Mohamed Barud estaba perdiendo la cordura en una prisión somalí cuando un recluso de una celda vecina le leyó la novela a través de golpes en la pared
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“Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así”. Así empieza, magistralmente, la novela Anna Karenina de Lev Nikoláyevich Tolstoi, más conocido como León Tolstoi, el novelista ruso considerado como uno de los más grandes escritores de la literatura mundial.
Poco más de un siglo después de su publicación en 1877, empezó otra historia en África en la que su Anna Karenina tuvo un papel protagónico. Una historia que comenzó con fuertes golpes en una puerta, pero que luego se desarrolló con discretos golpecitos en una pared que le salvaron la cordura, y probablemente la vida, a un prisionero político.
Era Mohamed Barud, tenía un grado en Geoquímica de una universidad británica y había llegado a finales de la década de 1970 a su patria, Somalia, en ese entonces gobernada con mano de hierro desde la capital, Mogadiscio, en el sur, por Mohamed Siad Barre, un exgeneral del ejército que había tomado el poder en 1969. Barud era del norte, de la región llamada Somalilandia, donde un movimiento para derrocar a Barre se estaba engendrando.
Los golpes
Una noche de 1981, a las 3 de la mañana, Barud y su esposa Ismahan, una cajera del banco estatal de 20 años de edad, fueron despertados abruptamente por unos fuertes e insistentes golpes en la puerta de su casa. En cualquier caso, eso es alarmante, pero los Barud tenían razones para temer lo peor.
Frustrado por lo que estaba pasando en Hargeisa (hoy capital de la declarada República de Somalilandia) -entre muchas cosas, la supresión de la libertad de expresión-, había escrito un panfleto crítico que, aunque no firmó, distribuyó entre sus amigos, solicitando que se lo pasaran a otros conocidos.
“Sabía que era peligroso pero cuando uno es joven siempre piensa que las cosas malas le ocurren a otros”, le dijo Barud a Emily Webb de la serie de la BBC Outlook. Poco después “un militar nos dijo que la gente de Seguridad Nacional se había enterado y que debíamos deshacernos de todas las copias”. Pero los servicios de seguridad se apoderaron de uno de los folletos y comenzaron la ofensiva.
La separación
Los golpes se hicieron cada vez más fuertes. Fue entonces cuando Barud se dio cuenta de que sus acciones no solo tendrían consecuencias para él sino también para su esposa, quien lo acompañó a abrir la puerta. Los oficiales de los servicios de seguridad “estaban armados y le dijeron a mi esposa que me traerían de vuelta en menos de una hora. Ella y yo nos miramos y esa fue la última vez que nos vimos en 9 años”. Barud fue interrogado antes de que lo llevaran a un lugar donde había otros prisioneros políticos, personas que se habían pronunciado contra el régimen de Barre, entre ellos uno de sus amigos cercanos: el doctor Adan Abokor, quien cuya ofensa había sido intentar concienciar sobre las malas condiciones del hospital que dirigía.
“El juicio duró apenas un día. Solamente nos preguntaron si éramos culpables”. El cargo era traición. El castigo, la muerte. Se salvaron de ser ejecutados porque en el grupo de “traidores” había unos profesores y sus estudiantes salieron a las calles a protestar. Tras tres días de violentos enfrentamientos, la pena de muerte fue sustituida por cadena perpetua.
El abismo
Barud, Abokor y una decena más de presos fueron llevados a una cárcel en el sur del país, lejos de sus familias... Algo que era irrelevante en el sentido de que, en todo caso, no les permitían visitas de nadie en absoluto. “No solo la prisión era muy lejana, sino que nos pusieron en celdas separadas. Debido al aislamiento, empecé a sentir que la gente no sabía de nosotros, que no nos estaban apoyando, que nos iban a olvidar”, explica Barud.
Fue entonces cuando lo empezó a atormentar la idea de que su esposa se iba a divorciar de él e iba a rehacer su vida con otra persona. “A pesar de que era irracional, me preguntaba por qué Ismahan no venía a visitarme. Yo sabía que era imposible, pero la culpaba. La idea de que yo estuviera tras las rejas y ella libre, de que probablemente nunca nos volveríamos a ver, empezó a quitarme el sueño. Llegué a pensar en suicidarme, aunque no quería hacerlo”.
“Fueron unos meses muy oscuros”.
El plan
Pero Barud no estaba tan solo como las autoridades querían que estuviera. A pesar de que todos en la prisión estaban en confinamiento solitario y no les permitían hablar entre ellos, antes de que los transfirieran a ese lugar habían elaborado un plan. Comenzaron prestándole mucha atención a las camisetas que tenían puestas.
