Como tienen la posibilidad de hacer home office, muchos jóvenes decidieron mudarse temporalmente a destinos tranquilos y rodeados de naturaleza para ganar calidad de vida en la segunda ola de Covid
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Paula López, de 30 años, trabaja todos los días frente a un inmenso fondo de pantalla. Desde su living ve el comienzo del Parque Nacional Los Arrayanes: hay pinos que se multiplican hacia el horizonte y la precordillera andina se mezcla a lo lejos con el cielo celeste. Al abrir la ventana, el viento fresco y puro le termina de reconfirmar que irse de Buenos Aires hacia Villa La Angostura para atravesar la segunda ola de coronavirus fue la “mejor decisión de 2021”.
Ella vivía en su departamento en el barrio porteño de Palermo. Pero cuando el Gobierno impuso las restricciones a la circulación el 20 de marzo del año pasado se encontraba en la casa de sus padres, en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, a 200 kilómetros de la Capital. “Allá pasé todo el año y trabajaba de manera virtual. Solo volví a la ciudad durante septiembre y noviembre, porque tuve que hacer unos arreglos en mi departamento”, dice López.
Si bien en Chacabuco vivía en una casa con jardín y el pueblo es más tranquilo que el distrito porteño, las restricciones eran las mismas o incluso más severas. Durante el año pasado, según describe la joven, llegó a haber 100 contagios por día lo que llevó a las autoridades a imponer un virtual toque de queda. “A las 17 sonaba una sirena y todos teníamos que volver a casa. También en un momento podías circular con el auto solo algunos días, eso iba a depender del número de tu patente”, recuerda.
A raíz de esa experiencia, se preguntó por qué debería someterse de nuevo a las restricciones si puede abrir su computadora y trabajar desde cualquier parte del país. Entonces, a partir de febrero le alquiló su departamento en Palermo a una amiga, armó sus valijas y se fue al sur, donde tiene varios amigos que la esperaban y la ayudaron a buscar un alquiler temporario.
Como ella, muchos jóvenes –y no tanto– que no tienen hijos, o al menos no en edad escolar, han decidido migrar de manera temporal hacia ciudades más tranquilas donde perciben una mayor calidad de vida y la situación sanitaria no es tan compleja. Tampoco lamentan alejarse por un tiempo de los afectos, porque las restricciones del área metropolitana de Buenos Aires ya habían disminuido al mínimo los encuentros con familiares y amigos.
“Yendo de la cama al living” es el himno del rock nacional que algunos usan para describir la tortuosa rutina del año pasado. Por las limitaciones de ese entonces, al terminar el día laboral, que por lo general transcurría dentro del hogar, casi no había actividades para hacer. Ahora, sucede algo similar. En la práctica, miles de personas que por la pandemia han adoptado el teletrabajo pasan la jornada, que suele ser de 9 a 18, en el living se sus casas. Y luego, al menos en la ciudad y los 40 municipios del Gran Buenos Aires más afectados por el coronavirus, solo quedan dos horas de libre circulación.
“Villa La Angostura al lado de Buenos Aires es Disney. La restricción horaria recién arranca a las 22, pero acá lo que importan son las actividades al aire libre que se hacen durante el día. Casi que ni te acordás de la pandemia. Yo termino de trabajar a la tarde, agarro el mate, camino 15 minutos y ya estoy en la orilla de un lago. Y ni hablar de la seguridad, acá dejo la puerta sin llave. Alquilé acá hasta julio, luego voy a ver qué hago porque cuando llega la temporada de esquí los precios suben”, describe López.
“Cambié la plaza por el bosque y la playa”
Joy Schvindlerman y su novio, Lucas Lucente, ambos de 37 años, decidieron cambiar por al menos seis meses el departamento de dos ambientes en el que vivían junto a su hijo de casi dos años en el barrio de Colegiales, por una casa a una cuadra de la playa en Ostende, partido de Pinamar.
