Su idealismo, sus ansias de cambiar el mundo, así como los consejos errados que recibió por parte de su guía espiritual, la llevaron por un camino totalmente equivocado para ella
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Un domingo por la mañana, sin pedir permiso, Florencia Luce levantó el teléfono y llamó a sus hermanos. “Espérenme en casa. Necesito hablar con ustedes”, les dijo.
Juntó sus pocas pertenencias, cruzó el portal y puso un pie en la calle.
La idea le rondaba por su cabeza desde hace meses, años. Pero no fue sino hasta un día de diciembre de 1982 que juntó el coraje necesario para huir del monasterio contemplativo donde había pasado los últimos 12 años de su vida como monja de clausura.
No es que hubiera estado recluida allí por la fuerza. En absoluto. Pero el control y la manipulación psicológica que se ejercitaban puertas adentro de la institución religiosa hicieron que le resultara imposible pensar en marcharse de otra manera.
A la distancia, Luce -que se crio en una familia argentina típica de clase media de un barrio tradicional- ve su experiencia como el resultado de su propia confusión, la necesidad de encontrar su voz en medio de una familia numerosa, y el peso contundente de las influencias de su entorno.
Su idealismo, sus ansias de cambiar el mundo, así como los consejos errados que recibió por parte de su guía espiritual, la llevaron por un camino totalmente equivocado para ella.
Si bien reconoce haber pasado momentos hermosos (“disfrutaba el canto gregoriano, el estudio, el cariño de mis compañeras”), su vida monástica estuvo marcada por las pequeñas mezquindades de la cotidianeidad en el encierro, la hipocresía, el secretismo, y un cúmulo de preocupaciones triviales muy alejadas de la vida espiritual que tanto anhelaba al entrar.
Aún así, demoró más de una década en salir.
“Es como cuando estás en un mal matrimonio y te seguís quedando sin entender por qué, o como cuando estás en una secta”, explica reflexionando sobre su experiencia, que plasmó en la novela inspirada en sus vivencias “El canto de las horas”.
Desde New Jersey, Estados Unidos, donde trabaja y vive con su marido y su hija, Luce conversó con BBC Mundo. Este es un resumen de su relato en primera persona.
Crecí en Buenos Aires en una familia de clase media de 5 hermanos. Y aunque en mi infancia íbamos a misa, la religión estaba ausente en nuestra casa.
Pero mi colegio secundario, que era laico, tenía un fuerte componente religioso. Fue en ese ambiente y a través de los amigos que me fui empapando de ese espíritu y cuando llegué a los 19 años, empecé a plantearme la vocación.
Ya estudiando agronomía en la Universidad Católica, sentí el “llamado”. Fue de repente, rápido. Me acuerdo perfectamente del momento en que tuve la sensación de que Dios me llamaba, fue una sensacion física.
En ese momento comencé a tener un director espiritual, un sacerdote que me habló del monasterio y me dijo que yo era la persona ideal para ese lugar de vida contemplativa.
Cuando pienso ahora en todo esto ya no lo veo así, creo que ese “llamado religioso” era parte de mi delirio y cuestionamiento.
Yo digo que se me presentó de afuera hacia adentro y no de adentro hacia afuera. Hoy lo veo como algo con lo que me topé y traté de calzarlo, porque sentía la necesidad de irme de mi casa.
Así como mis amigas -en un ambiente que era tradicional y conservador- se casaron a los 20 por la necesidad de irse, a mí se me presentó la posibilidad de irme a un monasterio.
Si bien no había grandes conflictos dentro de mi familia, había mucha gente en mi casa, mucho ruido, y yo tenía la necesidad de buscar un espacio propio.
Fue un error, un impulso. Yo era muy idealista y necesitaba encontrar algo trascendental, quería hacer algo por el mundo. Podría haber ido a misionar al norte si mi director espiritual me lo hubiera sugerido, pero él me guió hacia ese monasterio contemplativo de clausura.
La decisión
Además de mis padres, nunca tuve alguien que me dijera esto no es para vos. Cuando les conté mi decisión, reaccionaron mal, no lo podían entender. Mis hermanos me decían que estaba loca.
