Todos los días de su vida hace ejercicio. Yoga, meditación, anda en bicicleta, nada una buena cantidad de largos, hace una rutina en el gimnasio que instaló en el altillo de su casa, camina hasta el trabajo o salta olas en el Delta sobre una tabla de wakeboard. También es un eximio buceador, un arriesgado esquiador, un amante de la fotografía, en especial subacuática, y un lector empedernido. Es que Claudio de Pizzini —alma máter de la marca de artículos técnicos y útiles escolares que lleva su apellido—, es un entusiasta de la vida.
Nació el 24 de julio de 1938 en Ala di Trento, una comuna del norte de Italia cerca de las montañas, en el seno de una familia con título nobiliario, entregado por el emperador austrohúngaro en 1715. En el palacio donde llegó al mundo, tocó Mozart; hoy es propiedad de la municipalidad y funciona ahí el Museo Antiguo del Piano.
A pesar de haber vivido sus primeros años en plena guerra, entre bombardeos y carencias, recuerda una infancia dentro de todo buena. "Los últimos 3 años en Italia los pasé en el Lago de Garda, un lugar espectacular, y la guerra recién la llegamos a sentir a fondo al final. Lo único que recuerdo feo de esa época es que estuvimos una semana escondidos en una cueva, en la montaña, con otra gente, y nos alimentábamos con aceite de oliva y agua, así que estábamos salvados. Cuando bajamos de la montaña, recuerdo los pedazos de cadáveres flotando en el lago, porque los norteamericanos habían volado un túnel donde estaban los alemanes en retirada". En 1946, a los 8 años, llegó a la Argentina con sus padres, sin saber el idioma y con las manos vacías. Su familia materna vivía en Rosario, en una casa humilde. Estuvieron allí algunos años antes de mudarse a Buenos Aires. En ese tiempo tuvo sus primeros ataques de asma, motivo por el que dio libre materias de la primaria, empezó la facultad antes de tiempo y a practicar deporte.
¿Cómo comienza la historia de Pizzini?
Mi padre había fundado una fábrica de máquinas de escribir, que después se la vendió a Remington. Con ese dinero, puso un taller metalúrgico en el que aprendí a los 14 años lo que era una fresa, un torno, todo. Después quebró, porque mi padre era pésimo con la plata, y se volvió a Italia. Heredé dos cosas de mis padres: la genética y la educación. No recibí un mango, sino algo mucho más valioso. A los 16 entré en la Facultad de Ingeniería y un día tenía que comprar un juego de escuadras que salía $32 para la materia Dibujo Técnico, y como no podía pagarlo, me compré un pedazo de celuloide transparente y lo hice yo. Hacía un par de años que venía trabajando con un vecino que me pagada unos pesos por hacer carteles. Grababa "abierto", "gerencia", "caballeros", "prohibido fumar". Un compañero ve mis escuadras y me pide que le haga unas para él, después me pidió otro compañero y luego el centro de estudiantes me encargó doscientos juegos. Con un socio que era amigo también del colegio y del barrio alquilamos un galponcito en Villa Martelli que ni baño tenía y así empezamos. Varios años después, él aprendió que el negocio en este país está en comprar y vender, no en fabricar, y se abrió. Y en parte, tenía razón.
A los 16 entré en la Facultad de Ingeniería y un día tenía que comprar un juego de escuadras que salía $32 y como no podía pagarlo, me compré un pedazo de celuloide transparente y lo hice yo
¿Por qué tenía razón?
Porque la empresa y yo somos sobrevivientes, somos un caso exitoso. Tuve épocas dificilísimas, de no poder cargar nafta al auto. Desde que empecé con Pizzini, hace 64 años, viví seis crisis duras. El 81, la hiperinflación, los noventa… la peor de todas fue el 2002, pensé que perdía todo. Otra vez, hace más de 40 años, agarré la valija y me fui a recorrer todos los países desde Venezuela para arriba; y el gerente de ventas, que ahora está jubilado pero todavía trabaja en la empresa, visitó toda Sudamérica para vender nuestros productos. Tengo la característica de que lo que hago lo quiero hacer bien. El trabajo siempre lo tomé con pasión, todavía estoy acá.
