Coronavirus en la Argentina: el desafío es evitar una segunda ola
El dramático curso que sigue la pandemia actual en el mundo sugiere que hemos aprendido poco de las experiencias previas. En los últimos años, el Centro de Control de Enfermedades (CDC) de los EE.UU. publicó manuales y dictó cursos en varios países asiáticos sobre control de pandemias virales. ¡Corea llegó a hacer un simulacro sobre cómo enfrentar una pandemia de... coronavirus! Esta preparación explica el rápido control de la pandemia en Oriente, pero nos deja perplejos sobre cómo el país que organizó este programa lidera la lista de los más severamente afectados.
Con el alto costo económico y mental de una saga que ya lleva casi un año, seguimos aprendiendo sobre esta pandemia: la evidencia ha confirmado una mortalidad diez veces superior a la de la gripe; los niños se contagian y pueden contagiar a otros pero se ha detectado que hasta 60% de los menores de 16 años tienen anticuerpos contra el virus SARS-CoV-2; aún pacientes jóvenes y sanos pueden manifestar síntomas neurológicos, respiratorios y cardiológicos que persisten durante meses -o indefinidamente-; estudios en la India y a partir de 1600 eventos super-contagiadores en el mundo han confirmado que hasta 70% de las personas infectadas no contagian a otros mientras que el 60% de las infecciones se originaron a partir del 10% de los infectados; en un barco pesquero que zarpó con el virus a bordo se infectaron todos los tripulantes excepto los tres que tenían anticuerpos. Este último caso anecdótico confirmó que la infección genera inmunidad de una duración indefinida; se detectó que algunas personas pueden reinfectarse con una segunda versión más severa que la primera; en algunos, el virus puede persistir en el organismo y esto perpetuaría durante meses la capacidad de contagiar. Pero el aprendizaje más importante e indiscutido es que el uso de máscaras y la distancia física son las medidas más efectivas para disminuir el riesgo de contagio.
Los Estados Unidos enfrentan el tercer brote de una primera ola que no han podido vencer y están cercanos a alcanzar números diarios de 200.000 infectados, más de 1000 muertes y el récord de 70.000 internaciones. El primer objetivo del presidente electo Joe Biden es controlar la pandemia, y su principal herramienta será aumentar el número de testeos de 25 a 100 millones por mes. Una segunda ola, inesperada en magnitud, afecta a casi todos los países de Europa. Gales, Irlanda, Francia, Alemania y Polonia han impuesto una cuarentena de varias semanas. Italia inició cuarentena en seis regiones y las ha extendido. Bélgica, con un tsunami de contagios, enfrenta la mayor mortalidad desde el comienzo de la pandemia. La República Checa ha tenido más muertes en octubre que en todos los meses previos. Los países escandinavos que no usaron máscara durante la primera ola, ahora las indican en forma obligatoria. Las hospitalizaciones han aumentado y se teme por la disponibilidad de camas. Es paradójico que en Europa los restaurantes y bares están cerrados, pero los colegios están abiertos y en nuestro país, los colegios están cerrados y los restaurantes y bares abiertos. Es improbable que las dos políticas sean acertadas al mismo tiempo.
Si hay una buena noticia es que la mortalidad por Covid-19 ha disminuido significativamente. Un estudio del Reino Unido, que refleja lo que ocurre en la mayoría de los países, mostró que la probabilidad de sobrevivir en terapia intensiva ha pasado de 40% al 80% en pocos meses. Esto se atribuye a que las consultas son más tempranas, los pacientes más jóvenes y al uso de corticoides y otras medidas terapéuticas.
Un aprendizaje más doloroso, pero no menos esperable, es que en todos los países, sin excepción, quienes más sufren la pandemia son los que pertenecen a los sectores con mayor desventaja socioeconómica. En nuestro país, la gran mayoría de las 35.000 muertes ha ocurrido en la población de bajo nivel económico. Estos grupos tienen mayor contagio y mortalidad debido a sus condiciones de vida, trabajo, elevada carga de enfermedad crónica y acceso a centros de salud con menor calidad médica. En ellos se confirma que la injusticia no es mala suerte. Es un acto político.
A nosotros no nos fue bien y la pregunta se repite con letanía de mantra "Doctor, ¿qué cree usted que se hizo mal en la Argentina?". La respuesta es obvia y todos la sabemos. Solo se controla una pandemia si por medio de testeos y rastreos suficientes se detectan y aíslan a las personas infectadas. En la Argentina, el testeo nunca fue suficiente; ergo la pandemia siguió su curso descontrolado. Los argentinos que hemos padecido el aislamiento más largo del mundo sufriremos además las consecuencias de una de las mayores pérdidas económicas en la historia. Por esto debemos trabajar en desarrollar un testeo suficiente para detectar de inmediato un aumento de casos en el eventual escenario de que en los próximos meses tengamos una segunda ola.
