Jennifer Jones se pasó la mayor parte del verano en su casa, como muchos de nosotros, tratando de evitar el Covid-19. Jones, 45, vive en Tavernier, una comunidad en los Cayos de la Florida al sur de Key Largo, estuvo casi toda la cuarentena en su jardín, holgazaneando con sus plantas. En algún momento, se le posó un mosquito. No es poco habitual en Florida, y Jones no recuerda esta picadura en particular. Pero no era un mosquito de la variedad típica de los jardines, sino un Aedes aegypti, una máquina de matar exquisitamente diseñada, uno de los animales más mortíferos de la historia. Según un cálculo científico, la mitad de la gente murió por patógenos relacionados con mosquitos. El Aedes aegypti, que llegó a Norteamérica en barcos de esclavos en el siglo XVII, es capaz de transmitir un arsenal de enfermedades peligrosas, desde la fiebre amarilla hasta el Zika.
El mosquito podía sentir el calor del cuerpo de Jones y oler el CO2 de su respiración desde una distancia de casi 10 metros. Se posó sobre su piel expuesta, probablemente el brazo o la parte inferior de la pierna. El mosquito era hembra; solo las hembras toman sangre, que necesitan para producir sus huevos. Trabajó con velocidad, sabiendo, en el código genético de su cerebro de insecto, que cuanto más se quedara menos oportunidades tendría de sobrevivir. Primero escupió sobre la piel de Jones de modo de insensibilizarla y que no la alertara la picadura. Después hundió su trompa con forma de jeringa, que en realidad contiene seis agujas, en la piel de Jones. Buscó un poco hasta encontrar el lugar ideal para acceder a un vaso sanguíneo. Después insertó dos agujas con un filo como el de un cuchillo y le hizo un agujero en la carne a Jones. Otras dos agujas abrieron el agujero aún más, lo cual le permitió insertar lo que parece una jeringa hipodérmica en el vaso sanguíneo de Jones. Y aquí viene lo importante: mientras chupaba la sangre, el mosquito escupía en las venas de Jones su propia saliva, que contiene un anticoagulante para evitar que la sangre se coagule en el lugar del pinchazo. En este caso, también contenía un virus que causa una enfermedad tropical llamada dengue. Cuando sació su apetito, el mosquito salió volando.
Probablemente la palabra "dengue" viene de la frase swahili "Ka-dinga pepo", que refiere un "ataque parecido a un calambre causado por un espíritu maligno". El dengue también es conocido como "fiebre rompehuesos", porque cuando lo tenés te hace sentir que te ocurre precisamernte eso. Existe desde hace siglos, es más común en Asia y el Caribe. Según la Organización Mundial de la Salud, antes de 1970, solo nueve países tenían epidemias graves de dengue. Desde entonces, la cantidad se multiplicó por treinta, transformándose en una endemia (es decir, algo instalado de manera permanente en la población local de mosquitos) en 128 países.
La OMS registró 4,2 millones de casos de dengue en 2019. El calentamiento global hace que el planeta sea más agradable para el Aedes aegypti, lo cual a su vez produce que el rango del mosquito se extienda hacia el norte y hacia territorios más elevados. Un estudio reciente estimó que para el año 2080 más de 6.000 millones de personas (un 60 por ciento de la población mundial) vivirá con riesgo de dengue. "La realidad es que el cambio climático va a hacer que mucha gente se enferme y muera", dice Colin Carlson, biólogo del Centro de Salud y Seguridad Global de la Universidad de Georgetown. "Las enfermedades transmitidas por mosquitos van a ser uno de los motivos centrales".
Fue necesaria una semana para que el virus hiciera su trabajo. Una vez que estuvo en el torrente sanguíneo de Jones, se pegó a las células blancas y empezó a replicarse. Un día regaba las plantas y se sintió mareada, después le agarró fiebre. "Sabía que había algo raro", me dice. Picazón. Dolor en los ojos. Y en las articulaciones. "Sentí que era una mujer de 99 años a la que la había atropellado un camión", dice. En algunos pocos casos, el dengue puede escalar y producir hinchazón y sangre en el cerebro, lo cual puede ser fatal (alrededor de 10.000 personas por año mueren por dengue). Pero Jones tuvo suerte. El dolor y la fiebre se fueron tras cuatro o cinco días; estaba casi recuperada cuando el hijo la llamó desde su dormitorio para mostrarle las manchas rojas en la piel. Lo supo en cuanto las vio: dengue.
