Coronavirus en la Argentina. Así es el crucial trabajo que hace a diario una promotora de salud en la Villa 31
A las 11 de la mañana, las calles de la Villa 31 están casi vacías. "Algo inusual", dice Bania Quispe, una de las 16 promotoras de salud del barrio, mientras se pone el camisolín celeste y se acomoda el barbijo, para ir a hacer su recorrida por el barrio. El sol aún no evaporó el hilo de agua que queda estancada en la mitad de las calles Las casas, más altas año a año, atrasan su luz. Los frentes de algunas están pintados de colores pastel y otras muestran sus ladrillos desnudos, sin revocar. Algún que otro mural asoma en forma inesperada y resaltan las letras de rock, una poesía barrial o algún rezo colectivo. El cielo se ve intervenido por una red de cables que entrecruzan el aire con formas geométricas. Bania nació en Bolivia, pero llegó de niña a Buenos Aires y recorre el barrio con la seguridad de quien se crió en ese lugar.
"¿Acá hacen el hisopado?", le pregunta una pareja joven que la ve salir del Polo Educativo María Elena Walsh, la escuela que el Gobierno de la Ciudad inauguró en 2019 y hoy es el centro operativo del Plan Detectar. En un operativo en conjunto entre Nación y Ciudad, todos los días salen de aquí varios grupos de médicos, enfermeros, promotores y voluntarios que visitan a la gente del barrio para aislar a los infectados por Covid-19 y rastrear a sus contactos más estrechos en los últimos 15 días. Les preguntan si tienen síntomas, si estuvieron en contacto con un infectado y, en caso de que sea así, los acompañan a testearse. Es un trabajo en red que lleva mucho tiempo y coordinación, en el cual los promotores de salud son esenciales porque viven ahí.
A diferencia de la prevención primaria, la promoción de la salud busca fomentar hábitos y estilos de vida saludable. Una labor clave en la Villa 31, donde hasta ayer hubo 25 muertos por coronavirus y al menos 2365 contagios.
Bania tiene 32 años y dos hijos pequeños que durante el día se quedan en la casa con su marido, ya que trabaja por la noche como mecánico de colectivos. Ella les deja preparadas todas las comidas del día y cuando llega de su trabajo alrededor de las 16, se dedica a hacer las tareas escolares con sus hijos. Necesitan de su celular para acceder al material virtual que la maestra le sube a las redes. Allí viven también sus padres y sus hermanos. "Me gustaría tener mi propia casa algún día", dice esta trabajadora de la salud, que reconoce su vocación de servicio gracias al ejemplo de vida de sus padres.
Tiene un caminar lento y es de pequeña estatura. Le gusta andar por el medio de las calle y va saludando a los que la reconocen. No es de mucho hablar pero sus ojos pequeños y oscuros expresan la ausencia de palabras. Su agenda de ese día es visitar a Susana Ibarra, una vecina que debía hisoparse en el fin de semana pero no se presentó. "La gente no va porque tiene miedo de que se la lleven a un lugar que no conoce, tiene miedo a morirse sin nadie conocido cerca. Ve que aíslan e internan a sus vecinos o familiares y le llegan versiones deformadas de esa experiencia. La estigmatización y la inseguridad son otros de los motivos para no ir", dice.
Los negocios del barrio están cerrados con rejas. Algunos almacenes abren pero tapan todo el frente con un plástico, al que le recortan un cuadrado mínimo para entregar la mercadería y recibir el pago por ahí. La poca gente que camina por la calle va en silencio, como si los barbijos los amordazara. Cada tanto, alguna motocarga pone algo de vida en ese deambular taciturno, gracias a los chiflidos de su conductor, para que los transeúntes se aparten hacia los costados.
Susana no esperaba la visita. Afuera de su casa hay colchones y muebles parados al lado de la puerta. Eran de su padre, Agustín Navarro, un referente del barrio que murió por coronavirus una semana atrás. Como ella no tenía síntomas, le pospusieron el testeo. "Queríamos que pudiera hacer el duelo. Es cruel no poder despedir a la familia.", explica Bania, mientras golpea su puerta varias veces.
