A 169 km de Cusco, esta desconocida ciudadela es “hermana” de la célebre peruana. Para llegar hay que caminar 63 km en 5 días y hay planes de construir un teleférico que lleve 400 personas por hora
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Todo comenzó cuando mi amiga Silvina vio en una revista de viajes extranjera un recuadro que apuraba a ir a Choquequirao antes de que lo tomaran las masas. Uno de esos sitios arqueológicos aún vírgenes al turismo que no lo sería por mucho tiempo. “Si estuvieron en Machu Picchu saben a lo que nos referimos”, enfatizó su marido a modo de carnada cuando nos ofrecieron compartir la travesía en familia. Varios correos electrónicos del tipo “a la caminata vamos a parirla y a disfrutarla todos juntos”, o “caminar es un acto muchísimo más mental que físico y si tu cabeza no quiere avanzar, no hay estado físico que ayude”, nos terminaron de convencer, y en menos de dos meses estábamos en Cusco.
El día previo a la partida, en lo que los más jóvenes del grupo decidieron llamar charla de “mentalización”, el guía Diego Choque García se encargó de detallar, mapa en mano, las largas horas diarias a caminar, la altura a trepar, el peligro de los precipicios, y la importancia de que cada cual librara de toda responsabilidad a la empresa en caso de accidentes con una firma. Más allá de eso, la íbamos a pasar genial.
Los primeros días
Cachora es un pueblo colonial de adobe que formaba parte de la hacienda de San Pedro de Cachora, gran parte de cuyos tres mil habitantes se dedican a la agricultura o a arrendar mulas y equipo a los caminantes que emprenden el ascenso de 63 km de ida y vuelta que lo separan del Parque Arqueológico Choquequirao. Son tan pocos los que lo visitan, que aún no existen los puestos de souvenirs y los alojamientos se cuentan con los dedos de una mano.
El equipo completo se alista ahí: ocho somos los turistas, acompañados por un guía, dos muleteros y sus siete mulas, un arriero con dos caballos de soporte, un cocinero y su ayudante. Además, una mochila de siete kilos por caminante que cargan las mulas, carpas, bolsas de dormir y todos los bártulos necesarios de cocina además de varios kilos de comida para los cinco días.
El día uno de caminata es tranquilo: un recorrido de dos horas por chacras cultivadas con pendiente poco pronunciada nos conduce al Abra Capuliyoc, un balcón con vista a la imponente Cordillera de Vilcabamba. De ahí es todo bajada ?”pasos cortos y apoyando primero los talones”, nos recuerda Mariano? hasta la tropical Chiquisca, un caluroso campamento verde en medio de la aridez.
El camino serpentea la ladera de la montaña a 700 vertiginosos metros del río Apurimac, “el río que habla”, por su estruendoso ruido.
La cena en Chiquisca es bien temprano, ya está oscuro a las seis y media de la tarde y mucho no hay por hacer, salvo dormir.
Cuando llegamos, las carpas están armadas y las colchonetas infladas. Sólo hace falta organizar las pertenencias ?misma ropa cinco días ? y estirar las bolsas de dormir que vienen recubiertas con una novedosa sábana individual por dentro. Eber, el cocinero, y Apolinario, su ayudante, nos sorprenden con una comida de lujo: saltado de lomo con papas, sopa de verduras, arroz y de postre, duraznos en almíbar. Pronto entramos en una especie de rutina diaria. Cinco y media de la mañana pasan por las carpas al grito de “Arriba, a levantarse”. Los adolescentes no lo pueden creer. Nos ponemos la ropa polvorienta, cerramos las bolsas, las mochilas, hay quien lidia con lentes de contacto, y a desayunar.
