PEDRO LURO.- La tarea del capataz Severo Mogro es sencilla. Parado al costado de la puerta del colectivo, saludará uno por uno a los encapuchados, los ayudará a subir y esperará a que los treinta asientos se completen.
Severo tiene poco más de cuarenta años, nació en Bolivia y es uno de los sesenta cuadrilleros que hay en Pedro Luro, un pueblo a ochocientos kilómetros de Capital Federal, en el extremo sur de la provincia y en medio del valle del Río Colorado. Su trabajo es salir a reclutar jornaleros, trabajadores que vayan a los campos a levantar cebolla.
Cada año aquí se cosecha la mitad de la cebolla que se consume en la Argentina y más del ochenta por ciento que se exporta al mundo. Por eso, cuando la temporada tiene un año malo, los productores paran de invertir, los comercios dejan de vender, los contadores dejan de facturar.
"Este es uno de esos años fieros. La bolsa de cebolla está cien pesos, por más que digan lo que digan, no vale una mierda. Los productores la quieren aguantar para especular con el precio y muchos changos están desesperados por salir a laburar", explica Severo. Es por eso que esta madrugada su colectivo se llena de trabajadores en menos de cuarenta minutos.
Los que llegan hasta el vehículo también son bolivianos y escaparon de la misma realidad.
El país gobernado por Evo Morales desde 2006 y hasta noviembre de 2019, cuando renunció en medio de una fuerte crisis institucional, tiene once millones de habitantes, de los cuales 2,4 millones son pobres, y una tasa de desempleo del 4,9%, según la Base de Datos Socioeconómicos para América Latina y el Caribe (Sedlac).
Es sábado, son las cinco y media de la madrugada. Con un frío que dan ganas de abrazarse al motor viejo del Mercedes Benz, los encapuchados llegan al colectivo en grupos desordenados. Todos llegan con un balde de plástico de veinte litros en sus manos, esos que alguna vez tuvieron aceite lubricante para tractor.
A lo lejos todos parecen hombres, pero cuando los faroles del colectivo echan un poco de luz anaranjada sobre sus cuerpos, las caras de tres o cuatro mujeres aparecen entre las capuchas y los cuellitos de manta polar.
Las cuadrillas siempre van cargadas porque solo salen de ahí cuando están cargadas. No vale la pena meterse al barro con menos de una docena de trabajadores arriba. Hoy subieron treinta y cuatro, y van hacia un campo a once kilómetros, detrás del puente que pone el límite entre los distritos bonaerenses de Villarino y de Patagones.
"¡Bien, vamos muchachos!", grita Severo, y la puerta oxidada del colectivo rechina.
El camión, como le dicen, avanza por las calles de tierra de la villa saltando sin piedad entremedio de terrenos baldíos de pastizales altos y casas bajas sin revocar. Con el cambio en segunda, Mogro recorre cuatro cuadras, dobla a la derecha, sigue otras tres, gira con un movimiento brusco hacia la izquierda y cruza el ferrocarril.
Escapar del hambre
Sentado en el asiento del fondo, con el mentón tiritando entre las rodillas, Santos Almazán desempaña la ventana con el revés de su mano derecha llena de callos como piedras y dedos petrificados con uñas pálidas. A esas manos le debe todos sus logros.
Cuando cumplió doce años tuvo que escapar de Bolivia porque el hambre era insoportable. Cuenta que cuando llegó, "enseguidita" se echó de panza al piso para descolar cebolla. Pero dice que valió la pena. Con 30 años, tiene un "rancho" que él mismo levantó, cuatro hijos y la ilusión de que terminen la secundaria y estudien una profesión.
Historias como las de Almazán ocupan cada una de las butacas de este colectivo viejo.
Todos los encapuchados que subieron esta madrugada a la cuadrilla son hijos o nietos de los primeros bolivianos que llegaron a la zona sobre finales de la década del 70 como trabajadores golondrinas para la cosecha de cebolla.
Raúl Cruz tiene 56 años, es boliviano y llegó al pueblo en 1982, luego de que lo echaran de una constructora en Tarija cuando tenía 20 años y un hijo pequeño que mantener.
"Me vine de allá con un par de compañeros. Llegábamos derecho a los campos porque no teníamos ni dónde caernos muertos. Con el tiempo fuimos levantando algunas casas atrás de la vía, en la villa que en ese momento ni existía", recuerda el hombre, sentado en la mitad del colectivo.