“Para decirle a tus amigos que estabas bien y en qué celda estabas, lavabas tu camiseta en un balde que nos daban y le pedías al guarda que la colgara en el árbol que estaba al frente nuestro”. Reconociendo las camisetas se fueron dando cuenta de quién estaba en cada celda. “Fue así como supe que Abokor estaba en la celda al lado de la mía”.
Cada prisionero estaba completamente aislado en una celda de unos 2 metros cuadrados, húmeda, llena de insectos y roedores, con un agujero en la esquina que tenían que usar como inodoro. No obstante, el doctor Abokor nunca dejó de buscar la manera de ayudar a sus compañeros.
El código
“Lo que nos salvó la cordura fue que uno de nosotros desarrolló una especie de código Morse con los golpes en la pared, y comenzamos a comunicarnos a través de los muros”, le contó a BBC Outlook el mismo Abokor en 2016.
Pero Barud no supo nada de eso hasta que un día lo oyó golpeando la pared sin cesar. “Finalmente, pensé que estaba tratando de decirme algo. Y luego lo escuché susurrar: ‘apréndete el ABC a través del muro’... ¿cómo iba yo a aprender el alfabeto por la pared?”, Abokor persistió y, poco después, esos golpes empezaron a cobrar sentido.
Dependiendo de cómo estaba la mano al dar el golpe -puño o palmada, por ejemplo-, los sonidos eran distintos y representaban letras. Eventualmente pudieron tener conversaciones codificadas y el médico hizo todo lo posible para aliviar el sufrimiento de Barud. Y no solo el de él.
Cada prisionero le fue enseñando el código a su vecino hasta que los 14 que estaban ahí pudieron conversar fluidamente. Para levantar el ánimo, Abokor solía contar chistes que iban rodando de pared en pared, provocando una ola de carcajadas. “Los guardas no sabían que nos estábamos comunicando, así que al oír las risas pensaban que estábamos enloqueciendo”, recuerda Barud. Pero, por más buena voluntad que tuviera el doctor, Barud seguía atrapado en el ciclo de pensamientos negativos.
“Mohamed estaba sufriendo una ansiedad aguda y estaba muy inquieto. Y es difícil tratar a una persona a través de una pared”, contó Abokor.
El remedio
La oportunidad para cambiar de tratamiento le llegó al médico un día, años después de estar en la cárcel, en el que lo sacaron de su encierro para su primer cambio de ropa. Convenció al encargado de la prisión de que le permitiera llevarse un libro a su celda y eligió el más grande. Se le había ocurrido que si se lo leía a su amigo, aunque fuera a través de la pared, lograría que se calmara.
La idea era “distraerlo de preocuparse por la muerte, la cordura o la locura, y hacer que se concentrara en la historia más que en sus síntomas físicos”. Así que se envolvió la mano en una sábana para protegerla y empezó a golpear cada una de las alrededor de 2 millones de letras de las más o menos 350.000 palabras en inglés impresas en las más de 800 páginas que cuentan la trágica historia de la joven noble rusa Anna Karenina.
Anna tiene un hijo y su esposo es un funcionario gubernamental de alto rango y uno de los más hombres importantes en San Petersburgo, pero después de que el conde Vronsky la ve por primera vez en una estación de tren, su matrimonio pronto se descarrila. “Una sola mirada le bastó a Vronsky para comprender, con su experiencia de hombre de mundo, que aquella señora pertenecía a la alta sociedad. Pidiéndole permiso, fue a entrar en el departamento, pero sintió la necesidad de volverse a mirarla, no solo porque era muy bella, no solo por la elegancia y la gracia sencillas que emanaban de su figura, sino por la expresión infinitamente suave y acariciadora que apreció en su rostro al pasar ante él”.
“Se enamoran y ella decide hacer algo que no estaba bien visto: abandonar a su hijo y su esposo para irse a vivir con Vronsky”.
El esplendor
Con un enorme esfuerzo, el doctor le fue relatando las ricas descripciones de la novela a través del cemento, letra por letra. A veces Barud adivinaba la palabra o la oración antes de que terminara y le hacía una señal tamboreando sus dedos para que pasara a la siguiente. “Toma mucho tiempo, pero entre más lo hacés, más rápido te volvés, tanto para transmitir el mensaje como para recibirlo, así que se vuelve más fácil”, señala Barud.