“El año pasado vivíamos encerrados con el bebé. Ambos tenemos una agencia de sustentabilidad y trabajamos de forma remota sin necesidad de ir a la oficina; de hecho, habíamos alquilado un espacio de coworking que no llegamos a usar porque nos agarró la pandemia”, recuerda Schvindlerman.
Los meses de restricciones estrictas potenciaron la sensación de ahogo y hartazgo que ya sentían respecto de la vida en la ciudad. Eso los llevó a pensar en la idea de mudarse hacia un lugar más tranquilo. Primero sondearon el mercado inmobiliario para alquilar una casa, pero como el costo de los alquileres se disparó dejaron de lado esa opción.
En febrero se tomaron dos semanas de vacaciones en Valeria del Mar. Ese fue un punto de inflexión. “Estando allá vimos que un conocido alquilaba una casa en Ostende y la decisión se fue tomando sola. Primero nos quedamos dos semanas más para trabajar desde la casa y esas dos semanas se fueron estirando hasta que decidimos alquilar por seis meses nuestro departamento en la Capital y alquilar en Ostende por el mismo tiempo. Todos los días nos miramos y agradecemos estar acá”, describe Lucente.
Ahora, según sus palabras, cambió la plaza por el bosque y la playa. Poco tiempo atrás, cuando vivía en la ciudad, tenía que caminar unas 15 cuadras para encontrar un espacio verde.
“A eso se le suma el ruido, el humo de los autos. Yo iba con el cochecito y me parecía que había demasiados estímulos y contaminación. En Ostende tenemos más contacto con la naturaleza. El año pasado decíamos ´Qué buena suerte que tuvieron los que pudieron irse a su casa en la costa’. Nos da un poco de miedo pasar el invierno acá y, además, estamos lejos de los abuelos de mi hijo, pero bueno, con todas las restricciones tampoco los estábamos viendo tanto”, agrega Schvindlerman.
Con menos gastos y a metros del monte
Tomás Costa, de 30 años, recibe la llamada de LA NACION a través de Whatsapp, en San Marcos Sierras, en Córdoba, un pueblo montañoso con ríos y arroyos de agua cristalina, donde no hay señal de celular. Dejó de trabajar desde su departamento en el barrio porteño de Belgrano, en donde “no entraba el sol ni un segundo”, y ahora lo hace en una posada ubicada a 50 metros de un monte.
“Trabajaba para una agencia de publicidad desde mi casa, soy redactor. Como mi departamento es en un piso bajo, no entraba luz natural porque tenía otros edificios alrededor. No salía de mi casa en todo el día y eso me mató la cabeza. Una cosa era ir al laburo, verte con tus compañeros, y otra cosa muy distinta es todo el show que nos comimos el año pasado por el que nadie podía salir ni a la esquina. Y este año cuando me di cuenta de que todo se estaba complicando, dije ´chau´; me vine para acá y zafé de las restricciones”, relata Costa.
Llegó a San Marcos Sierras hace casi un mes. Dice que el pueblo tiene seis por seis cuadras, no mucho más. En 2018, él lo había visitado en unas vacaciones y desde entonces en su cabeza siempre habitó la idea de irse unos meses a vivir y ser uno más entre los 1050 habitantes del pueblo.
“Alquilé una habitación en una posada por muy buen precio durante dos meses. Tengo baño privado y un parque gigante. Acá la vida es tranquila, llegué con ahorros y voy a seguir con trabajos como redactor para el mundo de la publicidad, pero acá puedo vivir con menos de la mitad del dinero que gastaba allá. Creo que con $20.000 por mes me alcanza”, afirma Costa.
Resalta que la ciudad, sin la oferta cultural y las posibilidades que ofrecía antes de la pandemia, perdió todo tipo de sentido. “Acá te encontrás con vos mismo, no necesitás tantos estímulos. El otro día, a las 15, me dieron ganas de ir a caminar; me fui a seguir el río a través de las sierras y llegué a un lugar hermoso. Frené y pensé, ‘esto es un paraíso´, y me di cuenta de que tenía una sonrisa de oreja a oreja. Creo que a la única que extraño es a mi perra Tota, pero por ahora estoy muy bien acá”, reflexiona.
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