Durante décadas se ha invertido poco y mal en un sistema de salud que, previo a la pandemia, estaba crónicamente debilitado y en crisis. Cuando tempranamente fue obvio que no podíamos desarrollar una capacidad suficiente de testeo, no consultamos a países vecinos que sí desarrollaron un testeo efectivo. Elegimos la grandilocuencia sin resultados con anuncios como los siguientes: el frustrado neo-kit , el desarrollo de una vacuna local, las bondades no comprobadas de la inhalación de ibuprofeno y la transfusión de plasma -solo recientemente probada efectiva para un grupo muy seleccionado-, la llegada de la vacuna de Pfizer que lo único que destacaba era nuestro puesto tristemente privilegiado entre los países con mayor diseminación viral. La Universidad de Oxford nos excluyó de las estadísticas porque detectaron que no sabíamos con certeza cuántos testeos se hacían y el Gobierno debió corregir la cifra de muertes porque omitió contar 3500. Sin datos confiables uno es solamente otra persona más con opiniones.
Nuestra ciencia, salvo excepciones, mostró un vacío de liderazgo. Se dejó de hablar de aplanar la curva, del R y del pico de contagios cuando fue obvio que estos factores y un prolongado aislamiento no impidieron la ocurrencia de una de las más elevadas cantidades de muertes en el mundo. En la última semana han muerto diariamente por Covid casi un tercio de las personas que mueren por todas las causas en un día cualquiera fuera de la pandemia. Con más de 35.000 muertes, en ocho meses ya alcanzamos casi el 10% de las muertes totales que ocurren en la Argentina por año y así el Covid-19 se posicionó como la cuarta causa de muerte luego de las cardiovasculares, tumores y respiratorias. Tenemos la elevada cifra de 770 muertes por millón de habitantes. Este número es similar o superior al de los EE.UU., Brasil, México, Italia y Reino Unido. Una tragedia, no una gripe.
En la última semana se conoció el anuncio histórico sobre la vacuna de Pfizer que en un análisis intermedio confirmó una efectividad mayor al 90% y la posibilidad de que, aprobada la Fase 3 por entidades regulatorias como la FDA, se empezará a distribuir a fin de año. Sin embargo, en la Argentina el foco de atención ya estaba, injustificadamente, en la vacuna rusa. Nadie ha explicado el porqué de comprar una vacuna cuyas primeras fases de experimentación fueron cuestionadas por científicos en una carta a la prestigiosa revista The Lancet. Entre las 10 vacunas que están en la Fase 3, la rusa no es la más adelantada, pero sí de las más caras. El propio Putin aclaró que Rusia no tiene capacidad de producción por lo que la tercerizarán en la India, China y Corea.
En un giro a la razón, en días recientes se comentó sobre la compra que el Gobierno ha hecho de vacunas con un origen más confiable. Ningún país ha prometido, como nosotros, que para fin de año y principios del próximo habrá vacunado a gran parte de la población. Lo más importante es aclarar que, aunque se apruebe y aplique una vacuna, la vida seguirá regida por el barbijo, la distancia física y la higiene durante gran parte del año 2021. Esto es así ya que es improbable que la vacuna sea 100% efectiva, no se conocerá la duración de la inmunidad hasta tener datos de la fase 4 -con el seguimiento de los vacunados- y no sabemos cuánta gente se vacunará. Una muestra de la devaluación que ha sufrido la confianza en la medicina durante la pandemia es que el promedio mundial de personas que elegirían vacunarse es de 60%.
¿Qué habríamos dicho en abril, cuando habían muerto 200 personas, si alguien nos aseguraba que en noviembre pasaríamos las 35.000 muertes por Covid-19? Repetir incesantemente un mensaje que no es propio, sino que está basado en evidencia científica se hace frustrante cuando muchos oyen, pero nadie escucha. Las acciones de todo tipo se deben medir por sus resultados y no por el esfuerzo invertido. Y nuestros resultados, hasta ahora, no son buenos. Como afirma el neurocientífico Dan Ariely, los seres humanos somos predictivamente irracionales. Quizás es por esta razón que sigo confiando en que las cosas pueden cambiar. Para bien.
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