Durante más de un año, desde su celda en Somalia, escuchaba detalles sobre la vida de la aristocracia rusa en el siglo XIX. “Se iniciaba el baile cuando Kitty entró con su madre en la gran escalera iluminada, adornada de flores, llena de lacayos de empolvada peluca y rojo caftán. De las salas llegaba el frufrú de los vestidos como el apagado zumbido de las abejas en una colmena”.
“Era como ir al cine y olvidarse de tus problemas mientras estás ahí. Yo no sabía que Rusia era tan rico. La descripción que el autor da es fantástica”.
El desasosiego
Anna sufre por dejar a su esposo e hijo y, luego, cuando lo hace, comienza a dudar. Su amante Vronsky sigue su vida aparentemente como antes mientras que ella está destrozada, insegura, juzgada y condenada al ostracismo por la alta sociedad rusa. Aislada y sola, se queda en su habitación, preguntándose qué estará haciendo su amante cuando no está con ella... como hacía Barud con su esposa.
“Dejame, dejame -decía entre sollozos-. Me marcho mañana… Haré más… ¿Quién soy yo? Una perdida… Una piedra colgada de tu cuello… No quiero hacerte sufrir, no quiero… Te dejaré libre… ¡No me querés! ¡Amás a otra! Vronsky le rogó que se tranquilizara; le aseguró que no tenía ningún motivo para estar celosa, que jamás había dejado de amarla y que la amaba más que nunca”. Entre más deprimida y desesperada se sentía Anna, más pensaba Barud en su esposa.
“Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba siendo irracional y egoísta, ya que por el hecho de que yo estaba en la cárcel, ella estaría sufriendo sin haber hecho nada malo. Gracias a lo que el libro me estaba dejando ver, pude entender a mi esposa y acercarme a ella”.
El otro punto de vista
Una de las habilidades más brillantes de León Tolstoi es su capacidad de mostrar una situación desde un punto de vista y luego cambiar el encuadre, mostrando lo mismo desde la perspectiva de un personaje diferente. Fue eso lo que le permitió a Barud entenderse y entender a su esposa, y así liberarse de su prisión mental. Eventualmente, Anna no puede soportar el dolor que siente y se arroja bajo un tren.
“En aquel instante se horrorizó de lo que hacía. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?», se dijo. Quiso retroceder, apartarse, pero algo duro, férreo, inflexible, chocó contra su cabeza, y se sintió arrastrada de espaldas. «¡Señor, perdoname!», exclamó, consciente de lo inevitable y sin fuerzas ya”.
Anna hizo lo que Barud temió por tanto tiempo que iba a hacer. “Fue como perder a un miembro de la familia. Lloré”.
“Y la luz de la vela con que Anna leía el libro lleno de inquietudes, engaños, penas y maldades, brilló por unos momentos más viva que nunca y alumbró todo lo que antes veía entre tinieblas. Luego brilló por un instante con un vivo chisporroteo; fue debilitándose… y se apagó para siempre”.
El antes y el después
Barud dice que recuerda su tiempo en prisión en dos partes: antes y después de Anna Karenina. Antes, estaba deprimido, suicida y resentido de que su esposa viviera su vida libre afuera. Después, sus pensamientos suicidas se desvanecieron y la empatía que sentía por Anna Karenina se extendió a Ismahan, porque se dio cuenta de que ella se había quedado sola cuando lo pusieron tras las rejas.
Pasarían algunos años más hasta que probara la libertad. Eso sucedió en 1989, después de 8 años de encarcelamiento. Pero no supo nada de Ismahan hasta que se encontró con su hermano, quien le contó que ella estaba fuera del país.
Le contó que desde que a él lo habían encarcelado, ella había sufrido mucho, que en el banco la trataban distinto por ser su esposa y la trasladaban de un lugar a otro, manteniéndola alejada de su familia y amigos. Pero que se había negado a divorciarse de él, a pesar de la presión para que lo hiciera. “Me di cuenta de que había sido muy injusto y que no conocía bien a mi esposa”.
El epílogo
Aunque Barud logró ubicar a Ismahan en un campamento de refugiados en Alemania, pasó más de un año antes de que se pudieran volver a ver. La pareja regresó a Hargeisa donde Abokor y Barud establecieron una organización llamada Asociación Somalí de Socorro y Rehabilitación, con la ambición de ayudar a reconstruir Somalilandia.
Su amistad perduró a lo largo de los años, con ambos dedicados a la defensa de los Derechos Humanos. Al comienzo de la pandemia, el doctor Adan Abokor se fue a Turquía con su familia. Murió el 18 de noviembre de 2020 por Covid-19.
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