Coronavirus en la Argentina: el Barrio Chino, entre locales cerrados y mucha incertidumbre
Hoy, el Barrio Chino no recuerda al Barrio Chino. La postal que se ve desde el imponente arco de piedra custodiado por leones de la calle Arribeños es elocuente: a mano izquierda, hay abierto un solitario local de comidas al paso, sin clientela, y luego, a lo largo de 50 metros, una sucesión de persianas bajas en ambas veredas. Es un paisaje opuesto al que caracteriza desde hace años a este rincón de Belgrano, donde en dos cuadras se acomodaba todo un bullicioso y colorido universo: faltan las mesas en la vereda, el movimiento frenético de peatones y comerciantes, los bazares, los penetrantes olores de la cocina asiática flotando en el ambiente.
"Esta crisis pegó fuerte", resume Fernando Hung, una de las personas que más conoce la zona, para explicar cómo impactó aquí la cuarentena para evitar la propagación del nuevo coronavirus. Nacido en Taiwán hace 49 años, Hung se radicó en la Argentina a los nueve y hoy preside la fundación Chinapass, con sede en Arribeños al 2300. "El barrio nació en 1978, con la primera asociación de inmigrantes taiwaneses y, poco a poco, fue creciendo. Es un barrio que vive del turismo, al que cada sábado y domingo entraban 20.000 personas", explica.
Según datos de la fundación, hay unos 130 comercios con dueños chinos: 50 restaurantes, bares y cantinas; 40 bazares, locales de regalos y de moda; 12 supermercados, almacenes y dietéticas; el resto son peluquerías, negocios de informática y telefonía, asociaciones varias, kioscos, una agencia de viajes, una óptica y dos centros de medicina. Pero muy pocos están hoy abiertos, apunta Hung: "Solo un 10%, facturando el 30% de lo habitual".
Punta del iceberg
En las últimas semanas cerraron definitivamente al menos dos restaurantes históricos: Hong Kong Style y el popular Todos Contentos, una de las primeras cantinas chinas de la ciudad. Precisamente en la puerta de este, cerrado el 30 de mayo, está parada Yie, que mira con tristeza cómo dos albañiles pican una pared para desmontar la barra de su antiguo negocio.
"No hay trabajo, hay que pagar muchos impuestos y sueldos y con el delivery no alcanza", dice. En el salón donde solían sentarse los comensales, ahora se amontonan mesas, sillas, bachas y heladeras que Yie espera sacar pronto de allí para pasar de capítulo: "Por ahora no quiero pensar en el futuro, solo llevarme las cosas rápido". Hung se emociona cuando recuerda que almorzaba ahí al salir de la escuela, el único lugar donde se servía arroz con cerdo o pollo frito al estilo chino. "Sobrevivió la crisis del 86, la del 89 y la de 2001 –cuenta-. Traducido al argentino, es como que un vecino de Caballito vea cerrar la confitería Las Violetas".
Dragón Porteño es otro ícono del barrio en la cuerda floja, después de dos décadas de existencia. Según relata su encargado, Tony Cheng, ya habían tomado la decisión de cerrar para siempre esta semana, pero a último momento llegaron a un acuerdo con la dueña del inmueble para aliviar el costo del alquiler. "Vamos a probar hasta fin de julio, abriendo solo de noche para delivery, pero si este mes no repunta, cerramos definitivamente", dice Cheng. Para reducir costos, tuvo que despedir a la mayoría de sus empleados: "Tenía ocho y ahora me quedan tres".
Los grandes restaurantes son solo la punta del iceberg, los primeros en caer por su estructura de costos, señala el presidente de Chinapass. Las típicas cantinas, que ofrecían comida asiática al paso a precios económicos hoy están todas cerradas porque dependían exclusivamente del turismo. "Y muchos de los bazares están empezando a decidir si cierran. Los negocios que se mantienen abiertos son todos negocios familiares", agrega.
"El virus nos pegó a todos"
Es poco el movimiento en la tarde de ayer en Arribeños. Hay un bazar y un par de kioscos atendiendo y algunos restaurantes solo para delivery que enfrentan la crisis ofreciendo en sus vidrieras productos, que antes formaban parte de sus cartas: cervezas, botellas de vino, gaseosas y hasta latas de alimentos típicos. Apenas se ve un puñado más de gente en los supermercados como Casa China, donde cuatro clientes aguardan para entrar. "Esto esta vacío, el cambio es abismal", se sorprende Héctor Schreiner, que vive en la zona norte del conurbano y no pisaba el Barrio Chino desde antes de la pandemia. "Los fines de semana era un hormiguero, y ahora apenas se juntan algunas personas más que en la semana -comparten Victoria Sánchez y Daniel Herwig, dos jóvenes que viven por la zona y salieron a pasear con su perra-. Ahora podés pasear tranquilo en la calle, pero los comerciantes venden muy poco y no hay tantas cosas para comprar".
En 1997, Antonio Chang instaló, sobre la calle Mendoza, la única óptica de la zona. Es cuidadoso con la higiene: toma la temperatura de todo el que ingresa y rocía sus manos y calzados con alcohol. Su local es considerado esencial y sigue abierto pero "trabajando al 10% de la normalidad, porque la gente no tiene plata". Chang pinta un presente triste: "El Barrio Chino siempre fue imbatible, estuvo un poco mejor o peor, pero siempre trabajó, como Once o Florida. Esta vez es diferente y el virus nos pegó a todos". El bajón empezó en febrero, dice, cuando el coronavirus aún no había llegado a la Argentina, pero los prejuicios alejaron a muchos clientes del barrio. "Acá hubo solo 15 contagiados y todos muy recientes", cuenta.
Cruzar otra vez el océano
A unos metros de allí, Yi Chung enciende un cigarrillo y se sienta en el umbral de su negocio de piedras energéticas, aceites esenciales, banderines tibetanos, figuras de Buda y otros objetos del estilo. Está enojada con la forma en que el Gobierno manejó la pandemia. "Ya fueron demasiados días, no le veo una salida cercana", opina esta mujer de 37 años nacida en Taiwán y con muchos años de residencia en nuestro país. Sus ventas bajaron "bastante", pero por ahora puede sostenerse porque no tiene empleados. Chung es madre de una niña de seis y está pensando en mandarla a estudiar a China porque imagina un futuro complicado para Argentina. "El día de mañana esto se va a poner difícil, por la seguridad", dice.
Es un fenómeno que, por lo bajo, empieza a crecer al interior de la comunidad. La idea de cruzar otra vez el océano, de volver a una patria que dejaron pobre y ahora es potencia mundial. "En los ojos de las familias inmigrantes veo que están perdidas y confundidas –relata Hung-. Se preguntan: ¿sigo luchando en este país o me voy? Hay muchas familias con intención de volver a China. Esto no había pasado nunca".
Para el porteño promedio, el Barrio Chino es un punto de encuentro con una cultura milenaria, un buen plan de fin de semana, un espacio donde comprar productos que se consideran exóticos. Para la comunidad china es muchísimo más. "Un centro espiritual, el lugar de recuerdo, donde pueden venir a caminar tranquilos y sentirse a gusto en el mundo", explica Hung. Dice, también, que todo inmigrante es un luchador y, por eso, confía en que cuando la crisis pase el barrio recuperará su magia de antaño: "Yo tengo fe. La comunidad sabe reconocer su derrota y sabe dar el paso cuando llega la oportunidad. Esa es hoy nuestra esperanza".
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