Me vine de allá con un par de compañeros. Llegábamos derecho a los campos porque no teníamos ni dónde caernos muertos
Desde aquel momento, el éxodo de familias bolivianas hacia la zona del valle nunca se detuvo. En la última década el pueblo tuvo un aumento poblacional del 40% debido a la llegada de extranjeros. Según el censo, en 2001 había mil bolivianos, mientras que en 2010 se registraron 2200.
Antes de llegar al semáforo, una frenada brusca del colectivo despabila a los encapuchados y les hace cabecear el respaldar de adelante. Esta es la primera parada.
"¡Panadería! Tienen cinco minutos y los quiero todos arriba", dice Severo. Y todos, menos una pareja que sigue tapada con las cobijas, bajan para comprar lo que comerán al mediodía.
Son las seis. Los cinco minutos se hicieron veinte, y Severo empuja la puerta del local.
"¡Rápido, rápido que ya nos estamos yendo!", grita mientras los arrea hasta el colectivo.
De fondo, en la radio local, entre zambas santiagueñas, caporales bolivianos y alguna que otra cumbia santafesina, la locutora anuncia una mañana helada y una tarde cálida, con un cielo sin nubes, pero con mucho viento.
La puerta vuelve a rechinar, el colectivo encara la ruta y los focos amarillentos del techo se apagan. El traqueteo del motor deja en silencio los ronquidos, los bostezos y los ruidos de estómagos en ayuno.
Cada tanto, algún encapuchado mal sentado se cae entre los baldes porque acá adentro los asientos de cuero desgastado no tienen apoyabrazos ni son tan mullidos como para mantener un cuerpo en su lugar.
Ocho kilómetros después, el conductor toma una curva, sale de la ruta y se mete por una huella arenosa y de toscas hirientes. El colectivo se mueve de un lado al otro entre dos hileras de tamariscos.
Las cebollas
En el fondo, una tranquera de madera y alambres retorcidos marca el final del viaje. Severo estaciona al borde de un desagüe, al costado de dos pilas de cebollas arrancadas de la tierra y tapadas con un nailon negro empapado por el rocío.
En el valle, todos los años se siembran unas diez mil hectáreas de cebolla, pero se cosechan ocho mil
"Creo que son estas. Sí, son estas. De acá tenemos que juntar unas mil setecientas bolsas para que el día nos rinda", comenta, y se baja con una linterna para revisar si la cebolla es muy chica o está podrida.
En el valle, todos los años se siembran unas diez mil hectáreas de cebolla, pero se cosechan ocho mil. Esa diferencia se explica por los niveles de podredumbre en algunos lotes. Pero este está sano.
Desde abajo, Severo prende y apaga la luz de la linterna y los encapuchados empiezan a bajar con sus baldes. Llevan la comida, un gancho para arrastrar las cebollas, una cuchilla gastada para sacar la raíz y guantes para no tajearse los dedos.
"Bueno, la que está manchada sí, la blandita no", indica. El resto ya sabe bien cómo hacerlo.
Lo que ganaba en un mes allá, acá lo hago en una semana, pero allá las cosas eran más baratas, así que estoy en la misma. Bah, en la misma no porque esto es desgastante. Sufro mucho
Todavía no amanece y la escarcha que se juntó sobre la tierra arada penetra los borcegos y quema las plantas de los pies.
Los encapuchados dejan los baldes en el suelo y van de a grupos a juntar ramas secas, las amontonan al costado de las pilas de cebolla, las pisotean y las prenden fuego.
No piensan arrancar hasta que el sol aparezca.
La primera en tirar una bolsa de arpillera al suelo para empezar a juntar es Herminda Cardozo. Su vida es predecible, como la de muchas de mujeres bolivianas que nacieron en la miseria y así esperarán la muerte. Hace casi un año llegó a la zona con una amiga que le insistía con que "estaba linda la cebolla" y que se ganaba muy bien.
Tirada entre dos surcos, Herminda cuenta que le hubiera gustado ser maestra, pero cuando cumplió 15 años tuvo que dejar la escuela en Ciudad del Este para salir a trabajar. "Ahicito cuidaba chicos, limpiaba casas. Lo que ganaba en un mes, acá lo hago en una semana, pero allá las cosas eran más baratas, así que me doy cuenta que estoy en la misma. Bah, en la misma no porque esto es desgastante. Sufro mucho, pues aquí ahorita hace mucho frío. No estoy acostumbrada. Ni bien junte un poco de plata quiero volver al norte porque allá tengo a mis tres hijos".