¿Y cuál es el secreto del éxito?
La calidad es la manera de sobrevivir a todo. Estamos vivos a pesar de las importaciones porque somos Pizzini. También siempre me adelanté, entendí que si no me adaptaba a las nuevas tecnologías del mundo no podíamos sobrevivir. Siempre traté de ver más allá de mi nariz, antes no me perdía una feria: Alemania, Milán, Francia, Estados Unidos, Japón, China, Taiwán, Corea… conocía todo lo que pasaba en el mundo. Mi primer viaje laboral a Italia fue en los 70 para la feria de Milán. Cuando se abre la importación en la Argentina, llegan escuadras de plástico inyectadas que valían mucho menos que las mías. Me di cuenta de que se estaba generando un cambio: las escuadras ya no se hacían más como las hacíamos nosotros, que comprábamos planchas de celuloide, después de acrílico, cortábamos las tiras, hacíamos las ventanas, fresábamos los bordes y controlábamos una por una para que estén a 90 grados exactos. Hacer una escuadra de manera totalmente artesanal nos llevaba 13 operaciones. Allá comprobé que utilizaban tecnología de inyección y eso me cambió la vida. ¡Qué hago ahora!, dije. O veo cómo es la cosa o pierdo como en la guerra y cierro la empresa.
¿Y qué pasó?
Volví a la Argentina y como soy un tipo con mucha suerte, un amigo me presenta a dos gallegos matriceros que me hicieron un montón de moldes de primera calidad, pero me faltaba la máquina de inyección. Me entero de que en el puerto había una que había traído alguien, no la había podido sacar y la compré. Salía muchísima plata en ese momento. Cuando empiezo con el moldeo por inyección, mis competidores en la Argentina desaparecieron. Los moldes que teníamos eran de una calidad impecable, mejor que los europeos. Una vez, durante el inicio de clases, me puse en un supermercado a ver qué hacía la gente. Un juego de geometría que tenía el supermercado salía $1,5 y mi regla, la de 30 cm sola, costaba 1 peso y pico. Entonces cuando vendían un producto mío, yo les preguntaba de incógnito a los que compraban por qué habían elegido Pizzini y me decían que el producto era mejor, que estaba mejor terminado.
¿Con qué otros productos fue un visionario?
Fabricábamos plantillas para dibujo técnico, figurita por figurita, pero cuando comenzamos a hacerlas por inyección en el mundo solo lo hacíamos Pizzini y una fábrica alemana. Lo de las plantillas y los letrógrafos fue un avance y le vendimos a Francia, Alemania, Italia y todo Latinoamérica. Después, en una exposición, descubro que en lugar de un tablero machimbrado y las reglas T, como se usaban acá, había mesas para dibujo de melamina y la paralela se movía. Comienzo a hacerlo así y el primer año vendimos solo 500 tableros. Pero al año siguiente traíamos a los profesores de Ingeniería y Arquitectura, les mostrábamos el producto, les regalábamos uno, y a fin de año habíamos vendido 15.000. En una feria en Chicago vi que las bandejas papeleras que se usaban en las oficinas eran inyectadas. Traje una muestra, hice el molde y en dos años se acabaron en la Argentina las bandeja de madera, las de acrílico hechas a mano y las de alambre. En 40 segundos hacemos una bandeja para papeles, que hoy exportamos a todos lados. Acá cambiamos el rubro. Las crisis en realidad me ayudaron mucho. Me metí en artículos escolares, después de oficina, y ahora también hacemos juguetes didácticos. A pesar de las importaciones, tengo sin usar aún una máquina inyectora a robot. No hay salida, o te automatizás o desaparecés.
Las crisis en realidad me ayudaron mucho. Me metí en artículos escolares, después de oficina, y ahora también hacemos juguetes didácticos.