Resulta que los Cayos de la Florida, golpeados ya por el coronavirus, estaban también en medio de un brote de dengue.
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Es probable que el Covid-19 se haya originado en el sur de China y luego haya encontrado residencia en los murciélagos antes de saltar a los humanos. El virus, al momento en que escribo esto, infectó a 63 millones de personas y causó 1.5 millones de muertes alrededor del mundo. El impacto económico global de la pandemia se estimó entre 8 y 16 miles de millones de dólares en julio de 2020; quizás sean 16 miles de millones tan solo en Estados Unidos para el primer trimestre de 2021 (asumiendo que las vacunas sean efectivas y el virus esté para entonces controlado). La cantidad de sufrimiento humano que causó este microbio es incalculable: seres queridos que se murieron, trabajos que se perdieron, familias rotas y una enfermedad duradera causada por un virus que eventualmente se retraerá, pero jamás va a desaparecer.
Y aun así tuvimos suerte. "Podría haber sido mucho peor", dice Scott Weaver, director del Laboratorio Nacional de Galveston en Texas, uno de los centros de investigaciones virales top en el país. Comparado con otros patógenos, el Covid-19 es relativamente dócil. Es un virus de transmisión fácil, mucho más mortífero que la gripe, y con misteriosos efectos de larga duración. Pero no mata a tres de cuatro personas que se contagian, como el virus Nipah. No hace que a la gente le sangren los ojos y el recto, como el Ébola. "Imaginate una enfermedad con 75 por ciento de fatalidad que sea igual de contagiosa", dice Stephen Luby, epidemiólogo de la Universidad de Stanford. "Eso sería una amenaza existencial a la civilización humana".
Muchas veces se compara la pandemia del Covid-19 con la gripe de 1918, con la que murieron al menos 50 millones de personas en el mundo. Pero quizás sea más acertado verla como una anticipación de lo que viene. "Ingresamos a una era de pandemias", escribió el Dr. Anthony Fauci del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Contagiosas en un paper reciente coescrito junto a su colega David Morens, de la misma institución. El paper cita el VIH/sida, del que murieron hasta ahora 37 millones, al igual que "explosiones pandémicas sin precedentes" de la última década. Es una lista letal, que empieza con la gripe "porcina" H1N1 de 2009, el Chikungunya de 2014, y el Zika en 2015.
La fiebre Ébola azota grandes porciones de África desde hace seis años. Además, hay siete coronavirus distintos que pueden infectar a los seres humanos. El SARS-CoV saltó de algún huésped animal (probablemente una civeta), y en 2002-03 casi causa una pandemia, antes de desaparecer. El coronavirus-MERS (por las siglas en inglés de "síndrome respiratorio de Medio Oriente") pasó de camellos a personas en 2012, pero no logró expandirse de manera eficiente entre humanos, y al poco tiempo murió. Ahora tenemos el SARS-CoV-2, el virus que causa el Covid-19.
Las razones para esta nueva era de pandemias son complejas pero, como señalan Fauci y Morens, la crisis climática es un motor clave, sacudiendo el mundo natural y reescribiendo los algoritmos de las enfermedades en el planeta. El permafrost que se derrite en el Ártico está emitiendo patógenos que no han visto la luz del día en decenas de miles de años. La bacteria Vibrio que causa el cólera (una enfermedad diarreica que asoló ciudades grandes como Londres y Nueva York en el siglo XIX y por la que aún mueren decenas de miles de personas todos los años) vive más en aguas cálidas. Una cepa aún más mortífera de la misma bacteria (Vibrio vulnificus), aunque aún es rara, ha sido detectada con una frecuencia mayor en bahías y estuarios de la Costa Este de Estados Unidos, en particular cerca de la bahía de Chesapeake. Si la bacteria entra en una herida o cortadura, se convierte en un horror que te come la carne y que mata a una de cada cinco personas que entran en contacto con ella.
