Raúl Aro y María Más se instalaron en la solitaria La Delfina, en el partido de General Viamonte
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“Los pulperos somos una especie en extinción”, confiesa Raúl Aro, de 77 años, marino y extripulante del crucero ARA General Belgrano. Hace 53 años está casado con María Más, de 73 años, y desde 1999 decidieron probar suerte y comprar una pulpería de 115 años en el paraje La Delfina, de apenas 20 habitantes, en lo profundo del mapa del partido de General Viamonte, a 15 kilómetros de Los Toldos.
“Le pusimos Isla Soledad”, cuenta Aro, en homenaje a una de las islas del archipiélago malvinense y por una de sus hijas. “Somos felices trabajando juntos, no tenemos tiempo de aburrirnos”, confiesa Más.
“Tenemos a favor la poca contaminación de presencia humana”, afirma Aro. El Paraje es un refugio de silencios. A un costado de la ruta provincial 64, de tierra arenosa, la pulpería está protegida por una espesa vegetación que le da reparo del polvo y del olvido. A finales de los 90, Aro trabajaba en el puerto de Buenos Aires y lo despidieron. La familia estuvo sin rumbo unos meses hasta que se acercaron a Los Toldos. “Vimos en una inmobiliaria un cartel donde decía que se vendía una pulpería en un pueblo”, recuerda Aro. No lo pensaron mucho, desde junio de 1999 cambiaron el ritmo de vida marino y portuario por los ciclos de la vida rural.
“Son recuerdos que nos ayudan a vivir”, cuenta Aro al referirse a la curiosa decoración que le dio a la Pulpería Isla Soledad: cabos, relojes de barcos, fetiches marineros, una boya y un ancla, acaso los objetos que menos uno espera hallar en el horizonte pampeano. La vida de un marinero que naufragó en tierra curtida. Un afiche del Crucero General Belgrano convive con ilustraciones de tiempos idos, y una colección de almanaques. El más actual es de 2014. El tiempo no entra a la pulpería, querida por una cofradía de gauchos y aventureros.
“Navegué 56.000 millas con el Belgrano”, recuerda. Esa vida aún lo reclama en los recuerdos. “Era un barco muy noble, podía navegar 33 nudos”, cuenta.
En su mostrador, donde se exponen las señales propias que necesitan ver los gauchos: botellas de aperitivos y el infaltable sifón de soda, afina su memoria y la coloca en tormentas en los mares del sur con olas de 13 metros de alto. “El Belgrano navegaba a la capa”, enfrentando las olas.
El interior del boliche es un puente de mando de recuerdos de sus años en el mar. Se formó en la escuela de marinería de la isla Martín García.
Es una gran historia de amor la que además sostiene a la pulpería. Hace más de medio siglo que María y Raúl se tienen el uno al otro. “Estamos viendo pasar el tiempo juntos”, dice la primera, con una sonrisa que podría alegrar hasta a la persona más triste. La función que cumplen es invalorable. Es el único boliche que ha quedado en una larga extensión de pampa desierta.
“Hago comidas, además”, advierte. A la picada religiosa que Raúl produce con los productos toldenses, donde no falta el queso Gouda, traído a estas tierras por inmigrantes holandeses, María abre los secretos de su cocina con corte familiar. ¿El menú? “Lo hago sencillo, lo que el cliente quiere comer, se lo hago”, asegura.
“Somos un centro asistencial en medio de la nada”, resume Aro. El matrimonio se ha hecho conocido en ese mundo rural del boca a boca, y donde los celulares pierden eficacia y el dinero pasa a ser un elemento poco importante. La pulpería, con su más de un siglo de existencia, ha entrado al Partenón de las “paradas obligadas”, puntos en el mapa en donde el gaucho, el puestero, el trabajador rural, camioneros y contratistas, pero también turistas e influencers de viajes se detienen sin dudar. “Atendemos a todos los clientes como si fueran amigos”, asegura Aro.