Carlos tiene 22 años, es hijo de bolivianos y está en el campo porque tampoco a él le quedó otra. Tuvo que dejar la escuela en séptimo grado, cuando sus padres murieron. Dice que son cosas de la vida.
"Cuando tenía doce años mi mamá se enfermó de cáncer. Un año después mi papá se ahogó en un desagüe cuando salió en pedo de un boliche. Yo tenía un buen promedio en la escuela. Me hubiese gustado mucho estudiar medicina, pero no tuve otra que hacerme cargo de mi hermano más chico", cuenta mientras sacude su pantalón de vestir, todo manchado de barro.
El fin de la descolada, como se llama a arrancarle la raíz a la cebolla, les marca el mediodía. Mientras comen algún sandwich y beben una gaseosa cola del pico, Severo recorre los montones para controlar que estén listos para embolsar.
En seis horas el chango más baqueano pasó por su cuchilla cerca de 35 cebollas por cada minuto que estuvo arrodillado. El más novato, unas quince o veinte.
Santos, Raúl, Herminda, Carlos y el resto de los changos vuelven a arrodillarse, ponen una bolsa naranja entre sus piernas y empiezan a meter cebollas de a montones. Cada tanto se paran, tantean, rellenan con alguna más si es necesario y cosen.
"¡Esto va como rápido!", comentan. Y tienen razón. En menos de cuatro horas, esas cebollas sucias llenas de pasto que encontraron a la madrugada lucen brillantes y apelmazadas dentro de unos sacos de red. Severo pasea de un lado al otro.
"Savado: 1734 total [sic]", escribe en el primer renglón, y abajo detalla cuánto juntó cada uno.
El comprador de este lote le pagará a Severo cien pesos por bolsa. Él se quedará con el cinco por ciento, le dará el veinte al chango y con el resto pagará los insumos para el embalaje, la carga de las bolsas a un camión y el transporte hasta el mercado central de Buenos Aires.
"Conmigo pueden hacer hasta ochocientos mangos en un día. Esta temporada soy el que más ofrece. Pero nadie los obliga a subirse acá. Si ellos quieren pueden buscar a otro...", dice.
—¿Los cuadrilleros explotan a los recolectores de cebolla como dicen?
—No, eso es una mentira que inventan para no dejarnos trabajar. No los golpeamos, no les robamos ni les sacamos los documentos como dicen que hacemos. Ellos trabajan muchas horas porque quieren. La cosecha dura solo cuatro meses. Tienen que lograr que el sueldo les rinda todo el año. Y por eso muchos vienen con sus hijos.
—Eso es trabajo infantil...
—Llevar a nuestros hijos al trabajo forma parte de nuestra cultura. No subo nenes de ocho o nueve años. Los que suelen salir al campo tienen más de catorce o quince. Los preparamos para no ser unos vagos. Si no estudian, tienen que laburar.
Discriminación
El día ya no alcanza para nada porque es de noche.
Los encapuchados regresan a casa por la misma ruta. Llegarán, como temprano, a las nueve de la noche. Tendrán que cocinar, bañarse, dejar la ropa remojada en una palangana y sin dar muchas vueltas irse dormir porque mañana, domingo, es el día de paga.
Todos acá adentro comentan que perderán todo el domingo haciendo una fila en la puerta de la casa de Severo para poder cobrar un adelanto de lo que les debe desde la semana pasada.
Los encapuchados entran al barrio más dormidos que cuando salieron. El colectivo, que huele a todo, repite el mismo camino que hizo esta madrugada. Pero ahora, desde las puertas de sus casas, algunos vecinos del centro los ven pasar con desprecio.
Aunque la comunidad boliviana representa al 20% de la población de Pedro Luro, gran parte de esta ciudad no los integra, a pesar de que algunos llevan más de treinta años caminando por esas mismas veredas.
"En el centro se los ve cada vez más. Tienen alguna que otro bolishopping o una verdulería. Después los ves en la plaza central o a la costa del río. ¡Ah!, y no vayas al hospital porque está lleno todos los días...", dice Elvira, de 64 años.
"Estos bolitas vienen a sacarnos todas la tierras y a quitarnos el laburo. Es una vergüenza y una lástima en lo que se ha convertido el pueblo", comenta Carlos, 45 años, empleado bancario.
Pero al final del día Severo Mogro sabe que solo debe rendirle cuentas a los treinta y cuatro trabajadores que poco a poco bajan de su cuadrilla: "Nosotros vinimos pobres, vivimos como pobres, trabajamos como pobres y todavía seguimos siendo pobres. La riqueza está en la tierra argentina, pero los argentinos no se dan cuenta".
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