Dentro de las impactantes Salinas Grandes, seis exclusivos domos son atendidos por miembros de las comunidades aborígenes de la zona, quienes además les enseñan sus costumbres
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SALINAS GRANDES.– “No existe otro lugar así en el mundo”, dice Eva Sivila, guía de turismo y staff del Pristine Luxury Camp en las Salinas Grandes en Jujuy, a 3600 metros de altura. Un exclusivo hospedaje de seis domos que se ubican ocho kilómetros salar adentro en la más absoluta soledad. “Estamos aislados de todo”, agrega. Agreste y con un clima riguroso, es atendido por miembros de una comunidad colla que lo veneran como un lugar sagrado.
“El salar es vida, la sal nos da todo lo que tenemos”, suma Mirta Alancay, a cargo del salón del Camp e integrante de la comunidad aborigen de Aguas Blancas. “Es nuestro territorio desde hace siglos”, afirma. Su abuelo Raimundo fue en 1987 el primer productor minero, las tierras donde se asienta el hospedaje son parte de su patrimonio. “Poder trabajar en el lugar donde nací es importante”, explica.
Él viajaba en bicicleta o en burro los 130 kilómetros que separan las salinas de San Salvador de Jujuy. “Fue un pionero”, reconoce Mirta.
Toda su vida estuvo en las salinas. Habita en un pequeño paraje llamado Campo Chico, donde viven menos de 50 personas, a cinco kilómetros de los domos. “En muy poco tiempo hemos cambiado la historia”, sostiene Walter Alancay, su hermano y presidente de la Cooperativa de Cachi del Chincho (sal del norte, en quechua). Todas las salinas están productivas, tienen la mina Nora y, a dos kilómetros, una empresa paraguaya extrae sal y la lleva a su país, que no tiene salinas.
No es fácil llegar a las salinas, y esto aumenta la aventura de estar en tierra inexplorada. “Primero tenés que pasar de nivel en la cuesta de Lipán”, detalla Sivila. Se refiere a un zigzagueante recorrido que culmina en los Altos del Morado, a los 4200 metros de altura. Allí los autos se exigen, y los viajeros frenan para aliviarlos del esfuerzo y sacarse fotos en el hito que marca este nivel sobre el mar.
Al lado, dos cholas con sus chulitos (gorros de alpaca con orejeras) venden artesanías, pero también hojas de coca, bicarbonato de sodio con los que se hacen los acullicos en la boca y yuyos como la rica rica y la pupusa, para mitigar el soroche, el temido mal de altura que ocasiona mareos y dolores de cabeza. Sus pieles están oscuras y curtidas por el implacable sol. Más allá de este paso, la ruta baja y, como un espejismo soñado, se ven las salinas.
“Son raras y enigmáticas”, apunta Sivila. El proyecto hotelero, autosustentable e inclusivo, no solo es atendido por collas, sino que está en territorio sagrado y dentro de una mina activa. “Muchos llegan y lloran, nadie ha vivido dentro de un salar”, comenta Sivila. La experiencia es asombrosa, la sal obnubila la mirada y es necesario el uso de anteojos oscuros para proteger la vista durante el día. “Es como estar en otro planeta”, describe. “Una base espacial”, cierra su idea.
Así se ve el complejo desde lejos. Alrededor de las salinas un cinturón de cordones montañosos las protegen. “El silencio te manipula y juega con tus sentidos”, confiesa. El viento envuelve al salar, pero por la noche desaparece, no sin antes limpiar el cielo de nubes dejando a las estrellas como únicas protagonistas de un manto diáfano e hipnótico. El 1° de agosto inaugurarán un domo transparente para disfrutar todo esto desde una platea preferencial, con protección y calor.
“Acá no venía nadie, era imposible llegar tan al fondo del salar”, recuerda Walter. Alrededor de este mar blanco con montículos de sal secándose al sol convergen 33 comunidades, en un límite que solo se ve en los mapas. Las salinas tienen una superficie de 210 kilómetros cuadrados y ocupan territorio de Jujuy y Salta: del primer lado viven los collas y del segundo, los atacameños. Ambos se juntan una vez al mes para debatir y comunicarse noticias; estos parlamentos mantienen unidas a todas las comunidades.
