"Acá el oro son los huevos, es nuestro tesoro", cuenta el Jefe de Estación Ernesto Cardozo, desde el Apostadero Naval "Comandante Luis Piedra Buena" de Puerto Parry, en la Isla de los Estados, uno de los rincones más inhóspitos para el desarrollo de la vida humana.
Junto a tres compañeros, todos miembros de la Armada, durante los últimos 45 días fueron los únicos habitantes de la Isla. "El secreto está en ganarle al aislamiento. A veces la cabeza te juega una mala pasada", afirma. El único medio que tienen para comunicarse es la radio. Cada día pueden tener hasta ocho horas de luz gracias a un generador. Sin botes ni ninguna embarcación, la única manera que tienen de salir de la isla en el caso de que ocurra alguna emergencia es por helicóptero. Toman agua de un chorrito que cae desde un lago que está en la cima de una montaña, a cuyos pies, está el Apostadero.
Puerto Parry está dentro de un fiordo, un largo brazo orográfico muy accidentado, que penetra profundo en la Isla de los Estados. La maniobra que un barco necesita hacer para fondear en el Puesto es precisa y peligrosa. Primero debe entrar al Puerto Parry "exterior", y atravesando una angostura de apenas 50 metros de largo, llegar hasta el "interior". Una bahía cerrada por desfiladeros que caen abruptamente al mar, presenta una pequeña playa de menos de 1000 metros de extensión, de roca y restos de grandes conchas marinas, con aguas verdes, muy cristalinas, largos y grandes nudos de cachiyuyos (algas gigantes), hacen que caminar sea una paciente tarea. El Apostadero está recostado a la orilla de este remanso, alrededor de un bosque espeso.
"Somos nosotros cuatro en toda la isla, lo importante es buscarnos actividades", reconoce el suboficial Sergio Fleita. Sin posibilidad de salir, encerrados por las montañas y sin visitas de navegantes en época invernal, los 45 días son de extrema soledad.
"Lo peor que nos pasó fue cuando se congeló el caño del agua", explica Cardozo. A 300 metros de altura, justo arriba de Puerto Parry, está el lago Dufour, desde la ladera de la montaña baja un chorrito de agua pura que se une a un caño que llega directamente al Apostadero. Ese es el agua que beben y usan para cocinar y asearse. A finales de agosto se congeló. Ese día el hielo y la nieve estuvieron presentes durante toda la jornada. "Tuvimos que sacar todo el tramo del caño congelado, y llevarlo al puesto", recuerda Cardozo. El temporal fue muy fuerte, pero con un esforzado trabajo en equipo, encendieron una gran fogata para ubicar el caño al rescoldo. Las maderas de ñire, húmedas la mayor parte del año, no hacen buena brasa.
"Mantuvimos el fuego y al otro día calentamos la poca agua que teníamos y se la rociamos", agrega el jefe de Estación. "Casi nos congelamos", sostiene, al referirse al trabajo que tuvieron que hacer para reconectar el caño. "Estuvimos mojados todo el día, el agua era hielo líquido", refuerza.
Cada estadía en la isla tiene un lapso de por lo menos 45 días, que pueden ser más si el clima no permite la navegación. Un Aviso (un Buque de Estación) hace el relevo. Zarpa desde la Base Naval de Ushuaia, y tras pasar el revuelto Estrecho de Le Maire, donde se unen las aguas del Mar Argentino con las del Austral, influenciadas por la fuerza de las del Océano Pacífico, emerge "la isla misteriosa".
Asado en chulengo
Todas las provisiones bajan con el recambio de personal. Harina, cajones de manzana, naranja, levadura, harina, galletitas, salsa de tomate, mermeladas, arroz, fideos y los preciados cortes de carne. "Esta vez nos mandaron mucho pollo y fideos", comenta Cardozo. El maquinista cabo segundo David "Chispa" Domínguez fue quien se hizo cargo de las ollas. "Trato de abrir el abanico, hacer cosas nuevas", afirma.
El asado en un chulengo es una fija para los fines de semana, siempre y cuando el viento y la nieve lo permitan. Amasa pan y los sábados hace pizza casera mientras miran peleas de box. La levadura es un elemento que hay que racionar, pero los huevos tienen rango de tesoro. "Nosotros compramos maples extras, porque no se pueden acabar", asegura Domínguez.
La Isla de los Estados fue descubierta en 1616 por los holandeses Willem Schouten y Jacob Le Maire. El nombre proviene de Stateland (tierra de los Estados), nombre con el que se llamaba al parlamento holandés. Se creyó que era parte de la Terra Australis Incognita, un continente (la Antártida) que se conocía solo por suposiciones de navegantes que creían haberlo visto. Recién en 1643, la expedición del almirante holandés Hendrick Brouwer la circunnavegó confirmando de que se trataba de una isla. Franceses, holandeses y británicos fueron quienes más la visitaron. Sus escarceos de marea, las grandes corrientes, y lo complicado del dibujo de sus costas provocaron cientos de naufragios.