Pero el impacto mayor puede consistir en la emergencia de nuevos patógenos en animales. Debido a la agricultura intensiva, la destrucción del hábitat y las temperaturas cada vez mayores, estamos obligando a las criaturas a vivir bajo la norma sagrada de la crisis climática: adaptarse o morir. Para muchos animales, esto implica migrar a ambientes más hospitalarios. Según un estudio reciente que siguió el movimiento de 4.000 especies durante las últimas décadas, casi un 70 por ciento debió trasladarse, casi todas ellas buscando aguas y territorios menos cálidos. Algunos animales dieron saltos muy largos. El bacalao atlántico se desplaza 200 kilómetros cada década. En los Andes, en Sudamérica, ranas y hongos han escalado 400 metros los últimos setenta años. En Alaska, los cazadores están descubriendo parásitos de más de 1.000 kilómetros al sudeste de Canadá, que viven bajo la piel de pájaros salvajes (los parásitos pequeños se adaptan mejor a las temperaturas cambiantes que los animales grandes). Han aparecido tiburones blancos en zonas tan al norte como Maine. "Empezó un éxodo natural", escribe Sonia Shah en The Next Great Migration. "Está pasando en todos los continentes y océanos".
Con este éxodo natural, es más probable que los animales se crucen con otros animales y con humanos con los que antes no se habían cruzado. Carlson, el biólogo de Georgetown, compara estos eventos, encuentros azarosos en los que los virus saltan de una especie a otra y muchas veces nacen enfermedades nuevas, con las escenas en las que se conocen dos amantes en una película romántica. La gran mayoría de las nuevas enfermedades infecciosas que emergieron en las últimas décadas salieron de estos patógenos zoonóticos, como se los llama, sobre todo de murciélagos, mosquitos y garrapatas, los vehículos más eficientes de virus. Cuando pasan a los humanos, sufrimos pandemias como las del Covid-19. ¿Qué sigue? "Es absolutamente imprevisible", dice Raina Plowright, una epidemióloga de la Universidad Estatal de Montana que estudia la emergencia de nuevas enfermedades. Según un cálculo, habría alrededor de 1,7 millones de virus aún no descubiertos en huéspedes mamíferos y aviares. De ellos, más de 800.000 podrían tener la capacidad de contagiar humanos.
"Realmente debemos prepararnos, tanto desde el punto de vista científico como de la salud pública", me dice Fauci. "La manera en la que interactuamos con el medio ambiente en el planeta tendrá un efecto enorme en enfermedades transmitidas por vectores [aquellas que transmiten animales como mosquitos y garrapatas]. Tenemos que prepararnos y entender que esto es un resultado de nuestras acciones. Una parte podremos revertirla y otra no. Pero tenemos que asegurarnos de ser conscientes de que esto va a seguir pasando, y nuestra preparación debe estar a la altura de ese riesgo".
Ahora no lo está. Luego de cuatro años de la presidencia de Trump, la infraestructura de la salud pública ha sido reducida, y se debilitó la confianza en la ciencia. Trump desmanteló el equipo de respuestas a pandemias creado por Obama y se movió para retirar a Estados Unidos de la OMS. Las sugerencias para controlar la pandemia que hizo el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, la agencia de salud pública más respetada del mundo, han sido ignoradas. Medidas simples y que podían salvar incontables vidas, como llevar un barbijo, se transformaron en declaraciones políticas.
El presidente electo Biden prometió una restauración, pero los 74 millones de personas que votaron por Trump en 2020 van a dar pelea en la defensa del derecho que les dio Dios de creer en seudociencias y curanderos. Los virus no son políticos, pero nuestra respuesta a ellos sí. Si nos enseñó algo la pandemia del Covid-19, es que desafortunadamente no estamos preparados para lo que viene.
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En 1994, en el pueblo de Hendra, en los suburbios de Brisbane, Australia, se enfermaron algunos caballos de carrera de un establo. Nadie sabía por qué. Los caballos estaban desorientados, con las cabezas hinchadas, y una espuma de sangre les salía de la nariz. A uno lo vieron dándose la cabeza contra una pared de cemento. Varios caballos murieron. Más o menos al mismo tiempo, a un hombre llamado Vic Rail, que trabajaba en el establo, le agarró lo que pensó que era una gripe. Terminó en terapia intensiva, con los pulmones repletos de líquido. Murió al poco tiempo. A 800 kilómetros de Brisbane, otro hombre que trabajaba en un establo se agarró una enfermedad misteriosa, con ataques, convulsiones e inflamación cerebral. Murió a los 25 días de ingresar al hospital. Antes de que terminara el brote, se enfermaron 70 caballos, y siete humanos, que habían estado en contacto con caballos muertos o enfermos, murieron.
