Cinco líderes solidarios que mejoran la vida de sus comunidades
Hay historias que nos hacen bien porque permiten creer que un mundo mejor es posible. Son muchas las personas que piensan en los otros, que dedican su vida a mejorar su barrio, dar amor y contención y, lo más importante, a generar oportunidades. Con su trabajo y su transformación personal, estos hombres y mujeres buscan que otros –al igual que les pasó a ellos– tengan la posibilidad de derribar sus propias barreras. No se olvidaron de sus raíces, de dónde vinieron, quiénes son y no pierden la esperanza de construir entre todos un mundo más igualitario.
Un transformador social
A pesar de las dificultades y los tragos amargos de su niñez, a Daniel Cerezo la vida también le dio algunas oportunidades. Y él tuvo el gran talento de aprovecharlas al máximo. Eso lo hizo comprender que "lo peor de la pobreza es la incapacidad de proyectarse". De perder a su padre y criarse en la calle, fue pianista, profesor, líder comunitario y fundó CreerHacer, una empresa que busca "mejorar la calidad de vida a través de la integración y la transformación social".
Nacido en San Juan, su familia llegó a Buenos Aires en busca de una vida mejor, cuando él tenía un año y su madre estaba embarazada de su sexo hijo. Pero la gran ciudad no los recibió como soñaban y su padre, con 38 años, se enfermó y murió. "Buenos Aires lo mató", resume Daniel. Luego de vivir en la casa de una tía, con su madre y sus cinco hermanos se instalaron en un terreno fiscal usurpado en Boulogne. Se crió en la calle, mientras su mamá luchaba para darles un plato de comida. Fue en ese contexto, con 9 años, que un amigo le habló sobre un centro comunitario de la Fundación Crear Vale la Pena, en La Cava, San Isidro, donde podía ir a aprender música. Él era fanático de los ritmos tropicales. Todavía recuerda lo que sintió al entrar y ver a la profesora de piano: "Una rubia de ojos verdes, tacos y chal de seda, como iluminada". Era la concertista Liliana Alpern, quien "le abriría un mundo nuevo de posibilidades".
Daniel señaló el piano vertical y le dijo que quería aprender a tocar los temas de Gladys "la Bomba" Tucumana. "Sus canciones me dan alegría", le explicó a Liliana, que no sabía de quién le hablaba. Daniel se ofendió, pero ella le dijo que si escuchaba algo de "la Bomba", podría enseñarle. "Saqué el walkman y ella sacó la música en dos minutos". Ahí comenzó todo. Aunque pasaron muchos años, aun se emociona. "Yo pensaba: ¿cómo le digo a mi mamá que quiero estudiar piano, si a veces no teníamos para comer'". Pero su madre le dijo que sí, con la condición de que no dejara la escuela. Todos los sábados, durante varios años, fue a las clases en un colectivo gratis de la fundación. Era "un espacio de libertad".
A los 14 años, ya tocaba en el piano sus temas favoritos y también lo que su profesora le había hecho descubrir, como "Para Elisa", de Beethoven. Fue entonces cuando Liliana le dijo que era hora de devolver lo que le habían dado: le contó que abrirían un centro cerca de su casa y que quería que él diera las clases a los principiantes. Así, Daniel comenzó a enseñar en un centro comunitario de su barrio. "Entendí que la pobreza no es una condición sino un desafío, hay que encontrar las oportunidades. No tenía luz, ni agua, mi casa era prefabricada, el techo era de cartón… pero más allá del hambre y el frío, después de cubrir esas necesidades básicas, hay que tener capacidad de proyectarse. Si vos no te ves yendo a la escuela, si no te imaginás estudiando, si no te ves siendo músico, si no tenés esa posibilidad o no te ayudan a verla, siempre vas a estar ahí".
En 2010, la fundación CREA lo invitó a dar una charla en un congreso para jóvenes líderes. Sería otro hito en su vida. Uno de los oradores, Tomás Pando, fundador de la empresa de alpargatas Paez, después de escucharlo le dijo: "Vos tenés que laburar conmigo". Años después, se convertiría en Gerente de Felicidad y Cultura. Tomás lo había visto en Estados Unidos como manera de fomentar la felicidad en las empresas privadas. Y era lo que hacía Daniel, solo le faltaba el título.
