasó a buscar una compañera para ir en auto. A las 7 ya estaban enfundadas en los trajes de protección, trabajando. Antes de entrar al área de los pacientes, Martina escribió en el pecho, con fibrón en letras gigantes, su nombre. Lo hacen todos los enfermeros porque al verlos dentro de los trajes, los pacientes los ven como astronautas y no pueden reconocerlos. Algunos, hasta se cuelgan una foto para darle un rostro humano a la relación.
La paciente de Martina era una chica de 17 años con Covid que estaba muy delicada. "Estuve literalmente diez horas, de las 14 que son mi turno, al lado de su cama. Horas y horas trabajando junto con todo el equipo para que se salve, con hambre, y sobre todo con sed, porque el barbijo te seca la boca y te deshidratás, con las piernas cansadas de tanto estar parados", cuenta Martina.
Diez horas así. Con un equipo de protección que no la deja respirar, que le da demasiado calor y la empapa por dentro. Aguantando las ganas de todo. Hasta de ir al baño. Sin poder ver muy bien por qué las antiparras se empañan. "Te aprieta tanto el barbijo, la máscara, la antiparra y la cofia, que te empieza a dar desesperación por sacártelo", cuenta.
"Trabajamos mucho, con la adrenalina y el estrés de saber que si dábamos un paso en falso, podíamos provocar catástrofes. Lo dimos todo. Nos cansamos tanto que escuché a alguien decir que ya no quería que la aplaudan, ni ser héroe de salud, que quería estar en su casa o por lo menos que le reconozcan el trabajo con un sueldo más digno", recuerda Martina.
A la chica lograron dejarla estable a costa de medicación y líquido. Y entonces ocurrió la primera muerte el sábado por la tarde de ese fin de semana intenso: la tía de una enfermera del equipo. Estuvo internada varias semanas en terapia. Martina se sumó a las enfermeras de turno para preparar el cuerpo. "Lo hicimos rezando y con todo el amor que le podíamos dar", cuenta.
Martina se fue a su casa, en el centro, cerca de la medianoche, para volver al hospital a las 7 de la mañana. Y allí se enteró de la noticia más triste. La adolescente que cuidó todo el sábado, había peleado hasta el último minuto. Pero a las 3 de la mañana, había fallecido.
Ahora las antiparras de Martina, además de transpiración, estaban llenas de lágrimas. Y empañadas de bronca e impotencia. "La preparamos con todo el amor del mundo, además sabíamos que la mamá la iba a venir a ver para despedirse de ella. Yo cuando preparo los cuerpos pienso y me imagino cuando lo bajan de la cruz a Jesús y lo limpian, lo cubren con mantos y perfume, para mí es una imagen parecida", confiesa.
Cuando llegó la mamá, le tocó a ella, junto con una médica quedarse a acompañarla. "La mamá entró a la sala y se quebró en un llanto desgarrador. No se le puede decir nada, solo abrazarla para que no se caiga. En un momento, se desvaneció. Tuvimos que buscarle una silla rápido, la sentamos y la abrazamos con fuerza, como diciéndole, ¡te juro que lo dimos todo para que viva, te juro que peleó y luchó como solo una valiente lo sabe hacer! ¡Haríamos lo que fuera por traértela de vuelta!", cuenta Martina.
"Le pregunté si creía en Dios. Me dijo que sí. Le dije que le pida fuerzas y la abracé. Después que se fue, yo me quebré, me lo permití. Lloré, me pregunté por qué. Pero enseguida seguimos trabajando, porque había más pacientes por cuidar, estos pacientes requieren de mucho cuidado y dedicación. Algunos están realmente muy mal", escribió en su relato.