Fueron necesarios meses de investigación detectivesca antes de que los científicos entendieran lo que pasaba: murciélagos de la fruta gigantes (los australianos los llaman "zorros voladores") probablemente se congregaron en árboles frutales cerca de un pastizal para caballos. Estos murciélagos son frecuentes en esa zona de Australia desde hace 20 millones de años. Pero cuando los bosques pluviales que habían sido su hábitat natural fueron fragmentados por la construcción de rutas y la explotación maderera, y cuando sus fuentes de comida se tornaron más difíciles de ubicar debido al cambio climático, se trasladaron a la civilización. Anidaron en árboles de los pastizales, contaminando el pasto con su orina, que tenía un virus que nadie había visto antes, y luego sería conocido como virus Hendra. Pasó a los caballos que pastaban allí y luego a los humanos que los cuidaban. Por suerte, el Hendra no era de transmisión fácil, y fue controlado al poco tiempo.
Pero la historia es importante por dos razones. Primero, es un clásico ejemplo de "evento colateral", uno que se parece a la emergencia del Covid-19, que probablemente se haya originado con un murciélago en algún lugar al sur de China, el norte de Vietnam, o en Laos. Nadie sabe exactamente dónde ni cuándo ocurrió el salto de murciélagos a humanos. El virus fue detectado por primera vez en Wuhan, China, a fines de 2019, pero eso no significa que haya infectado al primer ser humano allí. Una hipótesis es que el virus saltó a los humanos cuando alguien exploraba una caverna y entró en contacto con un guano infectado. Esa persona, o quizás alguien a quien esta persona se lo contagió, luego viajó a Wuhan, donde el virus se propagó lo suficiente como para ser detectado. Otra hipótesis es que el virus primero pasó por un huésped intermedio, como el pangolín, una criatura parecida al quirquincho muy valorada en algunas culturas asiáticas por la exquisitez y las propiedades medicinales de su carne. El pangolín fue luego vendido en un mercado de animales en Wuhan, donde el virus pasó a los humanos. (La teoría de que el virus escapó de un laboratorio chino fue absolutamente desmentida). "Quizás nunca sepamos cuándo fue que el virus pasó de los murciélagos a las personas", dice Plowright. Fueron necesarios casi 30 años de un trabajo de detective para determinar que el VIH probablemente emergió en 1908 en Camerún durante una interacción sangrienta entre un humano y un chimpancé.
El virus Hendra alertó a los científicos acerca de lo buenos que son los murciélagos para alojar enfermedades infecciosas. La lista de virus que pasaron de murciélagos a humanos es larga y aterradora: Hendra, Marburg, Ébola, rabia (la pueden transmitir perros, mapaches y muchos otros mamíferos, pero en Estados Unidos los murciélagos son su principal reservorio).
¿Por qué los murciélagos son tan buenos para alojar virus letales? Por empezar, tienen sistemas inmunes tolerantes a las infecciones, lo que les permite alojar una amplia variedad de virus sin enfermarse. Viven vidas largas (algunos hasta 40 años), lo que les da suficiente tiempo para diseminar la enfermedad. Son muy móviles (algunos viajan hasta 50 kilómetros por noche en su búsqueda de comida). Y lo que es más importante: cuando el clima se recalienta, se pueden reubicar. "El cambio climático afecta a los murciélagos de manera cabal", dice Plowright. "Muchas especies son insectívoras, así que el cambio climático tiene un gran impacto en sus fuentes de alimento. Además les produce estrés psicológico, afectando dónde viven y cómo interactúan con los humanos".
Si el Hendra alertó a los epidemiólogos sobre el vínculo entre murciélagos y virus, la relación se volvió aún más extraña en 1998, cuando el Nipah, un pariente cercano del virus Hendra, apareció en Malasia. En la misma época, se detectaron dos virus más originados en murciélagos, en Asia y Australia, una señal de su gran expansión. "Cuatro virus que emergen de un mismo animal era algo sin precedentes", dice Plowright. La pregunta era: "¿Por qué?".
El Nipah era particularmente atemorizador: se trata de un patógeno horrible que causa fiebre, inflamación del cerebro y convulsiones. Su tasa de letalidad es de hasta 75 por ciento. De los que sobreviven, un tercio queda con daño neurológico. Se lo identificó por primera vez en 1999 en trabajadores de granjas de cerdos en Malasia y Singapur. Unos murciélagos colgados de árboles cerca de un chiquero contagiaron las frutas con saliva, que luego comieron los chanchos. El virus Nipah causó una enfermedad no muy grave en los cerdos, pero se reportaron casi 300 casos, con más de 100 muertes. Para detener el brote, sacrificaron a más de un millón de chanchos. Luego, en 2001, ocurrió un segundo brote, esta vez en Bangladesh. En este caso la gente contrajo el virus tomando la savia de una palma datilera que había sido infectada con el virus. De 248 casos de Nipah que se identificaron en Bangladesh entre 2001 y 2014, 82 fueron causados por transmisiones entre personas, y 193 resultaron en muerte, es decir una tasa de letalidad del 78 por ciento. "Lo único que evitó que el Nipah se volviera una pandemia extendida fue que no había transmisiones asintomáticas", dice Plowright. "Con el Nipah la gente solo es contagiosa cuando ya sabe que lo tiene, lo que hace más fácil contener el virus".