Mucho más que un emprendedor
Claudio está casado con Odila, compañera de infinidad de aventuras, tienen 3 hijas, dos trabajan en la empresa familiar. Además de que la suerte juega a su favor, y tiene una voluntad enorme para hacer todo lo que hace cada día, dice que tiene un Dios aparte. A lo largo de los años, y alrededor del mundo, estuvo en riesgo varias veces gracias a sus tantas pasiones y a la necesidad de adrenalina. Él mismo confiesa que ya consumió 10 vidas, que las hizo todas.
¿Cómo nace la fascinación por los deportes extremos?
Soy un fanático del deporte porque me salvó la vida. Empecé a hacer gimnasia a los 13. Después empecé con el buceo, hice varios cursos, buceé en el Pacífico donde están las mantarrayas de 6 metros, en la Micronesia en un cementerio de barcos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, en la barrera de coral de Australia, en Bali, también con tiburones y con cocodrilos de agua salada en un manglar en Cuba. Me gusta muchísimo el esquí, hace dos años tuve un accidente muy fuerte en la montaña. Y durante 10 años practiqué esquí acuático con los pies, algo muy peligroso, pero dejé porque me lo pidió mi mujer después de que el campeón del mundo de esta disciplina murió en un accidente. Hace 14 años que practico wakeboard, un deporte de alto riesgo, tengo mi casa en el Tigre, sobre el arroyo Caraguatá, es mi paraíso y ahí voy cuando quiero desconectar.
¿Y cuándo comenzó con la fotografía?
A los 20 años, mi abuelo me regaló una cámara Voigtlander y me entusiasmé con la fotografía como medio para transmitir sensaciones a través de la imagen. Un día, en Puerto Madryn, saqué unas fotos bajo el agua con una cámara vieja manual, con foco fijo, dentro de una caja estanca de acrílico. Fui a verlo a Mario Bohoslavsky, jefe de redacción de la revista Siete Días, que tenía que hacer una nota sobre Chubut y no tenían nada. Publiqué esa nota y después vinieron muchas otras. Por trabajo y por placer recorrí más de 50 países, saqué muchísimas fotos, expuse en la Quinta Trabuco, el Centro Cultural Borges y otros espacios.
¿Cómo está la empresa hoy?
Está creciendo, seguimos creciendo. Trabajan 84 personas en relación de dependencia, tenemos más de 800 productos, entre los que fabricamos y los que importamos de distintos lugares como la línea de escritura, que es imposible hacerla acá por los costos. A 10 cuadras de las oficinas, tenemos una planta de 2500 m2, donde está el depósito de material elaborado, el armado de tableros, matricería y el centro logístico. Siempre traté de estar cinco años por delante, hoy la velocidad es mayor, pero seguimos muy atentos a cualquier innovación.
Amor por la literatura
En las paredes de su oficina cuelgan enormes fotos de un azul muy profundo tomadas por él mismo bajo el agua y sobre su escritorio, una agenda negra donde anota todo lo que quiere hacer, leer o recordar. Tiene una biblioteca enorme en su casa, es un fanático de los escritores latinoamericanos y por ejemplo leyó a Jorge Amado en portugués con un diccionario al lado para comprenderlo mejor. A lo largo de la charla, nombró varios libros que marcaron su vida o simplemente le gustaron, y los recomienda: Leopardo al sol de Laura Restrepo, El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura, Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich y El Evangelio según Jesucristo de José Saramago.
Su primer medio de transporte fue una bicicleta, no tenía dinero para moverse y usaba un modelo tipo inglés. Para conseguir el celuloide, iba con su bicicleta hasta el centro de la ciudad, cargaba las planchas y regresaba a su casa donde cortaba las planchas y terminaba de fabricar las escuadras. En esa misma bicicleta, entregaba su producción a las primeras librerías que tenía como clientes. Hoy va a yoga en bicicleta y a veces también al trabajo. "Me busco el tiempo para todo. Si no lo busco a la edad que tengo, estoy frito", confiesa.
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