Unos minutos después, Martina preguntó si alguien necesitaba ayuda y colaboró con otras enfermeras. Recién entonces se fue a buscar un café. "Cuando terminamos con un paciente, antes de salir, preguntamos si alguien necesita ayuda. A veces con entusiasmo de ayudar y a veces con ganas de que nadie te diga que sí, porque estás tan cansada de estar ahí adentro que querés ir a comer o tomar un café o simplemente sacarte todos esos mamelucos. Pero tenemos un equipo tan excepcional", cuenta.
Eran apenas las 9.30 del domingo. Mientras Martina tomaba el café, intentó despejarse. Se sintió caída. Miró el celular, recién habían pasado diez minutos pero necesitaba volver. Caminó por el pasillo y escuchó un grito. Ella conoce esos gritos. Son un pedido de auxilio del equipo. Una paciente estaba en paro. Apuró el paso pero antes de meterse a ayudar se quebró y empezó a insultar.
"Grité en medio del pasillo, puteé, me descargué. Luchar contra este virus te hace sentir mucha impotencia", dice. En cuestión de segundos, se estaba cambiando para entrar. "Me puse todo el equipo, las chicas me ayudaron y entré a ayudar. Estábamos todos tratando de salvarla, masaje cardíaco, nos turnábamos porque te cansás de hacerlo. Drogas, contar los minutos, ponerle líquido, más drogas, más masajes, desear con todo tu corazón que vuelva el pulso, 25 minutos así y nada. Nada de pulso. Ya no había más que hacer. Había ir dejarla ir", relata.
Esta vez, no se quedó a preparar el cuerpo. Lo hace Mechi, la enfermera que cuidaba a esta paciente y es la más joven del equipo. Este es su primer trabajo. Martina se la llevó a buscar un café. "Supuse que esa situación la iba a impresionar. No sé qué me hago la valiente yo, trabajo hace cinco años y me sigue impresionando", dice. "Fuimos afuera. Lloramos, hablamos de muchas cosas profundas y no tan profundas, caminamos, tomamos aire, ya estábamos preparadas para volver".
"Hoy es el cumpleaños de Milagros [la referente hospitalaria de Martina]", recuerda alguien en un pasillo. Cumple 40 y el equipo de soporte preparó un almuerzo especial. Unas hamburguesas a la parrilla. Se organizan por turnos para ir a almorzar, porque siempre tiene que quedar alguien a cargo. El festejo del cumpleaños es agridulce, las pérdidas están ahí como conversación latente, a punto de aflorar.
"Nos sentamos y empezamos a hacer catarsis. Estábamos caídos. Mucha frustración. Y un médico, Juan Pablo Zimmermann, muy sabio, nos dijo: 'Por experiencia les digo, a veces nos va muy bien y salvamos muchas vidas y, a veces, no. No nos llenemos de culpa. La mejor herramienta es la humildad de saber que nosotros no somos los que decidimos quién vive y quién no. Hay algo más que nos excede. Nosotros estamos acá para ayudar, poner nuestro cuerpo y darlo todo por la gente. Pero la vida no la podemos controlar'. Nos quedamos todos callados rumiando lo que había dicho. La humildad como mejor herramienta", cuenta Martina.
El jefe de la terapia también se acercó a dar apoyo, porque había sido un fin de semana muy duro. Y les recordó la frase que se dijo en homenaje a los pilotos británicos: "Nunca en el campo de los conflictos humanos tantos debieron tanto a tan pocos".
Antes de poder dormir, ese lunes feriado, Martina frente a la computadora terminó su relato: "Nos fuimos agotados, después de dar mucho, un poco caídos, pero con la paz de haberlo dado todo, con la certeza de que la vida hay que disfrutarla, que uno elige qué es lo que quiere ver y hacer. Agradecidos infinitamente con el tremendo equipo que tenemos, no paramos de decirnos gracias unos a otros por estar, por ayudar, por abrazar. Al fin y al cabo, nos dirán locos, ¡pero seguimos eligiendo estar ahí para quien sea que haya que cuidar o curar! Como dice la madre Teresa, dar la vida, hasta que duela y si duele es buena señal".
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