Pero los virus mutan y emergen nuevas cepas. El virus Nipah pertenece a una familia (los paramyxovirus) que incluye al sarampión y las paperas, dos enfermedades que se extendieron mucho en la población humana. Pequeños cambios en el Nipah podrían intensificar su capacidad de contagio entre humanos, creando una pandemia con alta tasa de mortalidad.
Para Plowright, la relación entre crisis climática y enfermedad es evidente. "Los murciélagos dependen de la recolección de alimento, la cual está regulada por el clima", explica. "¿Cuándo florece un bosque, y qué hace que esto ocurra? No se lo entiende del todo, y hay muchos factores en juego, como la temperatura, la estación, las lluvias. El clima es un factor clave. Las cosas están cambiando muy rápido. Uno se puede imaginar una red de reservorios de comida en un paisaje; los murciélagos se están moviendo de uno a otro; uno tiene flores y néctar, que luego se acaban, y entonces los murciélagos se trasladan a otro. Si sacás estas zonas, llegás a un punto en el que no hay comida, y así terminan en los jardines de la gente, en establos de caballos, o en cualquier lado donde tengan alimento".
Cuantos más contactos tienen estos murciélagos con otros animales o con gente, más oportunidades de transmitir los virus que transportan. "El SARS-CoV-2 fue un desastre humanitario", dice Plowright. "¿Pero podés imaginarte lo que pasaría si hubiera matado a la mitad de los contagiados a través de transmisión asintomática? Ese es el riesgo que corremos. Y cuanto más rápido sea el cambio climático, más crece el riesgo".
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En un laboratorio pequeño y sin mucho equipamiento en un modesto barrio de Houston, Max Vigilant ordena una pila de cientos de mosquitos muertos, buscando el terrorista Aedes aegypti. Vigilant, 58, es el director de operaciones de la división de mosquitos y vectores del Departamento de Salud Pública del condado de Harris; básicamente, es el principal caza-mosquitos en la que es reconocida como la operación de control de mosquitos más grande de Estados Unidos. Adquirió su conocimiento tras una dura batalla: en Dominica, la isla del Caribe donde nació, se contagió de dengue a los 16, y la sufrió tomando un remedio casero de agua con limón. La experiencia le cambió la vida; desde entonces, trabaja en la intersección entre mosquitos y salud pública.
Un par de horas antes, los mosquitos de esta pila estaban vivos y volando por un barrio de Houston. Vigilant los recogió de una trampa, los metió en un freezer del laboratorio durante tres minutos ("¡No se necesita mucho tiempo!") y ahora está ordenando lo que tiene. Pronto los mosquitos estarán siendo testeados para determinar qué patógenos contienen. En el condado de Harris hay millones de mosquitos. Cada semana capturan un par de miles para ver si aparece algo preocupante. No es un control demasiado sofisticado, pero es más que lo que hacen muchas ciudades.
La mayoría de los mosquitos de la pila de Vigilant perecen al género Culex, mosquitos comunes de jardín que están por todas partes en el sur de Estados Unidos. Pero Vigilant busca otra cosa. Revisa la pila y saca uno. A primera vista, parece igual a los demás. Señala unas cejas pronunciadas, que es lo que distingue a un macho de una hembra (esta es una hembra). "¿Viste las líneas blancas en el abdomen?", me dice, sosteniendo el mosquito debajo de una lupa montada sobre la mesa. "Parece que tuviera un esmoquin blanco".
Lo agarra como si fuera un trofeo, girándolo para que lo pueda ver desde todos los ángulos. "Es un Aedes aegypti", dice. "Es hermosa, ¿no?".
Hay alrededor de 3.000 especies de mosquitos en el mundo. Solo un porcentaje pequeño es peligroso: el Culex pipiens, que transporta el virus del Nilo Occidental, y el Aedes albopictus, también conocido como el mosquito del Tigre Asiático, y que hace poco llegó a Estados Unidos y puede contagiar el dengue y el Zika, pero no le gusta tanto la sangre humana como al Aedes aegypti.
