Cómo fue sobrevivir a una descarga eléctrica de 20 mil voltios y otros detalles que lo salvaron
El 18 de noviembre de 1994, justo una semana después de su cumpleaños número 26, Alejandro Peluso (49) trabajaba en la parte eléctrica en las usinas que alimentan las vías del ferrocarril Sarmiento en la estación Moreno. Ese día se encontraba, junto a unos 15 compañeros, realizando una obra de mantenimiento cuando uno de los ingenieros lo llamó para que se encargara de limpiar las llaves, unos equipos grandes que se enchufan a unas celdas de tres metros x tres metros. Alejandro se arrimó casi un metro, mientras su compañero se fue a buscar alcohol. “En ese momento sentí un fogonazo, no sentí como algo que me pateó ni me atrapó, veía un reflejo, sentía una paz enorme, observé una luz hermosa y le decía a Dios que ya está, que me llevara. En un segundo se me apareció la imagen de mis hijos cuando, de repente, me soltó la corriente”, recuerda a la distancia Alejandro, que había sufrido una descarga eléctrica descomunal de 20.000 voltios. Se quemó por fuera el 80% de su cuerpo y algunos de sus huesos se calcinaron.
Su papá, también ferroviario, estaba trabajando cerca y se acercó al lugar. Luego, llegó un policía que le preguntó dónde vivía y algunos datos personales. Aun consciente, lo subieron a la ambulancia que lo trasladó al Hospital de Moreno, donde lo durmieron y le empezaron a dar morfina.
Más de 300 operaciones
Durante aproximadamente cuatro meses Alejandro estuvo en coma, primero, y en coma farmacológica después. Un vez que lo despertaron fue llevado a una clínica privada sobre Independencia y 9 de julio, en la ciudad de Buenos Aires, lugar donde atendían varios especialistas del Instituto del Quemado. En ese sitio se despertó en una cama todo vendado. “Sentía un dolor tremendo que ni al peor enemigo se lo deseaba. Día por medio me ingresaban a un quirófano y me metían, dormido, dentro de una tina y con un cepillo con agua y lavandina me raspaban todo y me dejaban en carne viva”. Este escenario se repetía casi a diario. De hecho, durante el primer año de internación fue sometido a más de 300 intervenciones. Él estaba consciente, pero aún no sabía que le habían amputado cuatro dedos de su pie derecho ni la mano derecha. Además, había perdido musculatura en las piernas y en los brazos. En un momento, cuenta, era tanto el dolor que ya no aguantaba más y las enfermeras, a escondidas de los médicos, le inyectaban morfina porque no podían aguantar su sufrimiento. Su mujer, Mariela, iba todos los días a verlo al igual que su padre, pero los doctores no le daban ninguna esperanza de sobrevida. Alejandro la echaba porque no quería que ella lo viera en esas circunstancias. Lo cierto es que su esposa llegaba a las 6 a la clínica, volvía a las 21 a su casa donde los chicos eran cuidados por una de las abuelas, les daba de comer, se acostaba a dormir y a las 4 o 5 se levantaba para volver a la clínica. Aunque en ese tiempo él no lo sabía, Mariela estuvo siempre firme al pie del cañón.
Ese click llamado Gisela
En total, Alejandro permaneció internado durante casi dos años y medio. La mayor parte del tiempo la pasó en Terapia Intensiva. Por aquellos días le colocaban injertos con piel de cerdo porque era lo más parecido a la piel humana y eso hacía que se acelerara del cuerpo la salida de la piel dañada. Le quitaban parte de piel de lugares donde no se había quemado y hacían los injertos. Luego, había que esperar que se regeneraran los lugares donde le habían sacado piel para volver a hacer el mismo proceso varias veces.
Alejandro se encontraba en un lugar aislado donde sus hijos no podían ingresar a verlo. Sin embargo, una tarde cuando ya estaba en Terapia Común, Gisela (que en ese momento iba a cumplir tres años) se acercó a verlo y le dijo tan solo dos palabras: ´hola papi´. Suficiente emoción para su papá que entendió algo que hasta ese momento no tenía claro: por qué tenía que luchar y cuál era el sentido de su vida.
“A partir de ese momento traté de enfocar todos mis fuerzas en el día a día, trataba de entrar al quirófano con otra actitud pese al dolor que seguía siendo terrible. Comencé a rezarle a la Virgen de San Nicolás y le pedía fuerzas para salir de esta situación, por mis hijos y por mi señora”.
Alejandro fue atravesando problemas renales e inconvenientes en el hígado a raíz de los medicamentos que le suministraban. Pero la actitud ya era otra. Cuando le quitaron todas las vendas que cubrían su cuerpo, al principio le costó reconocerse, pero lo fue superando de a poco.