En ese momento, antes de entrar, tenía muchos amigos, era una persona sociable, deportista, tenía un novio, iba a bailar.
Pero cuando fui a hablar con la abadesa del monasterio ya no consideré otra cosa, me fanaticé y me decidí a entrar.
Me aceptaron enseguida, nunca me dijeron que espere, que lo piense, que termine primero mi carrera, ni cuestionaron mi fe tan frágil.
Y cuando me hablaban de la vida monástica, a mí me parecía perfecta.
Las reglas
Al entrar al monasterio, cortas tu vínculo con el mundo exterior. Llevé un bolsito con ropa muy simple. No puedes entrar con libros o una radio, ni nada personal.
Me asignaron a una joven que me mostró el lugar, me explicó las rutinas y las reglas, porque ingresas a un mundo donde tienes que obedecer un montón de reglas. La del silencio, por ejemplo: mientras cocinas, limpias o vas a clase no está permitido hablar. Solo hay un recreo donde puedes conversar libremente.
Te levantas antes del alba, y tu día está marcado por oraciones litúrgicas -que en la vida contemplativa son cantadas y comunitarias-, meditación, estudio, trabajo y más rezos.
Rezas por tu familia o por los conflictos que te indican. Hoy, por ejemplo, sería por la guerra en Ucrania.
La abadesa es quien lo decide. Ella recibía el diario todos los días, recortaba las páginas que consideraba de interés general y las dejaba en una sala donde todas las podíamos leer.
Toda la información llegaba filtrada, censurada. No tenías acceso a otra información: tu fuente era la superiora o lo que te contaba tu familia si venía a verte, en visitas que cada vez se hacían más espaciadas.
La idea era que todas estas actividades te condujeran a un estado de meditación y adoración a Dios.
Mundo mezquino
Yo me encariñé mucho con las hermanas que estaban allí, eran personas muy espirituales que se tornaron en mi familia.
Pero hilando fino, ahora veo que allí había mucho conflicto. Es un ambiente extremadamente cerrado con muchas reglas que se cumplen pero también se rompen.
Lo que se espera de ti es que alcances la pureza espiritual, que te entregues a Dios. Pero es una meta tan alta que pocos la pueden alcanzar, y ves que allí hay mucha gente que no debería estar.
Te encuentras que en la realidad es un mundo de celos, competencias, donde hay grupos, personas que te quieren mover el piso, como si se tratara de una empresa.
Es una organización vertical donde la madre superiora es la guía espiritual de cada una de las monjas. Es con la única con la que está permitido hablar de tus conflictos, y ella misma está muchas veces en el centro de ellos, porque te empiezas a sentir atraída hacia ella y a competir por sus afectos y favores.
Lo mismo pasa con respecto a los otros afectos que hay allí que son las otras monjas.
Y se generan ataduras que no son sanas. Comienzas a vivir por esos vínculos, para que te presten atención. Dejas entonces de vivir para Dios y vives entonces para la madre superiora.
Aunque el deseo físico cada una lo vivía de un modo diferente y lo podías sublimar, todo eso estaba desplazado hacia la parte psicólógica y por eso persistía ese deseo de que la superiora u otra monja te mirara o te prestara atención.
Todo eso era causa de muchas enfermedades mentales que se traducían en síntomas físicos. Yo vi a chicas que se enfermaron de la cabeza muy mal, que estaban medicadas.
Muchas hermanas sufrían problemas estomacales, dolores de cabeza y cuando las veía un médico nunca les encontraba nada.
Todo tenía que ver con el encierro. Éramos un grupo de mujeres encerradas siempre en el mismo lugar, sin distracciones, donde cada problemita lo veías amplificado con una lupa. Porque como estás en silencio, y no podés hablar, te quedas enganchada pensando y pensando en cosas pequeñísimas en lugar de enfocarte en lo trascendente.
Además no hacíamos ejercicio físico.
Había muchas jóvenes confundidas. Ese ambiente era mentalmente y emocionalmente muy desgastante, y esto me hizo empezar a cuestionar qué estaba haciendo allí.
Las dudas
Empecé a dudar sobre si tenía o no vocación religiosa desde el primer año. Pero al principio disfrutaba de la vida comunitaria. Además, me encantaba el estudio y la música.