El Aedes aegypti es un vector extremadamente competente para el dengue y el Zika, al igual que la fiebre amarilla y el Chikungunya, lo que lo transforma en uno de los animales más peligrosos del planeta. También es uno de los más compañeros o, como dice Fauci, el Aedes aegypti es "especialmente antropofílico". Es el perro labrador retriever de los mosquitos, más feliz cuanto más cerca vive de nuestras casas, depositando sus huevos en pequeños charcos de agua limpia y fresca, en tapas de botella o en los bordes de una maceta. Y como puede vivir en temperaturas más altas que otros mosquitos, se adapta bien a un planeta que se recalienta.
El impacto del cambio climático en mosquitos es fácil de demostrar, en parte porque son muy sensibles a los cambios de temperatura y básicamente se mueven para mantenerse en la zona que más les gusta. Y esa zona se está expandiendo. Las enfermedades transmitidas por el Aedes aegypti ya causan más de 50 millones de infecciones por año en el mundo, y los casos se han multiplicado por treinta en los últimos 50 años debido a cambios en el clima, el uso de la tierra y la población.
La Ciudad de México, por ejemplo, siempre fue un par de grados más fría que la temperatura ideal para el establecimiento del Aedes aegypti. Por eso, la ciudad siempre estuvo felizmente libre de fiebre amarilla, dengue y Zika, enfermedades que sí asediaron a otras partes de México. Pero ahora, con el ascenso de las temperaturas, el Aedes aegypti está llegando. Para los 21 millones de personas que viven en la ciudad, es un desarrollo alarmante. Allí donde aparece el Aedes aegypti, el dengue, el Zika y otras enfermedades llegan sin demoras. Se puede ver esto en lugares como Nepal que, hasta hace poco, estaba casi libre de enfermedades transmitidas por mosquitos. En 2015, Nepal tuvo 135 casos de dengue. En 2019, hubo 14662.
En otros lugares, los cambios en las enfermedades transmitidas por mosquitos serán más complejos. Mueren más de 400.000 personas por malaria cada año, en su mayoría niños en el África Subsahariana. La forma más mortífera de la enfermedad es causada por el parásito Plasmodium falciparum, transportado por el mosquito Anopheles gambiae, una criatura más pequeña y elegante que el Aedes aegypti, y más sensible a las altas temperaturas. Con el calentamiento del planeta, Africa Occidental probablemente se vuelva demasiado calurosa para el Anopheles gambiae, que tendrá que mudarse a regiones más frías en el este y el sur del continente. Un estudio reciente de Sadie Ryan, geógrafa médica de la Universidad de Florida, descubrió que, en un escenario de altas emisiones de carbono (con un mayor calentamiento global), 76 millones de personas más correrían riesgo de exposición a la malaria en el este y el sur de Africa para el año 2080. Al mismo tiempo, el Aedes aegypti se trasladará al oeste del continente, vaciado por el Anopheles gambiae, lo cual pondría a millones de africanos en riesgo de contagiarse dengue, Zika y otras enfermedades.
En Houston, como en casi todo el sur de Estados Unidos, el Aedes aegypti está establecido, pero es menos común. La ciudad tuvo su primer brote de dengue en 2003, y uno de Zika en 2016. Vigilant y otros miembros del Control de Mosquitos del condado de Harris están constantemente a la búsqueda del Aedes aegypti, sabiendo que son mensajeros de la muerte. La única herramienta que tienen para pelear contra ellos es rociar insecticidas, lo que hacen desde sus camiones cada vez que hay evidencias de un posible brote. Pero el Aedes aegypti, como otros mosquitos, está desarrollando inmunidad a muchos insecticidas comerciales. "Estamos perdiendo la guerra", dice Scott Weaver, director del Laboratorio Nacional de Galveston.
