"Vamos abuela, que Dios aprieta, pero no ahorca", le dice Olivia Casas, de 44 años, a Nélida Rosalobo, de 75, para que no pierda el ánimo y la fuerza. Y de veras que Rosalobo necesita de coraje para no desesperar frente a la inmensidad de su soledad y las necesidades que la apremian. Lo esencial para ella es conseguir pañales e insulina. La diabetes ya le quitó una pierna.
Ahora tiene la puerta de su casa entreabierta y desde su silla de ruedas mira fijo el camino de tierra que no le trae lo que ella necesita, y lo mismo le sucede a sus vecinos. Todos viven en Cuartel V, en Moreno, donde el aislamiento social obligatorio, impuesto por la crisis del nuevo coronavirus, terminó de apartar a un barrio que ya se encontraba a más de 30 minutos del asfalto.
En Cuartel V falta de todo. Las personas que ahí viven, en su mayoría, son inmigrantes paraguayos y peruanos que llegaron a la Argentina por diversos motivos. Entre ellos, escapar de la pobreza, y en el caso de muchas mujeres, la violencia de género también influyó en la decisión de partir. Pero entre ese vasto universo de necesidades, hay una que los ha dejado en el desamparo más absoluto: la falta de un documento, o de un permiso de residencia renovado, que les permita, al menos, estar bajo el paraguas del Estado argentino.
"Mi hija hacía changas, pero con la cuarentena ya no se puede. Ella era la que me traía la insulina y los pañales, pero consigue cada vez más poquito, muy poquito. Y ahora por suerte los vecinos me comparten comida. Se come, poquito, pero se come", cuenta Rosalobo, que habla pausado, porque no quiere lagrimear.
"Esta casa se la prestamos a la abuelita hasta que muera", dice Edith Najarro, de 54 años, la representante de un centro comunitario cercano, mientras Rosalobo asiente con la cabeza. Sus días pasan bajo ese techo de madera, y ahí espera.
Miriam Gonzalez tiene 31 años, es paraguaya y tiene tres hijos. Antes de la cuarentena trabajaba como empleada doméstica en un barrio privado de Nordelta. Estaba en negro y cuando ya no pudo viajar hasta esa casa de familia, la echaron. Su marido, también se quedó sin empleo. Ella cobraba $17.000 mensuales, pero ahora solo le entran los $10.000 del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) porque tiene su documentación al día.
De todos modos, su situación no la preocupa tanto como la de su padre, Silvestre González, de 63 años, que está en cama por una enfermedad pulmonar. "Es piel y hueso", dice.
A Silvestre se le venció la residencia y no llegó a renovarla antes de que pandemia cambiara el funcionamiento de absolutamente todo. Por eso no puede aspirar a cobrar la IFE. Sus ingresos son nulos. Pero lo más urgente ahora es que tiene fiebre, le cuesta tragar y casi no puede levantarse. Su hija hace una semana que pide una ambulancia y no la consigue.
"Hace siete días que llamo a emergencias y me dicen que no tienen una ambulancia disponible. Él era fumador, yo no sé si tendrá cáncer o qué. Yo creo que sí tiene", se lamenta Miriam. "Soy enfermera profesional, y a Silvestre lo veo muy mal, muy flaco", señala Casas.
Antes de la pandemia, cuando las necesidades eran las de siempre, una señora del barrio que padece un cuadro similar le compraba a Silvestre algunos medicamentos y luego se los dividían. Ahora cada vez vienen menos comprimidos, y él tampoco tiene en claro cuál es su diagnóstico. Incluso antes de la cuarentena tuvo que dejar de ir al hospital porque no tenía dinero para trasladarse. Y tal como dice su hija, Silvestre está en su casa, acostado, rígido, como si su realidad lo aplastara contra la cama. Sus días pasan bajo ese techo de material, y ahí espera.
"¿No le habrá dado el dengue?", se pregunta Victoria Espinoza, de 32 años. Hace algunos días ella padeció esa enfermedad, que es la que más acosa a los vecinos de Cuartel V. Espinoza se fue con 39 grados de fiebre hasta el hospital Abel Zubizarreta, en Devoto, porque dice que "en Moreno te tenés que estar por morir para que te atiendan".
Ahora está recuperada. Ella colabora en el merendero Señor de los Milagros, que está a pocos metros de otro comedor comunitario en donde Cáritas reparte cerca de 80 porciones diarias de comida. En el merendero las necesidades se acumulan mucho más rápido que los alimentos.
Desde la municipalidad de Moreno, indican que los comité de emergencia son los encargados de contener la crisis, y que hay más 40 ollas populares en los barrios más vulnerables, principalmente en la zona de Los Hornos.
"Junto con Nación, también tenemos planes de infraestructura para asfaltar y mejorar la accesibilidad, pero ahora cambiaron las prioridades por la crisis sanitaria. Igualmente, lo que más nos preocupa es la situación alimentaria. Hoy voy a tener una reunión con el ministro, Daniel Arroyo, para decirle que el fondo rotatorio de Moreno debe ser mayor. También estamos llevando los bolsones de alimento de la escuela pública", señaló Mariel Fernández, intendenta de Moreno.
Al Señor de los Milagros acude Sandy Soberon, de 24 años. Es peruana, llegó hace dos años, tiene dos hijos, y como aún no tiene la residencia, tampoco percibe ingresos. Del merendero también come Kimberly Rodríguez, de 25 años, que no puede cobrar la IFE porque ya lo percibe el padre de sus hijas y solo lo puede cobrar un integrante de cada familia. El problema es que ese padre se fue, y ella no tiene ni una pista sobre su paradero.
Otro caso es el de Juana Isabel Chiambi, de 23. Tiene un hijo en brazos, no posee la residencia, no percibe ingresos. Y María Almirón, de 29. No tiene ninguna entrada de dinero, es madre de tres hijos y padece una tuberculosis ganglionar que la tuvo internada en el Hospital Muñiz.
La que revuelve la olla en el merendero es Marta Meléndez, de 40 años. Está preparando un locro para el mediodía. La entristece que la pandemia los haya puesto en una situación sin salida: cada vez necesitan más, pero cada vez reciben menos.
Según Olivia Casas, que además de ser enfermera atiende un quiosco, los precios aumentaron un 50% desde que empezó la cuarentena. "El flete salía $500, ahora sale $1000. Un maple de huevos yo lo vendía a $140, ahora lo consigo a $210 en el mayorista. ¿A cuánto se lo tengo que vender yo a la gente? Es una locura. Yo llamo para denunciar estos aumentos de precios, pero me pasan canciones mientras espero a que me atiendan, hasta que me quedo sin crédito, y nadie me tomó la queja".
La frase, "Dios aprieta, pero no ahorca", se repite como un mantra, o tal vez, como una expresión de deseo. En este barrio la vida es cruda, y hasta dolorosa. Por el momento, el coronavirus no ingresó a Cuartel V. La paradoja, es que acá el problema ya no es lo que podría entrar, sino que la gente intenta salir y por ahora no puede.
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