Celebración: en Jujuy, un pueblo resucita una vez por año con una fiesta de toros
En Casabindo viven apenas 165 personas, pero llegan más de 3000 al toreo de la vincha, donde no se mata al toro; una tradición que lucha para no desaparecer
CASABINDO, JUJUY.- César Ventura todavía recuerda cuando su sobrino Italo se metía a la plaza a jugar con unos toros imaginarios. "Era una forma de querer ser el futuro. Todos nacimos con eso", asegura el torero retirado. Desde niños, el destino en Casabindo está marcado.
El pueblo jujeño se debate entre la fuerte identidad cultural que tienen como toreros y la migración natural que sufren por la búsqueda de trabajo. En Casabindo viven apenas 165 personas, según el último censo nacional de 2011. Pero los que emigraron por trabajo a otras zonas de Jujuy regresan, cada 15 de agosto, para ver a sus familias y formar parte de la fiesta patronal de la Virgen de Asunción. Los miles de turistas, en cambio, atraviesan la puna por un camino de ripio sinuoso, atraídos por el toreo de la vincha, la única fiesta taurina de la Argentina, que es la culminación de una ceremonia religiosa de tres días y que llega a reunir a 3000 personas.
En la celebración se mezclan las novenas a la Virgen, el desfile de imágenes y santos por las calles del pueblo, el baile ancestral de los samilantes vestidos de suris con cuartos de corderos y la corrida de toros. Todo ese sincretismo cultural emerge en el contexto de una festividad popular con comidas regionales, bebida y música. En las corridas no se mata a los toros, tienen su propio santo protector, San Marcos, y se los considera tan sagrados como las vacas en la India.
El pueblo puneño de unas pocas manzanas al final de la ruta interprovincial 11, parece una isla de tierra en el medio de la nada. Esa belleza minimalista del altiplano es magnética. Las casas ocres de adobe se confunden con el color terroso del paisaje semidesértico. La diminuta comarca parece una continuidad de esa planicie abierta y espaciosa tapizada de arbustos dorados y tolares.
Los árboles son un bien escaso y preciado, los únicos puntos de sombra en la plaza principal del pueblo. Dos chicos juegan sobre el lomo de un toro de yeso. Las hamacas y los toboganes están vacíos. Sólo se escucha el sonido del viento. En unas horas, la parsimonia silenciosa de este pueblo, ubicado en el extremo norte de la provincia de Jujuy, cercano a la frontera con Bolivia y a 1700 kilómetros de Buenos Aires, cambiará por completo.
Son las 11 de la mañana y las calles de Casabindo parecen una peatonal céntrica. Micros, autos, camionetas, motos, bicicletas y caballos, se apostan a la entrada del pueblo y a la vera de la ruta. El aire tranquilo del pueblo se transforma. Las escuelas y los galpones se vuelven hoteles y las casas se transforman en comedores, despensas familiares y paradores ocasionales. Hay una intensidad emocional que va creciendo con el correr de los días y la fiesta. Es un momento de reencuentro para varias familias. Los que se quedan en Casabindo esperan todo el año por el regreso de sus parientes. Los que vuelven para celebrar la asunción de la Virgen ya no se quieren ir, aunque la falta de trabajo los empuje a migrar nuevamente.
El sueño de volver
Irma Cusi, hija de Cándido Cusi y Herminda a Gutiérrez, es nativa de Casabindo. Se recibió de profesora y sueña con volver a dar clases en la misma escuela donde cursó la primaria. "Yo emigré muy chiquita por razones de estudio -cuenta Irma-. Somos muchos los que nos fuimos a las ciudades a prestar servicios en otros lados, pero no nos olvidamos de nuestro pueblo".
Muchas casas quedan vacías y cerradas durante el año: "Está todo desierto, vacío y no hay nadie. Solamente los docentes y las familias se quedan acá", relata Guillermina Soledad Vega, directora de la Escuela Primaria N° 270 de Casabindo. En su escuela estudian 30 alumnos. Cuando los chicos terminen el secundario se mudarán a otras ciudades. La migración parece un destino sellado del casabindeño.
Eusebio Ciares, presidente de la comisión Pro Templo, es más optimista y dice que eso va cambiando de a poco. La expansión de la fiesta de la Virgen de Asunción y el Toreo de la Vincha a nivel internacional está generando más interés en la región. "Hay más actividades que se realizan todo el año y eso permite que la gente del pueblo no emigre de acá".
La celebración de la patrona del pueblo es un momento para recordarles a los funcionarios que Casabindo existe en el mapa de la provincia de Jujuy. Una vez al año, la fiesta atrae a los políticos: se inauguran galpones y se realizan mejoras en la escuela, aunque los baños no funcionan y el vivero que se utilizaba para cosechar las verduras para el comedor se vino abajo y no fue reparado.
Eusebio Ciares, uno de los organizadores de la festividad, recibe al gobernador Gerardo Morales en la plaza de toros y le entrega, delante de todo el pueblo, un proyecto para hacer un museo. "No pedimos mucho", dirá después Eusebio, mientras toma un vino sodeado, en un breve descanso en el salón multiusos que acaban de estrenar para la fiesta y donde se le sirve la comida de forma gratuita a los peregrinos que llegan de todo el departamento de Cochinoca.
El museo sería un impulso turístico para la zona y una forma de proteger la historia y la riqueza patrimonial de la región. En este territorio anduvieron hace 12.000 años los primeros habitantes que vivían del pastoreo de llamas, economía principal del pueblo. En esta región sufrida se desarrolló la Batalla de Quera, uno de los primeros levantamientos campesinos por las tierras comunales, que terminó con 200 indígenas muertos.