"Entre 2014 y 2015, me empezaron a llamar de muchas empresas importantes y sentí que me alejaba de mi barrio, aunque seguía yendo a dar talleres. Su sueño era "una empresa sustentable, con impacto social". Fue así que decidió dejar su puesto de Gerente y fundó CreerHacer, con la idea de enriquecerse entre todos los sectores. Uno de sus programas es Barrio Abierto, donde diferentes oradores de los barrios cuentan sus experiencias de vida y motivan a otros a salir adelante. Además, tienen un curso para convertirse en transformador social: "Lo que hacemos es ir a los barrios a formar líderes, que aprendan como yo aprendí", cuenta Daniel. Esa formación termina en una diplomatura oficial abalada por la Universidad Siglo XXI, todo gratis. El año pasado se recibieron 35 personas, que antes deben entregar un proyecto realizable en el barrio (cinco ya se pusieron en marcha). También asesoran a empresas que quieran repensar su cultura organizacional y sus recursos, y que saben que lo que pagan se destina a realizar trabajos sociales. En 2016, otra de sus charlas tendría gran repercusión: habló en una reunión de gabinete a los ministros y al presidente Mauricio Macri .
A los 35 años, casado con Soledad y con 2 hijos –Lautaro y Catalina–, Daniel ya no se siente solo, porque aprendió a soñar en conjunto. "Los sueños se hacen realidad cuando lográs compartirlos y ya no es el sueño de uno, sino que se vuelve algo colectivo", concluye Daniel. Y sabe bien de lo que habla.
Los libros, el arma contra la desigualdad
A los 15 años tuvo en sus manos su primera arma, con la que salió a robar junto a unos compañeros del colegio. Waldemar siempre supo que, aunque tenía que conseguir plata para vivir, nunca iba a abandonar la escuela. A veces, se organizaba para salir bien temprano; después iba a clase, y a la tarde volvía a robar. Nunca en el barrio, porque en ese entonces todavía había códigos: a los vecinos no se les robaba. Pero lo que siempre supo es que la educación lo iba a salvar, y así fue. Hoy, Waldemar Cubilla tiene 35 años, es Licenciado en Sociología egresado de la UNSAM, fue mejor promedio de la carrera, dirige la Biblioteca Popular La Cárcova y empezó el doctorado en Sociología Judicial. En el medio, pasaron un montón de cosas. "Fui un pibe más, criado y crecido en una villa miseria, sin saber muy bien dónde ir. Crecí con mi papá, Hugo, pero toda mi infancia fue muy solitaria. Buscaba las familias de mis amigos para no ir a la escuela solo, porque mi papá trabajaba mucho".
Terminó en un instituto de menores en La Plata donde estuvo 5 meses y volvió a quedar libre. Pero al poco tiempo volvió a caer y estuvo 8 años preso. "En ese momento, año 2001, yo tenía 18 años. Era pobre, villero y estaba en el piso. ¿Qué más me podía pasar, qué era más bajo? Era eso o hacerse ciruja y revolver la basura para poder comer algo. ¿Por qué me iba a humillar más? Ahora lo pienso y creo que hubiera sido la opción más valiente".
En la cárcel, lo primero que pensó fue en seguir estudiando. Iba a la escuela y empezó a frecuentar un grupo de presos que estudiaban Derecho. A los 24 años y ya en libertad, terminó el secundario y se anotó en Abogacía de la Universidad Kennedy. Pero no pasaron dos meses y nuevamente salió a robar: esta vez la condena fue de 5 años de prisión. En la cárcel de José León Suárez, cerca del barrio, Waldemar se reencontró con cinco compañeros del colegio con quienes se organizó para generar un ambicioso proyecto: llevar la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) a la cárcel. Gisela, en ese momento su novia y hoy su mujer, le llevaba libros todas las semanas y Waldemar pronto se transformó en "el preso que lee". "Mi celda estaba llena de libros, hasta que pedí otra celda para armar una biblioteca. Eso me permitía leer, que otros presos leyeran, y dar seis pasos en lugar de tres. Podía estirar las articulaciones". Bajo un convenio con UNSAM llevaron la carrera de Sociología a la cárcel; Waldemar se hizo cargo de los libros y junto a otros estudió. Fue el promedio más alto. En 2011, cuando recuperó su libertad, pensó cómo iba a hacer para no caer preso otra vez. En enero de 2012, convirtió un pedazo de basural de su barrio en la Biblioteca Popular La Cárcova. Allí hay hoy unos 3 mil libros, talleres de escritura y lectura, y espacios de debate. "La biblioteca popular es para que ninguno de los que va ahí caiga preso; y si alguno va preso, para que salga. Y si sale, para que no vuelva a caer en cana". Waldemar hoy está casado, tiene dos hijos, Eros y Jano.
