Cómo aprendí a convivir con la mascota de mi novio
Reglas que se rompen, risas imposibles de esconder y el encanto imbatible de una amiga de cuatro patas
Después de varios años viviendo sola, me creía una persona con todas las mañas. No puedo decir que fuera obsesiva porque nunca fui el adalid del orden, aunque sí estaba muy habituada a mis formas: los muebles sin marcas, la cama prolija, la casa limpia… cada cosa “en su lugar”.
Hasta que conocí a Rubén, nos pusimos de novios y un tiempo después decidimos vivir juntos en mi casa. Esta nueva etapa no iba a ser de a dos porque Rubén ya tenía a Tota desde hacía cinco años, una perra mestiza que también sería parte de la mudanza. Si la convivencia ya era todo un cambio para mí (¿para quién no lo es?), la idea de una mascota redoblaba la apuesta.
Aunque nunca me había animado a tener uno, siempre me encantaron los perros. Me parecía injusta la idea de no estar durante el día y dejarlo solo, o quizás no tener tiempo suficiente para sacarlo a pasear. Pero esta vez no había impedimentos: Rubén se llevaba a Tota a su trabajo todos los días (esa posibilidad había hecho que él mismo en su momento no dudara en adoptarla) y en la hora de almuerzo salían a pasear.
Era un hecho: mis días de reinado indiscutido en casa habían terminado. Pero no sin condiciones. La lista de los NO para Tota era breve pero firme: no iba a dormir en la cama con nosotros (antes dormía en la cama con Rubén), no podría estar arriba del sillón si no comprábamos una manta para protegerlo, no la dejaríamos subirse a la mesa, y no le daríamos de nuestra comida.
La manta solucionó enseguida lo del sillón. Para todo lo demás, Tota daría batalla.
Primer round: la cama también es mía
Tota no tardó en subirse a la cama. Estaba acostumbrada a eso y lo daba por sentado en su nuevo hogar. Al principio la hacíamos bajar y la mandábamos a su cucha en el mismo cuarto. Ella se acostaba (creo que intentaba hacer el esfuerzo de quedarse) pero no aguantaba mucho; la ansiedad la disparaba y empezaba a caminar alrededor de la cama. Aunque por su altura no la veíamos, los indicios de su recorrido eran ineludibles. El piso flotante hacía eco de sus pasos, tic tic tic para allá, tic tic tic para acá, y la punta de su cola –que era lo único que sobrepasaba la altura de la cama- mostraba graciosamente su recorrido. Tuve que ser fuerte, era casi imposible esconder la risa y jugar de árbitro para que las cosas siguieran como las había planeado.
Esto se repitió durante dos meses. Llegaba la hora de dormir, Tota se subía a la cama, la bajábamos, se acostaba, daba vueltas y vueltas, volvía a subir, la volvíamos a bajar…
Hasta que un día me agarró demasiado cansada como para batallar. Hay un poder sobrenatural que tienen los perros, un recurso frente al cual es imposible no caer rendida. Es ese pequeño gesto cuando te miran de costado, levantan un poco los ojos y las orejitas se les van levemente para atrás. Un “por favor” tan genuino y tierno que hace ceder hasta al más firme. El encanto de este arma mortal combinado con mi agotamiento hicieron que perdiera la contienda para siempre.
Tota llegó a la cama para quedarse; triunfante todas las noches, sube y se acomoda al pie del colchón en el medio, entre nosotros. Ahora soy yo la que la llama cuando me voy a acostar, no puedo evitar darle besos de buenas noches ni acariciarla en cuanto abro los ojos al día siguiente.
Segundo round: ¿hay un poquito para mí?
Tota no tiene muchas vueltas: su gran afición es posarse en el sillón con la cabecita sobre el apoyabrazos. Pasa horas así, entredormida o pensativa, es tranquila. Además, está acostumbrada a pedir que la saquen a la calle cuando quiere hacer sus necesidades. Una preocupación menos.
Eso sí, su modo zen se termina cuando ve pasar un plato de comida. Al momento de sentarnos a la mesa, se pone al lado de mi silla, aletea la cola, saca la lengua y sube la mirada. Tiene una habilidad fina para seguir con los ojos cada bocado que llevás a tu boca, como intentando hipnotizar al tenedor para que cambie su recorrido. Cuando los minutos pasan y nota que no surte efecto, avanza con la operación llanto.
Tengo una sensibilidad especial con la comida, me gusta cocinar para mi gente y verlos disfrutar con eso. Siento placer al ver un alma rozagante y satisfecha después de darle de comer. Durante un tiempo me armé de coraje y coraza ante el llanto (para mí) desgarrador de Tota. Rubén repetía siempre: “No le des, si lo hacés, fuiste; tiene comida balanceada en su plato”. ¿Pero cómo voy a dejar que “mi hija” llore de hambre? ¿Cuánto podía aguantar sin darle al menos un pedacito de mi milanesa, la punta del pan abandonado en la panera o el cuadradito de queso sobrante de la picada?
Tota, 2 / Vale, 0. Este round lo perdí por débil. Hoy, la colorada de cuatro patas sabe que hay algo para ella cada vez que nos sentamos a la mesa.
Tercer round: la mesa, divino tesoro
En la pugna por el dominio de la mesa no iba a flaquear. Había llegado a mi límite. Cada vez que Tota se subía a la silla y nos miraba como anticipando el salto, la retábamos, se bajaba y escondía debajo de la mesa ratona. “Batalla ganada, ya sabe que ahí no tiene que subir”, pensé.
Hacía tres meses que vivíamos juntos pero nunca nos habíamos quedado solas con Tota. Ese día llego: Rubén tuvo que salir por un par de horas. Yo estaba relajada, pensaba que las normas de convivencia ya estaban establecidas. Además, la perra estaba tranquila en el sillón, su lugar favorito. No se había alterado al ver cómo su compañero de siempre se preparaba para salir.
¡Cómo me equivoqué! Un descuido de segundos y ahí estaba Tota, feliz y con gesto de pícara sobre la mesa. Mis indicaciones para que bajara no tenían efecto, ella seguía gozosa sobre su nuevo trofeo. Recién cuando subí el volumen se bajó, no sin dejar las marcas de sus poderosas uñas sobre la superficie. “¡Tota, mirá lo que hiciste! ¡No puede ser, gorda descontrolada, salí de acá!”.
Me fui un rato a la cocina para no verla. Cuando volví al living, estaba acurrucada en el sillón y con la cabecita baja. Me miraba de costado sabiéndose culpable.
No pude seguir enojada. Otra vez su súper poder me ablandó. La abracé, le hice un mimo y ella lamió mi mano. Fue un knock out técnico, ya la amaba y no podía seguir luchando.