La vuelta a casa
Alejandro cuenta que llegó un momento en el que creyó que se había estancado en su recuperación, pero los médicos no se animaban a darle el alta. Junto a Mariela firmó un papel en el que se comprometía a volver varias veces a la semana para seguir con las curaciones. “Fue una felicidad enorme volver a mi casa y reencontrarme con mis hijos, en ese momento sentí que se me triplicaron las fuerzas. Al tercer día me senté en una silla después de casi tres años que había estado acostado. Yo le pedía agua a mi mujer y ella me decía que tenía el vaso muy cerca, que intentara tomarlo para de esa forma lograr una mayor autonomía e independencia”. A partir de ahí todos los días regresaba a la clínica en silla de ruedas. Luego, comenzó con kinesiología y al año y medio volvió a caminar. “No fue tanto el caminar, el sentir que volvía a ponerme de pie fue muy fuerte, estaba re feliz. De no saber que iba a hacer yo como persona a el hecho de pararme, fue un gran cambio, sabía que no iba a quedar tirado. Empecé a caminar con muletas, al principio, y me sentaba. Después de eso, no paré más”.
La hora de manejar y de regresar al trabajo
No bien comenzó a sentirse cada día con más fuerzas, a Alejandro le empezó a picar el bichito de volver a manejar. Lo primero que hizo fue ingeniárselas con una moto que tenía: cambió de lugar el manillar y en vez de acelerar con la mano derecha hacia abajo, lo hacía hacia adelante e iba con su moto para todos lados. No pasó mucho tiempo cuando sintió que había recobrado la fuerza en la pierna y entonces se propuso como objetivo volver a conducir su auto. Al principio, contó con la ayuda de Mariela que se ocupaba de los cambios, mientras él tomaba el volante y apretaba los pedales.
Alejandro tiene una renta vitalicia donde cobra menos de la mínima. Por eso necesitó volver a generar recursos para mantener a su familia. Lo primero que hizo fue, junto a un amigo, vender golosinas en un kiosko a nivel mayorista. Luego, pusieron un local y él repartía la mercadería en una camioneta. En el año 2000 (luego de haber ganado un juicio) puso un par de cybers, que en esa época estaban de moda. Cuando dejó de ser negocio los vendió y se dedicó a la Gestoría del Automotor. Y en la actualidad, junto a un socio, realiza mantenimientos de electricidad. Volvió a su viejo oficio y dice que jamás tuvo miedo de que se repita un hecho similar al de su accidente “porque lo que pasó no tenía que haber sucedido”.
El detalle que le dio la oportunidad de vivir
Como sus hijos (Gisela de 28 y Agustín de 24) ya no viven en su casa de Merlo, Alejandro y Mariela pueden hacer cosas que antes no hacían. Les gusta irse seguido a la casa que tienen en Mar de ajo y hace un año se fueron de vacaciones a Brasil. Como es una rutina, él estaba muy pendiente a la hora de evitar que el sol dañara alguna parte de su cuerpo. Pero se “moría” por volver a sentir el inmenso placer de meterse al mar luego de más de 20 años. Y se dio cuenta que muchos brasileros utilizaban remeras de manga larga para evitar los rayos del sol. Ni lerdo ni perezoso se compró una de esas prendas. Estaba cumpliendo un sueño.
Es fanático de Boca, pasión que comparte con Agustín. Y aunque podrían ir a la Platea solicitando el certificado de discapacidad, eligen ir a la Popular, cerca de “La 12”. Como los hijos viven en un departamento por Caballito, suelen encontrarse los cuatro por el centro para ir a tomar algo o a cenar.
Hace cuatro años Alejandro salió de su casa, pasó por un taller mecánico y un señor se le acercó a hablarle.
- ¿Vos tuviste un accidente hace muchos años en Moreno? –le preguntó el hombre.
- Sí, -le respondió, sorprendido, Alejandro.
- Yo era el policía que te auxilió en los primeros minutos y pensé que te habías muerto. No lo puedo creer -le dijo, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
- Que alegría volver a encontrarte después de tanto tiempo –se emocionó Alejandro.
- Vos sabes que en ese momento a vos no podían darte agua porque te estabas quemando por dentro, pero vos la pedías todo el tiempo. Y, de repente, un compañero tuyo se acerca para darte agua, yo se la manoteé y se la saqué. Si te la hubieras tomado podrías haber explotado por dentro.
Alejandro lo abrazó fuertemente y le volvió a agradecer ese gesto que resultó vital para salvarle la vida.
El accidente a Alejandro le dejó “miles de cosas”. Entre ellas, el superarse día a día, hasta hoy, y el disfrutar de sus hijos: “Aunque ya están grandes yo los veo como si fueran chicos, quiero vivir más tranquilo y seguir disfrutando de mi familia”.
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