Pero tenía crisis vocacionales muy periódicas y la abadesa me decía siempre que eso le pasaba a todas, que era un momento nada más, que yo me había adaptado muy bien y tenía vocación verdadera.
La crisis
Llegó un punto en donde me di cuenta de que aunque uno entra pensando que se va a transformar y va a ayudar a transformar el mundo, vas viendo que ingresás a una vida donde tenés que procuparte de las pequeñeces.
Yo rezaba, pero al final lo más importante eran otras cosas, como estar bien con las demás, que me consideren o que me den un trabajo mejor que el de limpiar los baños.
Es paradójico, porque en vez de olvidarte de vos y pensar en Dios, acabás mirándote el ombligo.
Pero el detonante fue un viaje que hice a un monasterio de Francia, a donde me enviaron para ayudar. Tomar distancia me permitió ver las cosas desde otra perspectiva.
Al volver sentí que me habían desplazado (algo que se supone debía aceptar porque era la voluntad de Dios) y para rematar la situación murió mi abuela, con quien tenía una relación muy cercana, y no me permitieron ir a su entierro, mientras que al mismo tiempo salía a tomar el té con la mamá de la abadesa.
Eso me ayudó a ver todo más claramente. Empecé a cuestionar más mi vocación y lo más grave fue que me di cuenta de que me estaba enfermando psicológicamente.
Así, después de 12 años, pude tomar la decisión.
La huida
Traté muchas veces de irme, pero la superiora siempre me convencía. Por eso dejé de hablarle, lo elaboré sola y, un buen día le dejé una carta en su escritorio cuando estaba ausente, y le expliqué que me iba de esta manera porque no podía hacerlo de otra.
Tomé mis cosas, y como hacía cuando salía a hacer algún trámite, sin decirle nada a nadie, pedí que me abrieran la puerta.
No lo considero un escape. Era la única forma de estar 100% segura de que podía salir de esta atadura psicológica y afectiva, pero después, en el monasterio, fui muy criticada por ello.
Me fui sin un plan, pero sabía que necesitaba irme y que iba a tener la contención de mi familia.
Fue un encuentro muy emocionante. Habían pasado muchos años y ellos no tenían lo menor idea de mis conflictos internos. Charlamos, lloramos; mi familia estaba feliz.
Una nueva vida
Cuando salí estaba pálida, transparente por lo delgada. Venía comiendo muy poco, consumida por la angustia. Pasaron semanas hasta reconstruirme físicamente.
Poco a poco empecé a estudiar, conseguí trabajo, me fui a vivir al centro, conocí a quien hoy es mi marido, que es estadounidense, y el resto es historia.
La terapia me ayudó a salir de esto, también la contención familiar y de mis amigos, y tuve mucha suerte.
Al regresar al mundo real mi mente volvió prácticamente a donde estaba antes de entrar. Sentía curiosidad por todo.
Me adapté muy fácilmente, fue como para un pez volver al agua.
Lo que sí me costó es pensar en el por qué me quedé allí tantos años. Eso sigue siendo una pregunta para mí.
Me gustaba la vida comunitaria, el tener tiempo para estudiar, leer, pero creo que la mayor fuerza fue la influencia de la abadesa, una mujer muy carismática y con mucho poder sobre todas.
Es como cuando te preguntas por qué la gente se queda en una secta o te quedas en un matrimonio que sabes que no es para vos.
No me arrepiento de haber entrado, porque fue una experiencia muy rica, pero sí del haberme quedado tanto tiempo.
Mi experiencia no me hizo perder la fe en Dios o en la vida espiritual, pero ahora la encuentro mucho más en textos literarios, o al escuchar un concierto, pero no en la institución de la Iglesia, cuyas contradicciones, hipocresías y mandatos me provocan mucho rechazo.
Yo le aconsejaría a quien esté pensando en iniciarse en la vida monástica, que no tome decisiones abruptas, que vivan otras experiencias primero, que no dejen sus carreras.
Y, a los sacerdotes, que son los guías espirituales, les diría que no traten de llevar a las jóvenes para su lado, que las hagan esperar, porque en ese momento en que están vulnerables, creen 100% que la palabra del cura, es palabra de Dios.
Por Laura Plitt
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