La presencia Argentina en la isla es reciente. En 1823 el comerciante germano argentino Luis Vernet exploró la isla, instalando un aserradero en Bahía Flinders, su objetivo era colonizar las Islas Malvinas, a pocas horas de navegación, llevando madera desde aquí. En 1828, fue nombrado gobernador y comandante de estas Islas y sus lugares adyacentes, hasta el Cabo de Hornos. En 1862 el Comandante Luis Piedra Buena, verdadero precursor de nuestra soberanía austral, construyó una pequeña cabaña de rocas para asistir a los náufragos. En 1868, el Estado le cede la isla en reconocimiento a sus incansables trabajos humanitarios. Él solo rescató a más de 100 náufragos.
En 1884 se construyó el faro de San Juan de Salvamento ("faro del fin del mundo"), una subprefectura de la Armada y un presidio que estuvo operativo hasta 1902, luego la isla estuvo deshabitada. Se conoce un único habitante que se autoproclamó gobernador: se trató de Felipe Zucarelli, que estuvo allí desde 1903, hasta por lo menos 1911, cuando recibió al Presidente Roque Saénz Peña, que visitó la isla a bordo del A.R.A. Buenos Aires.
El Apostadero de Puerto Parry se construyó en 1978 como reafirmación de la soberanía en pleno conflicto con Chile por el Canal de Beagle. Desde aquel año hay cuatro habitantes estables en la isla. Se trata de un conjunto de dos casas y un par de casillas de chapa que se despliegan en un pequeño descampado. Tiene un pequeño muelle con helipuerto. La electricidad la produce un generador que está prendido ocho horas por día.
"Tenemos un auxiliar, que lo encendemos una vez por semana para mantenerlo", afirma Domínguez. Consume un promedio de 17 litros de gasoil por día. Cada vez que llega el relevo hacen el recambio de los tambores de combustible vacíos por llenos. Para cocinar, calentar el agua y calefactores usan gas envasado en tanques de 45 kilos. En un mes consumen alrededor de 15. "Cuando nos bañamos no podemos abrir ninguna canilla, ¡porque sale hirviendo!", confiesa Cardozo.
Nunca salir solos
Cuentan con conexión de internet y una parabólica para tv satelital. Si fallan las radios (tienen VHF y HF) pueden usar un teléfono satelital. "Pero es muy costosa la llamada", agrega Cardozo. En verano tienen la distracción que algún velero solitario esté dando la vuelta al mundo y visiten el puerto. "Tenemos un libro de visitas", cuenta.
"Hace una semana que estamos buscando a uno que debía llegar a Ushuaia y no podemos interceptarlo por radio", cuenta, refiriéndose a un velero que navegaba por la isla y no ha seguido su plan de navegación. El fantasma de un naufragio siempre sobrevuela la realidad de esta isla temida y deseada por los navegantes.
Las condiciones de vida son duras. En invierno, a las 16, es de noche. Los horarios se los organizan ellos. Se despiertan a las 9, desayunan todos juntos y si existe algún trabajo de mantenimiento, lo hacen. Si no cada uno dedica su tiempo libre a hacer sus actividades. "A mí me gusta leer Stephen King", dice Cardozo.
"Hay que hacerlo llevadero. Conversamos y una vez por día tenemos que comunicarnos con la Base Naval de Ushuaia", afirma el marinero Bruno Suárez. Dos de las ventanas de la casa dan a la Bahía. El paisaje es encantador y a la vez opresivo. Por precaución se les aconseja no salir solos; siempre que se decida salir es en grupo. Si llegara a pasarles algo, las comunicaciones en el interior de la isla sin imposibles. Los altos picos rocosos, de hasta 800 metros de altura, impiden que las ondas de radio los penetren.
A mediados de agosto tuvieron una recompensa: un día de sol. Fueron a hacer una expedición al lago Dufour, subieron la montaña para ver su espacioso y privilegiado tanque de agua natural. "Nos tiramos, el agua estaba helada, pero pudimos disfrutar de un día distinto", recuerda Cardozo.
"Pudimos pensar en otra cosa, distraernos", afirma. Esa tarde les enviaron a sus familias una foto inédita: a pocas horas de la Antártida, los cuatro únicos habitantes de la Isla de los Estados, nadaron sin ropa térmica en un lago de aguas cristalinas. "Parecía que estabas flotando, así de pura es el agua".
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