Espíritu de comunidad
Se conocen desde chicos, porque iban al mismo jardín de infantes de la Parroquia Nuestra Señora de Caacupé de la villa 21-24 de Barracas, pero recién empezaron a salir cuando Natalia Quintana tenía 16 años y Horacio Yñiguez, 19. Hoy tienen 3 hijos, siguen viviendo en el barrio, colaboran de manera muy activa con la parroquia que los vio nacer y pusieron en marcha varios proyectos para ayudar a la comunidad y sacar a los chicos de los pasillos para que no caigan en la droga, la violencia y las bandas. "El barrio necesita prevención. Llegar antes ‘de’, antes de la droga, antes de un montón de situaciones extremas y eso nos motiva", cuenta Natalia.
Con esta visión trabajan hace años, partiendo desde su propia realidad, que es la de muchos en la villa. Primero sirvieron el mate cocido los domingos para los grupos de "exploradores" de la parroquia, después armaron la murga, coordinaron retiros para matrimonios, comenzaron un proyecto de estampado de remeras y desde el año pasado pusieron en marcha un banco solidario de anteojos para que las familias que lo necesitan puedan acceder a algo tan costoso.
"Dentro de los jardines del barrio empezamos a ver que había nenes que no podían dibujar bien, más allá de lo madurativo, y cuando hablábamos con las docentes nos decían que ellas detectaban dificultades visuales. Un nene que no puede dibujar no va a poder aprender las vocales ni a escribir su nombre, que es clave para su identidad", resume Natalia. Se habían puesto un objetivo a dos años, pero a través de una cadena de WhatsApp consiguieron en poco tiempo 700 marcos para chicos y grandes. Cuanto antes un chico resuelva su problema de visión, mejor se va a insertar en la escuela, y después en la vida", concluye Natalia.
El arte como motor de cambio
"No soy la primera figura del Colón, pero amo ser la bailarina de La Cava", dice Romina Sosa mientras comparte un mate y su historia de vida. Ella tiene 30 años y encabeza Crear Vale la Pena, un espacio de arte en el que dirige Fuera de Foco, un taller de danza en La Cava. La fundación aborda distintas problemáticas que tiene el barrio desde el arte y la transformación social: trabaja en escuelas, dando talleres artísticos y también en la inserción laboral.
Cuando tenía apenas 7 años, Romina fue abusada sexualmente por un tío. En ese entonces vivía con su madre Mirta, su padre Gildo y sus 5 hermanos. Le gustaba mucho cantar y bailar, por eso se acercó a Crear Vale la Pena y hoy, más de 20 años después, sigue formando parte: ya no como alumna sino como directora. "Yo fui buscando que alguien me abrace y me diga: vení, sentate acá, yo te escucho. Este espacio no solamente me recibió y me escuchó, también me formó, me abrazó y me contuvo. Transformaron mi vida para siempre, y para eso bailo yo: para transformar la vida de otros".
A través de la danza empezó a formarse y a reconocer su propio cuerpo después de la experiencia traumática a la que había sido sometida. A los 12 años ganó una beca para estudiar en la Escuela Julio Bocca. "Venir de un barrio como La Cava y de repente estar bailando en esa escuela fue increíble. Fue un cambio enorme, del barrio a Julio Bocca sin escala". La danza se volvió el pilar fundamental de su vida. Durante varios años llevó adelante una vida en la que, de manera paralela, tomaba clases de baile, iba a la escuela y se transformaba lentamente en una líder barrial. Bailó mucho y todo ese aprendizaje la llevó a formar parte de giras por España, Holanda, Eslovenia y República Checa. Pero empezó a sentir que estaba en un entorno un tanto hostil y que la perfección del baile técnico no la llenaba: ella quería hacer algo más. "Esta red busca generar cambios reales en las escuelas y en la sociedad. En estos barrios las oportunidades son pocas. Si no vendés drogas, sos ladrón. Si no sos nada de eso, terminás muerto. Por ello es tan importante este tipo de espacios, para permitirle, a alguien que no tiene nada, sentirse pleno y vivo". Romina tiene un lema como bandera: bailar por un sentido. "Soy una agitadora comunitaria. Donde haya una desigualdad que visibilizar, ahí estamos con Fuera de Foco". Está casada con Cristian y tienen un hijo de 8 años.