Susana, finalmente abre. Es joven y su pelo desteñido está atado muy tirante. Sus ojos son oscuros y opacos, con un cansancio antiguo. Lleva puestos unos guantes de limpieza de color amarillo, como un escudo de resistencia contra ese enemigo invisible que vino a invadirlos y a arruinar sus vidas. Con los ojos entrecerrados por la luz del día, escucha a Bania que le habla en un tono bajo y suave. "¿Por qué no fuiste el domingo? Vos sabés que es importante, yo te lo expliqué hace una semana".
Bania le enumera todas las razones por las que tiene que hacerlo: su marido, sus tres hijos, su mamá, sus vecinos. Susana la escucha en silencio, algo confundida y triste. "Confío en que va a venir, la miré a los ojos y creo que me entendió", dice Bania mientras nos alejamos. "Este es el trabajo que hacemos los promotores.Yo tengo 43 familias a cargo. Los visito, controlo que hagan el aislamiento, les doy contención y les acerco alimentos. Hay que estar con las familias", dice.
Bania ingresó a la carrera de Enfermería en la Escuela Ceclia Grierson, unos años después de salir del secundario. Al mismo tiempo, conoció a su marido y cuando llegaron los hijos, tuvo que abandonar sus estudios. Sólo le falta un año y quiere retomar pronto para especializarse en Enfermería Comunitaria. En 2015, aprovechó la oportunidad de capacitarse como promotora en los centros de salud del barrio que dependen del Gobierno de la Ciudad (CESAC).
Ponete el barbijo
"Esta pandemia nos agarró de sorpresa, pero los promotores la entendimos rápido", dice, mientras su celular suena compulsivamente. Durante sus horas de trabajo no come ni toma nada. No se saca el barbijo bajo ninguna circunstancia. "Hay compañeros que se contagiaron y no quiero correr riesgos. Mi abuelita tiene 83 años y no quiero que se enferme por mi culpa", dice.
De regreso al centro de operaciones, Bania se cruza con otros grupos de promotores que vuelven satisfechos de ver la responsabilidad de los vecinos pero están preocupados por el mensaje "anticuarentena" que tuvo asidero en otros y que perjudica el operativo. "¡Me dicen que el virus no existe!", se indigna uno de los promotores que está en el grupo.
Parados en la esquina de una de las plazas del barrio, reorganizan las tareas pendientes y deciden ir a buscar a una mujer que les había pedido más tiempo para preparar sus bolsos, por si tenía que quedar internada. Bania y el resto del equipo caminan por pasillos laberínticos donde viven cientos de familias. "Ponete el barbijo", es la frase que se repite a cada rato, cuando se cruzan con alguien que va con la cara descubierta.
La mujer los estaba esperando. Mientras ella cierra su casa, el médico del grupo toca la puerta de otras casas, saluda a los vecinos, les hace las preguntas de rutina y les aconseja cómo cuidarse.
Ya cerca del mediodía, es hora de regresar. El barrio está despierto, las calles están más pobladas y las cumbias compiten de cuadra en cuadra. En las carnicerías hay una fila de gente que espera afuera del local, a distancia y sin hablarse. Bania se ve cansada pero anota en su celular los nombres de las familias que tiene que visitar al día siguiente.
En el Polo Educativo, todos almuerzan alrededor de mesas bajitas y sentados en sillas pequeñas, de color azul eléctrico. Es un aula del jardín de infantes ahora convertida en comedor. La luz entra por todos los ángulos y crea una sensación de vida que contrasta con la mirada perdida y desesperanzada de Bania. "Tengo mucha necesidad de que esto termine", dice.
"Me da miedo ver morir a tanta gente. Muchos son conocidos míos de toda la vida. Desde que empezó la pandemia, los vecinos me saludan de lejos, no recibo más abrazos y extraño mucho ese contacto. Todos los días me levanto con la esperanza de que encuentren una vacuna", murmura casi para adentro.
Después del almuerzo, se sigue acercando gente para testearse. Desde lejos, una mujer que rodea con su brazo a sus tres hijos, saluda con la mano levantada. El barbijo le tapa la mitad de la cara y la capucha de la campera le oculta el resto. Se acerca más y, sí, es Susana.
Bania tenía razón, la había convencido.
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