La caminata comienza a las seis y media, la hora de menos calor. Unas horas de trekking al siguiente punto de descanso y un merecido snack calórico. Agua y más agua. Las mulas ya cargadas nos pasan a paso firme, con el menor de los esfuerzos. Cocineros marchan detrás a toda velocidad, con la próxima comida en mente. Más caminata y a almorzar. Un breve descanso y más esfuerzo. Cuatro o cinco horas hasta el próximo campamento. Merienda, sobremesa y cena, y a recuperar fuerzas hasta el día siguiente. Durante el día entero, toda clase de pensamientos nos cruzan la cabeza.
Paso corto y sostenido
Los Covarrubias son la familia que monopolizó Marampata. Un caserío a 2900 metros donde primos, abuelos, nietos, y sobrinos de doce familias viven en feliz comunidad. Tienen cuises, bananas, paltas y papayas, y cultivos con los que se sustentan. También viven del turismo, pues alquilan sus baños, casas para cocinar, y sus terrenos a los campamentistas. Para nosotros son como un oasis: allí llegamos a mitad del segundo día tras un ascenso mortal. Desde Playa Rosalina apenas cruzado el caudaloso Apurimac la subida se pone dura: cuatro horas y media de 50 grados de pendiente en zigzag sin un solo sector plano.
Los más jóvenes –Alfonso, Emilio, Ignacio y Julia– adivinan personajes, hablan con pulmones de sobra y se espantan los jejenes con naturalidad, que en este sector de selva aparecen por centenas entre cañas y helechos. Para los demás, es momento de plena introspección: ningún adulto emite palabra. De todos modos están los dos caballos, para quien deje el orgullo de lado y quiera descansar.
Desde Marampata, aún queda un trecho más hasta el campamento base en Choquequirao, el destino que a esta altura es un pretexto más. “Llegar es solo una excusa para partir: por eso hay que vivir el camino, no solo pensar en llegar…” me repito una y otra vez el contenido de esos correos convincentes.
Reclamada por la selva
Se dice de Choquequirao que es la hermana sagrada de Machu Picchu por la semejanza estructural y arquitectónica con ésta. La ceja de selva en la que se sitúa tiene un gran parecido geográfico también. Pero por algún motivo, a Machu Picchu le tocó la portada y las 2500 visitas diarias, y Choquequirao quedó en el olvido, cubierta por la selva y enredada entre lianas. Es una sorpresa enterase que fue también el arqueólogo Hiram Bingham quien llegó en 1909 aquí, dos años antes de redescubrir la más popular Machu Picchu. También es un enigma pensar por qué él y otros que llegaron antes, la subestimaron de ese modo y siguieron de largo.
“Machu Picchu no era definitivamente la ciudad más importante de los incas, lo es ahora para nosotros porque tiene un camino, buen acceso y la podemos visitar”, había escuchado en mi visita a las famosas ruinas. “Si el gobierno decidiera excavar Choque por completo y facilitar el acceso, sería tal vez tan importante”, nos habían dicho.
Por suerte para nosotros, eso aún no sucedió, y el verdadero premio para quienes caminan hasta la ciudadela inca perdida es la soledad con que se visita las ruinas. Si los gobiernos de Cusco y Apurimac se ponen de acuerdo en repartir equitativamente los ingresos entre las dos regiones, pronto habrá un teleférico llevando 400 personas por hora a 1400 metros sobre el nivel del río desde el poblado de Kiuñalla (en el departamento de Apurimac), a lo largo de 5 km en solo quince minutos hasta Choquequirao, en el departamento de Cusco.
Por ahora, y quién sabe durante cuánto tiempo más, el recinto arqueológico es solo para unos escasos 20 turistas diarios. Y en eso reside su encanto. Aunque esté excavado en un 30 por ciento, aunque cueste unos 63 km de ida y vuelta llegar a pie con un desnivel de 1.700 metros y la selva lo tape, aunque los datos acerca de ella no sean del todo claros y la información contradictoria, nada importa. Los ocho miembros de nuestra pequeña expedición nos sentimos verdaderos exploradores, y comenzamos nuestra visita privada a las ruinas haciendo una ofrenda a la Pachamama. De un pilón de hojas de coca, cada cual elige las mejores tres, agradece y las ofrece a la madre tierra en medio del “Ushnu”, gran cima truncada y plataforma ceremonial inca en lo alto de la ciudadela a 3.100 metros sobre el nivel del mar y a 1.500 sobre el profundo cañón del río.