Un proyecto turístico concretado
En Aguas Blancas querían hacer un proyecto turístico para poder generar oportunidades laborales. Los pueblos originarios desde tiempos inmemoriales han usado la sal como producto para comerciar. Las salinas oficiaron como punto de encuentro de todas las comunidades que bajaban de los cerros para buscar el oro blanco. Walter tiene 39 años, desde los 13 acompaña a su abuelo y padres a sacar panes de sal. La usaban para trocar mercaderías y, en la actualidad, siguen haciendo trueque sobre la ruta 52, que atraviesa el salar y conduce al Paso de Jama para llegar a Chile.
“No importa el dinero”, sentencia Mirta y se enfoca en este ancestral método. La sal se intercambia por muebles, alimentos y todo aquello que ofrecen los productores en esta feria rutera. Ellos la extraen en panes para uso animal, humano y para hacer artesanías. Junto a su familia tienen además un emprendimiento, “Cachi” (sal en quechua): venden sal fina, gruesa y saborizada con especies salteñas. “La sal nos ha dado educación y sustento”, aclara.
El “turismo rural comunitario”, dice Walter, fue la base para pensar en hacer aquel proyecto que permitiera a la comunidad trabajar sin tener que ir a San Salvador de Jujuy y perder identidad. ¿Cómo se entiende en la Puna? Invitar al turista a formar parte de la vida y la dinámica dentro del territorio sagrado. “Queríamos mostrar cómo es vivir y trabajar en la salina”, sostiene. Entonces apareció Pristine.
La empresa hotelera quería desarrollar un producto, ambos acercaron visiones y nació el Luxury Camp Salinas Grandes. “En cada destino contribuimos con el desarrollo económico e impactamos de forma positiva en la comunidad local”, expresa Sergio Antigueta, director hotelero. “Entendimos que solos no podíamos”, reconoce Walter, y cuando el proyecto de los domos estuvo elaborado, lo presentó en el parlamento a las 33 comunidades de las salinas.
El 18 de noviembre de 2021 abrieron. “Nos cambió la vida”, afirma Walter. En el staff del Camp trabajan los miembros de la comunidad. “El turismo es una gran oportunidad”, admite su hermana. En los domos se quedan cuatro días y luego regresan a sus casas por la misma cantidad de tiempo. Además de este trabajo, como todos en los cerros, cría chivos y llamas. Con sus primos y hermanos, todos vinculados al Camp, juntan el ganado y se turnan para cuidarlo.
“No existe ningún tipo de contaminación”, aclara Alancay. Los domos están ubicados en altura sobre plataformas de madera, por lo que el viento puede seguir su curso. “La sustentabilidad es un pilar”, aclara Antigueta. Cincuenta paneles solares producen electricidad para todo el complejo: es el segundo parque fotovoltaico hotelero más grande del país; el primero está en Pristine Calafate. No hay agua potable en las salinas. Todos los días la comunidad Aguas Blancas acerca agua de manantial. Cada visitante es recibido con una botella térmica de este agua pura.
Las aguas grises son tratadas fuera de las salinas y se hace una minuciosa clasificación de residuos. “Solo los capacitamos en hotelería y ellos les muestran a los huéspedes sus tradiciones y cultura”, indica Antigueta. Una de las actividades consiste en salir a ver los piletones de sal de cuatro por dos metros, donde se cristaliza y luego es cosechada en montículos, en los que se seca durante un mes.
Esa es una de las magias que circulan en el aire, la otra es poder caminar sobre la sal. “Muchos le tienen miedo porque hay mitos de que te podés perder”, dice Sivila. Existen historias que trasladan el viento y los cerros, luces y voces que se oyen en esta pampa sin vegetación ni puntos de orientación. Mitos y creencias que fortalecen el encanto.
A la noche, el cielo reclama la atención. “Salimos a dar un paseo”, cuenta la guía, para observar las estrellas y contemplar la Vía Láctea en natural pureza. “Es como irte a otro mundo”, resume.
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