Ese persistente y esquivo anhelo de Claudia Piñeiro
De la guitarra al cajón peruano, para la escritora el valor de la derrota es el de nunca claudicar
Con entrenamiento metódico y un don natural, Gumersindo Piñeiro había cultivado las habilidades necesarias para convertirse en un tenista virtuoso. "Gumer", como le decían al padre, pretendía inocularle a sus hijos su misma pasión. "Cuca", la mamá, no lo desautorizaba y en línea con su marido creía que la salud y el bienestar de los hijos se cifraba en la práctica de deportes. El tenis era palabra santa y se imponía en el hogar de los Piñeiro como la liturgia en un templo.
A diferencia de su hermano Hernán, quien llegó a ser federado, la pequeña Claudia no profesaba ese credo. Amaba cantar y tocar instrumentos. Pero acataba los designios paternos, muchas veces con desgano. Cuando se hastiaba del tenis, pasaba al básquet y al baloncesto en el club Independiente de Burzaco. Y cuando el tedio la abrumaba, corría o elegía otro deporte. En esos años, el libre albedrío infantil para los momentos de ocio era lo más parecido a una entelequia.
En la escuela primaria Gabriela Mistral fue una maestra quien cultivó en la futura escritora sus primeros desvelos: le enseñó a tocar la flauta. Con sólo prestar atención, la chica podía reproducir con ese instrumento otras melodías.
Yo deseo, tú deseas
La música parecía algo asequible. Y esa idea se potenciaba en los fogones y campamentos cuando sus compañeros llevaban sus guitarras. Si algo ansiaba ella, era poder rasgar esas cuerdas, tener su propia guitarra, y acompañar melodías con su voz.
La economía familiar, en aquel hogar de clase media baja, no alcanzaba para esas "estridencias". Estudiar música, además, no era una disciplina interesante a los ojos de los padres. Claudia tenía un deseo que nunca se concretaba. Y cuanto más esquivo se tornaba aquel anhelo, más se fortalecía.
La futura escritora se recibió de contadora, y como regalo de graduación volvió a su obsesión. Quería una guitarra. Los sábados por la tarde, con un joven profesor de Burzaco, Claudia insistía en aprender a tocar aquel instrumento. Pero no había caso: sus manos no lograban gobernarlo. Cambió de profesores infinidad de veces y, a los 33 años, cuando nació Ramiro, su primogénito, dijo basta.
"El fracaso implica que el deseo persista, y el deseo se extingue sólo cuando se concreta. Por eso, las frustraciones siempre me impulsan a seguir insistiendo", cuenta la autora de Betibú.
Repechaje instrumental
Ya habían nacido Tomás y Lucía, sus otros hijos, cuando su resistencia al fracaso la empujó a probar con el piano. El padre de sus hijos le regaló un teclado Roland, que tiene una octava menos pero que no deja de ser un piano.
—Esta es mi gran oportunidad —se convenció—. Una tecla es una nota, con lo cual todo será más fácil.
Pero la mano izquierda claudicaba. No acompañaba la "destreza" de la derecha. Probó con una profesora, intentó con otra y los años se sucedían sin lograr avances. El "entumecimiento" de la izquierda era palpable. Pero Claudia se repetía: "Ya va a salir. Hay que seguir insistiendo".
En esa faena estaba cuando un amigo de sus hijos, de visita en su casa, pidió probar el teclado. La melodía, un tema de Guns N' Roses, era digna de atención.
—¡Qué bien tocás! —dijo Claudia—. ¿Con quién estudiás?
—Con nadie. Hoy es la primera vez.
Entrenar el cerebro
Dos años atrás, Piñeiro padeció un ACV. Como parte de su rehabilitación, los neurólogos le insistían en que entrenara aquella parte del cerebro que no solía utilizar. Escribir no servía. Sí aprender un idioma nuevo. Pero mucho más a mano estaba aquel teclado Roland… Claudia fracasó otra vez.
"Me encanta la música y creo que está bueno tener algo que a uno le gusta pero no le sale. Por eso, en mí, el fracaso siempre es un motor", dice, decidida a probar con otra clase de instrumento.
Si hay algo que define el fracaso para Claudia Piñeiro es que éste sirve para insistir: "O para pasar a otra instancia que me corra del fracaso original".
Por eso, si su afán por aprender un instrumento mutó de la guitarra al piano, hoy el mandato por no claudicar la acerca al cajón peruano o flamenco, el mismo instrumento de percusión que toca con destreza Joaquín Cortés.
"A lo mejor es visto como una locura a mi edad —dice—. Pero si vuelvo a fracasar, al menos me servirá para descargar y componer con esos golpes la melodía de una frustración."