Una ciudadela completa
Se cree que Choquequirao (”cuna de oro” en quechua) fue un centro cultural y religioso. Una suerte de garita de control de ingreso a la región de Vilcabamba y nexo entre la selva amazónica y la ciudad imperial de Cusco. Es considerada uno de lo últimos bastiones de resistencia y refugio de los incas que por órdenes de Manco Inca abandonaron Cusco cuando en 1535 la ciudad se encontraba sitiada por los españoles. A Choquequirao, los invasores nunca la encontraron.
Tuvo lugares de culto, un sofisticado sistema de riego y acueductos de provisión de agua potable para la población, que se estima fue de unas 8000 a 10.000 personas.
Los nueve sectores que componen el complejo tenían funciones específicas. Algunos son bien distinguibles: se puede ubicar la parte superior (Hanan), los depósitos (Qolqa), la plaza principal (Huaqaypata), el sector inferior (Hurin), el sistema de andenes de cultivo inmediatos a la plaza principal (Chaqra Anden), la plataforma ceremonial (Ushno), la vivienda de los sacerdotes, las edificaciones administrativas, y las Llamas del Sol. Todo se visita con total libertad.
Terrazas ornamentales y regreso
A la ciudadela la rodea un impresionante sistema de andenes construido sobre laderas prácticamente verticales. Sirvieron como plataformas de cultivo y como soporte de construcción.
Para poder ver las “Llamas del Sol” hay que bajar unos empinados 30 minutos más por una escalera que atraviesa los propios andenes y acceder a un mirador. Para los incas, las llamas eran sagradas e imprescindibles: se mueven con increíble facilidad por la alta montaña y son un buen transporte, su lana es fuente de abrigo, su excremento combustible, y su carne, alimento. Es por eso que aparecen constantemente representadas en la arqueología inca. Pero lo que se aprecia en estas 59 terrazas ornamentales es único. Las 24 figuras de llamas en contrastante cuarzo blanco, son mayores que el tamaño real y su forma muy sencilla y esquemática. Miran todas al norte, donde está su pastor. Son la joya oculta de la visita a Choquequirao: en ese lugar tan remoto podría haberme quedado horas.
El regreso es inevitable y se siente mucho más difícil. Al desandar el camino, se añora la motivación de la ida. Pero la satisfacción es plena y llena, y da un buen resto hasta llegar al quinto día de caminata, cuando a cada uno lo aguarda un caballo para cubrir la última media jornada hasta Cachora. Llegamos cubiertos de polvo pero con una muy explicable sensación de triunfo.
DATOS ÚTILES
Villa Los Loros Travel T: (0051) 84 244552. info@choquequiraolodge.com ag.villalosloros@gmail.com La excursión incluye traslado de Cusco a Cachora, guía profesional, chef, cuatro noches de campamento, equipos de camping de alta calidad; todas las comidas y bebidas calientes durante la excursión; snacks; arrieros capacitados con mulas de carga; caballo de emergencia y soporte en todo el recorrido del trekking; ticket de ingreso al Complejo Arqueológico y caballo personal para el retorno desde Playa Rosalina hasta Cachora el último día. Valor según el número de personas: para ocho, desde u$s 500 por persona. Hay programas que contemplan la última noche en Villa Los Loros Choquequirao Lodge, a 6 horas del campamento de Choquequirao. Bungalow con baño privado y agua caliente. Restaurante.
Andean Hiking T: (0051) 995 168 912 diegohappy@hotmail.com Además de prestar sus servicios para los programas de Villa Los Loros Travel, Diego Choque García tiene su propia agencia y se lo puede contratar directamente a él. Consultar tarifas.