Los avances tecnológicos, como realizar intervenciones genéticas en los mosquitos para producir crías hembras que sean infértiles, pueden ser promisorios para más adelante, pero ahora el Aedes aegypti es el rey insidioso e imparable de los vectores de enfermedades del futuro. Como escribió Anthony Fauci: "Cualquier virus que pueda infectar al Aedes aegypti también tiene un acceso potencial a miles de millones de seres humanos"
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El Laboratorio Nacional de Galveston es una fortaleza de patógenos, aunque desde afuera no te darías cuenta. Está alojado en el campus del Centro Médico de la Universidad de Texas. Hay algunas barreras de cemento y un par de sistemas de escape de aspecto extraño en el techo, pero más allá de eso podrías fácilmente confundirlo con el edificio en el que tomaste el curso de Química Inicial en la universidad. En su interior, en uno de los pocos laboratorios de Bioseguridad Nivel 4 (BSL-4) que hay en Estados Unidos, hay científicos trabajando en algunos de los virus más mortíferos del mundo: Ébola, Nipah, Marburg y otros.
El Laboratorio BSL-4 es el taller de Dennis Bente, un tipo de hombros anchos, barba oscura y un leve acento alemán. Bente se crio en un pueblo en el noroeste de Alemania y estudió medicina veterinaria en Hannover antes de interesarse por las enfermedades transmitidas por vectores. Trabajó por un tiempo con mosquitos y luego lo cautivaron más las garrapatas.
El Laboratorio BSL-4 es básicamente una caja de cemento adentro de un laboratorio más grande. Entrar en él es como un viaje al espacio. Bente primero atraviesa un pasillo amortiguador, donde agarra un par de ambos desechables. Después entra a un vestuario, donde se saca la ropa que traía de la calle y se pone el ambo. Luego entra a la sala del traje protector, donde se pone lo que en broma describe como un "traje de astronauta", que incluye guantes y un casco de plástico. Para presurizar el traje y darse aire para respirar, Bente se conecta una manguera de aire y se infla como el Hombre Michelin. Si todo está bien, se mete en la cámara de aire, la principal barrera entre los patógenos letales y el mundo exterior. Abre una puerta pesada como de submarino, la cierra, camina un par de metros y abre otra puerta pesada. Finalmente, llega a la zona peligrosa.
Una vez adentro, trabaja con un grupo de garrapatas nativas del Mediterráneo conocidas como Hyalommas. Son marrones con líneas amarillas en las patas, que son mucho más largas que las patas gorditas de las garrapatas que se ven en el norte del estado de Nueva York. Parecen arañas, lo que no sorprende: las garrapatas son arácnidos, no insectos, de la misma familia de los escorpiones y las arañas. Con sus piernas largas, las Hyalommas son las garrapatas más rápidas del mundo (en YouTube podés encontrar videos de Hyalommas persiguiendo gente como pequeños leones cazando antílopes). A diferencia de muchas otras garrapatas, las Hyalommas son predadoras. Son una de las pocas especies de garrapatas que tienen ojos (la palabra "Hyalomma" deriva de la palabra griega para "vidrio" y "ojo"). En lugar de usar sensores de CO2 como otras garrapatas para localizar alimento con sangre, las Hyalommas sienten las vibraciones en el piso y ven las sombras para ubicar a un humano cercano (o ganado, una de sus comidas favoritas).
Pero Bente no está estudiando las Hyalommas por sus capacidades atléticas ni su agudeza visual. Las estudia porque son el transmisor más competente de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo (FHCC) hacia los humanos. Se puede pensar en la FHCC como una versión levemente menos horrible del Ébola. La FHCC muchas veces empieza con temperaturas altas, dolor en las articulaciones y vómitos. Te aparecen manchas rojas en la cara y la garganta. Para el cuarto día, te aparecen heridas más grandes y te sangra la nariz; en muchos casos, también sangrados en otros orificios. Dura más o menos dos semanas. No hay tratamiento, ni vacuna, ni cura. La tasa de letalidad de la FHCC es de entre cinco y 30 por ciento.
Hasta ahora, según Bente, las únicas garrapatas que hay en Estados Unidos están en el Laboratorio Nacional de Galveston. En la vida salvaje, se las puede encontrar en el norte de África, Asia y en algunas partes de Europa (en Turquía hay alrededor de 700 casos de FHCC por año). Las garrapatas viven en climas cálidos y secos, y se están expandiendo. En los últimos años, hubo muertes por FHCC en España y el norte de India.
Bente tiene una colonia de Hyalommas en su laboratorio; las alimenta con ratones y conejos a los que infecta deliberadamente con el virus de la FHCC. "El virus no tiene ningún impacto en estos animales", señala Bente. "Es solo peligroso para humanos". Está estudiando preguntas fundamentales sobre las Hyalommas y la FHCC que darían pánico a cualquiera que camina por la naturaleza sin preocuparse por contraer un virus que les podría hacer sangrar los ojos: ¿se pueden establecer las Hyalommas en Estados Unidos? (Es en extremo improbable). ¿Puede que otras garrapatas transporten el virus de la FHCC en África? (Sí, pero hasta ahora, solo son pocas). ¿Se puede transmitir la FHCC por aire? ("El FHCC es un virus muy antiguo", dice Bente. "¿Por qué mutaría ahora?"). Igual Bente está preocupado.