La grapa y las tradiciones
“Lo primero es lo primero: la grapa —anticipa Aro—. Es la bebida nacional y primera”. El marino no pierde el sentido de lealtad hacia las tradiciones. Son las que sostienen las paredes de las pulperías. Cualquiera que entra, debe tomarla. Es sin cargo. “Señal de amistad”, advierte Aro.
El tren ya no pasa más en la estación de La Delfina, los pobladores no suelen verse y son tan pocos que el paraje parece deshabitado. “Tenemos la naturaleza, con sus amaneceres espectaculares y ocasos hermosos”, cuenta Más. El campo se ha despoblado, y la vida ha cobrado una dimensión de sencillez. Por el camino, además de viajeros y vecinos, se cruzan mulitas, zorros y se oye el mugido de alguna vaca perezosa.
“Nos contamos nuestras vivencias. Tenemos una vida divertida”, confirma Aro. Lejos de estar en soledad, la pulpería a veces es un hervidero de gente. Icónica y con fama de vender bebida helada, a lo que se le suma las comidas de María, la actividad es intensa al mediodía y al caer la tarde. Caballos, motos, pick ups, tractores y autos oxidados que siguen funcionando por costumbre no por mecánica ni combustible, paran en la puerta para realizar una ceremonia que alimenta la leyenda: saludar al matrimonio, y tomar un aperitivo, jugar al metegol o al pool.
“Teléfono público”. Un cartel en la puerta anticipa la existencia de un elemento que no ha perdido valor. En un universo donde la señal telefónica es una quimera, la línea fija es reportada como único medio de comunicación entre seres humanos. Cuatro teléfonos públicos sostenidos por cables y que muestran la historia reciente de este aparato, conviven en la pulpería, uno de baquelita y los otros tres sucesivamente algo más modernos. La actualidad es tener al menos una década de antigüedad, de allí, hacia atrás en el tiempo. Todos funcionan.
“Si te pasa algo en el paraje, están mis viejos para ayudarte, siempre te van a dar una mano”, cuenta Guadalupe Aro, hija del matrimonio, la única que vive cerca, en Los Toldos y tiene una pizzería. Heredó el amor por la pulpería. “Jamás imaginé que mis padres se vendrían al campo, es un lugar distinto, ellos son felices allí”, afirma.
Cuenta una anécdota divertida. “Un fin de semana a mi madre le dejó de funcionar el celular: tenía más de 400 mensajes de personas que querían venir a comer a la pulpería”, afirma Guadalupe. El colapso en el teléfono responde a la demanda de recuperar sabores y aromas que solo en las pulperías y boliches de campo pueden hallarse.
“Si te faltó un queso, algo de pan, una bebida o querés tomarte un vermut antes del almuerzo, pasás por la pulpería”, reconoce Guadalupe. Natural y simple.
El Paraje La Delfina debe su nombre a Delfina López Alfaro, familia dueña de estas tierras. Habitado por colonos, cuando el ferrocarril pasó y podía no solo trasladar la producción sino pasajeros que bajaban en el Estación Once de la ciudad de Buenos Aires, tuvo prosperidad. “Se instaló un peluquero, una tienda de ropa y una cabina telefónica”, afirma Enrique Arambarri, vecino toldense. “Hasta los años 70 había una fábrica de dulce de leche”, reconoce. Tuvo un club de fútbol. “Y no mucho más”, agrega Aramberri, pero es un montón.
De todo aquello, solo queda la pulpería. El barco de Raúl que está encallado en un mar de tierra.
“Faltando el ferrocarril, quedan aguantando las pulperías, únicas e imprescindibles”, reflexiona Arambarri, quien trabajó todo su vida en el campo. En la actualidad, destinos turísticos deseados. “En nuestra tierra tenemos historias, misterios y por supuesto, la pulpería”, afirma Alicia Severini, directora de turismo de General Viamonte.
Entusiasta, reconoce que La Delfina y la presencia de Raúl y María producen atracción. “Es un lugar mágico. De las épocas de la taba, cubilete, truco y tabaco negro”, cuenta.
Y resume: “Un ex marino cuenta su historia de mares y puertos que siempre te recibe con una grapa —señala Severini—. Es un túnel en el tiempo”.
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