Un campeón de la vida
Jesús Romero aún vive en el Bajo Flores, barrio al que llegó solo y con 9 años desde Chaco, a fines de 1963. Su sueño era conocer el Luna Park y convertirse en boxeador. Hoy, más de 50 años después, no solo cumplió y superó sus objetivos, sino que tiene una misión muy clara: devolver todo lo que el boxeo le dio. Primero entrenó en el comedor de su casa a los chicos de la 1.11.14 que andaban, sin hacer nada, con las drogas. Cada vez iban más y entonces abrió un gimnasio en el barrio para sacarlos de la calle. "El deporte salva. Yo tengo a 43 personas salvadas. Que ahora tienen trabajo, que estudiaron. El boxeo les cambió la vida", cuenta emocionado.
Nació en Abra Pampa, Jujuy, donde la altura y los fríos inviernos congelan la puna. Desde muy chico jugaba con los pumas. Como era muy inquieto, incluso lo ataban para que no se escapara. Sus padres lo mandaron a vivir con su abuela a Villa Ángela (Chaco) creyendo que en una ciudad se portaría mejor. Allí encontró un gimnasio al que iba a entrenar todos los días después de la escuela y su abuela le hizo el primer pantaloncito. "A los 7 años me hacía las vendas con lonas de catre, y peleaba las peleas ‘gallitos’. Al lado de la riña de gallos que hacía la gente del campo, nosotros hacíamos pelea callejera. Yo buscaba a algún pibe que quisiera pelear y el que ganaba se llevaba la plata de las apuestas que se juntaba en un tacho. Nunca perdí", recuerda. Un día, con el dinero que había juntado en un tarro de dulce de batata, fue a la estación de tren y pidió directo un boleto al Luna Park, porque si quería ser boxeador ese era el lugar. Mintiendo que era para su padre, a los 9 años le dieron un pasaje a Buenos Aires y llegó a Retiro. "Parecía que los edificios se me caían encima. Pasaban colectivos y decido tomar uno: el 139. Pido un boleto hasta el final. Terminaba en el Bajo Flores. Me bajé ahí. Frente a una galería comercial. No conocía a nadie. Veo un camión de garrafas y pregunté si podía ayudar a descargar. A cambio, me dieron café con leche, que nunca había probado, y una docena de facturas. En eso viene un señor y pide una garrafa pero no habían llegado todavía los pibes que las cargaban y me ofrecí. Había que llevarla al destacamento de policía. La llevé, pregunté si a la noche me podía quedar a dormir en un banco que había y me fui quedando, me bañaba ahí, me daban de comer". El resto es historia, empezó como amateur, los policías a fin de mes ponían 1 o 2 pesos en un sobre y se lo daban, lo acompañaban a entrenar y a las peleas, le compraban trajes, zapatos buenos. Lo adoptaron. Con el tiempo cumplió su sueño, conoció a grandes entrenadores y boxeadores, peleó en el Luna Park, viajó por el mundo, se sentó con el Príncipe Rainiero de Mónaco y llegó a estar tercero en el ranking.
A sus 64 años, con 3 hijos y 5 nietos que son su adoración, todos los días del año, sin importar si es fin de semana o feriado, o si hace frío o llueve, Jesús abre el gimnasio al que van hasta 200 chicos y chicas a practicar. También ayuda a su mujer Ana en el comedor comunitario que ella fundó, donde dan de comer a personas en situación de calle. Jamás abandonó el barrio, el gimnasio ocupa tres locales de la misma galería comercial a la que llegó cuando tenía 9 años, y sigue trabajando incansablemente para que el deporte sea una opción de vida para las nuevas generaciones.
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