Como vectores de enfermedades, las garrapatas son muy diferentes de los mosquitos. Viven hasta dos años en lugar de un par de semanas. Pero, como los mosquitos, son sensibles a los cambios de temperatura, y no pueden sobrevivir en climas fríos o secos. Siguen el calor, y por ende el calentamiento global transforma sus desplazamientos. Algunas especies de garrapatas se mueven hasta 50 kilómetros al norte cada año; un desfile inédito de chupasangres conquistando un nuevo territorio. Es difícil llegar a ellas con insecticidas, y tienen trucos de supervivencia increíbles, como la capacidad de pasar largos períodos sin agua (escupen sobre una pila de hojas y luego beben la saliva cuando tienen sed).
El calor también está cambiando su apetito. Un estudio reciente demostró que, con el aumento de las temperaturas, las garrapatas de perros que transmiten la Fiebre de las Montañas Rocosas (una enfermedad con una tasa de letalidad del cuatro por ciento) tienen hasta dos veces más probabilidades de picar seres humanos que perros. En Estados Unidos, las garrapatas pueden transportar más de 20 patógenos distintos, y se descubren más todo el tiempo. "Cuanto más estudiamos garrapatas, más virus encontramos", dice Bobbi Pritt, microbiólogo de la Clínica Mayo en Rochester, Minnesota.
La enfermedad de Lyme es un ejemplo emblemático de la amenaza que suponen las garrapatas en un mundo que se calienta. La causan garrapatas que transportan la bacteria Borrelia burhdorfei. La enfermedad de Lyme fue descubierta en Connecticut a mediados de los 70. Hoy es un gran peligro para la salud, uno cada vez mayor. Según la CDC, los casos detectados en Estados Unidos se triplicaron desde fines de los noventa. La enfermedad de Lyme se transformó en una "amenaza sin precedentes", según dijo Bennett Nemser, un epidemiólogo que dirige la Cohen Lyme and Tickborne Disease Initiative en la Fundación Steven & Alexandra Cohen. "Cualquier persona (sin importar su edad, género, interés político, afluencia) puede tocar un pedazo de pasto y que lo pique una garrapata".
No solo el calor expandió el rango de las garrapatas que transmiten la enfermedad de Lyme. También la fragmentación cada vez mayor del paisaje en el noreste del país. Con el recorte de los bosques para desarrollos inmobiliarios suburbanos, las poblaciones de zorros y búhos declinan, lo cual lleva a una explosión de ratones de patas blancas, que se contagian de Lyme y luego se la transmiten a cualquiera que pase por ahí.
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El principal problema no es la falta de un sistema de vigilancia de enfermedades. El problema es cómo vivimos. Arrasamos con bosques para construir suburbios, criamos ganado en fábricas de carne, alimentamos nuestras casas y autos con combustibles fósiles que recalientan el planeta y trastornan el mundo natural. Como dice el Dr. Aaron Bernstein, director interino del Centro de Clima, Salud y Medio Ambiente Global de la Escuela T.H. Chan de Salud Pública de Harvard: "Si quisiéramos hacer algo para prevenir la emergencia de enfermedades, primero tenemos que reconsiderar en serio cómo tratamos la biósfera. No podemos simplemente creer que podemos extraer cosas y poner especies en lugares donde nunca estuvieron, y esperar que de alguna forma no desemboque en la emergencia de enfermedades".
Y no son solo enfermedades nuevas. El cambio climático también incrementará nuestra vulnerabilidad a las viejas. La producción de alimento en algunas de las regiones más desesperadas del planeta va a reducirse debido a las sequías y el recalentamiento. "El mayor impacto del cambio climático sobre la salud probablemente sea el aumento de enfermedades comunes como la tuberculosis y el sarampión en lugares con malnutrición como Etiopía y Mali", dice Stephen Luby, de Stanford. "Cuando la gente sufre hambre, es más vulnerable a virus y bacterias".
Al final, las pandemias son un problema político, no científico. Pero la lucha continúa.
Por Jeff Goodell - Desde Rolling Stone USA
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