El pueblo es también famoso por la iglesia construida en 1772, considerada la catedral de la Puna por su patrimonio arquitectónico y las pinturas de ángeles arcabuceros de la escuela cuzqueña. Fue frente a la iglesia donde el joven Pantaleón de la Cruz Tabarca se sublevó frente a los españoles y se enfrentó a los toros al grito de libertad, iniciando una tradición que sigue hasta el presente. "Venían los españoles y se hacían dueños de toda la riqueza y ahí saltó el indio que no hacía caso y era tan valiente que decidieron meterlo entre los toros", recuerda Nelson Vásquez y repite la leyenda que le enseñó su abuelo Darío Vásquez, el primero que bajó los toros a Casabindo en 1940.
Los toreros repiten la ceremonia como un homenaje a sus ancestros. Piden protección a la Virgen y salen a la plaza para sacarle al toro la vincha con monedas de plata que lleva entre las astas. La ceremonia del toreo de la vincha alimenta uno de los rasgos de identidad cultural más fuerte que tiene Casabindo. "Nuestros abuelos nos han legado estas tradiciones y nosotros tenemos que continuar con esto", asume con simpleza Ciares.
La celebración del toreo de la vincha, no es sólo una tradición, sino uno de los atractivos turísticos más fuertes del calendario puneño. A su alrededor se mueve una efímera y pequeña economía regional. Durante tres días, puesteros de la Puna y la Quebrada montan carpas de comida y venta de artesanías; los lugareños alquilan camas en sus casas; y se crean improvisados remises, combis y micros especiales, desde distintos puntos de la provincia, que traen a los visitantes.
La fiesta de la Virgen de la Asunción y el toreo de la vincha crece, aunque la infraestructura del pueblo va quedando más chica. Se siente la falta de agua corriente, porque las cisternas no dan abasto. La pavimentación de la ruta que comunica a Casabindo con Abrapampa se hace indispensable por el flujo de autos: durante la última celebración hubo dos accidentes graves.
Casabindo está organizado en un comité vecinal, un comité aborigen, dos escuelas (una primaria y otra secundaria), un club de fútbol, una sala de primeros auxilios y una comisaría, pero los lugareños reclaman hace tiempo una comisión municipal para tomar sus propias decisiones. Los presupuestos dependen absolutamente del municipio de Abrapampa, la ciudad cabecera de la Puna a 56 kilómetros de distancia, llamada la "Siberia argentina".
"Si alguien se quiere casar se tiene que ir a Abrapampa, por eso somos todos solteros", dice con picardía Vicenta Ventura, mientras pica unas verduras y vigila con el rabillo del ojo, las tres ollas donde se cocinan las 150 raciones de comida para los peregrinos que llegan de localidades como Tusaquillas o Abralaite.
La fiesta de la Virgen milagrosa, como le dicen en el pueblo, podría traer mejores condiciones de vida a Casabindo y detener la migración. Al pueblo regresan los toreros casabindeños que durante el año trabajan en las minas El Aguilar y Pirquitas; en las Salinas Grandes; o son albañiles, changarines o empleados públicos en Abrapampa.
Durante la fiesta patronal el punto de reunión de los toreros es un comedor popular levantado en el patio de una casa de adobe de la familia Cusi. Son cuatro postes, unos laterales de chapa y un techo de plástico azul que cuando se levanta por el viento deja ver el cielo turquesa. En una esquina, como los boxeadores que esperan el sonido de la campana, están sentados un grupo de toreros veteranos. Los Colqui y los Ventura promedian los 40 años. La vida del torero es corta, como la de un futbolista de alta competición. "Pasan diez años y ya vienen otros", cuenta Facundo Colqui.
Suena un reggaetón de fondo. Los tragos, la hojas de coca, acompañan los relatos de viejas hazañas de los primeros toreros -Néstor Ciares, Onorato Solano, Canuto Vásquez, el quenero- que empezaron esta tradición. Rolando Colqui tiene 37 años y es chofer de larga distancia de El Quiaqueño. A los doce años salió de la primaria del pueblo y se fue a buscar trabajo. Emigró como muchos y ahora está de vuelta para la fiesta con su hija en brazos.
La transmisión cultural resiste al paso del tiempo. En Casabindo, torear es una forma que su nombre quede inscripto en la memoria oral del pueblo. "¿Sabés como nace un torero legítimo de Casabindo? Nace por su propia voluntad y su propio esfuerzo. Acá no hay práctica, no hay teoría, no hay táctica. Vale mucho la devoción a la Virgen", afirma César Américo Ventura, que entró a la plaza de toros a los 14 años, se retiró en 2003, y ahora con su hermano Ricardo comparte la animación del evento del toreo de la vincha.
Todos los hombres del pueblo saben que en algún momento de sus vidas deberán enfrentar al toro en la celebración de la Virgen de la Asunción. Para algunos es una prueba de fe, para otros una manera de demostrar su valentía frente a los toros más bravos. El suri, era una bestia negra de más de 300 kilos que erizaba los pelos a los toreros más templados de la región. El toro murió de viejo.
Son las tres de la tarde y el público se entusiasma cuando ve cómo un toro revolea por el aire a un torero inexperto llegado de la capital jujeña. Los murallones de la plaza, los techos de las casas vecinas, los cerros cercanos están poblados de observadores que quieren ver a los toreros jugarse la vida: Ricardo Ventura, que es el locutor oficial de la fiesta del toreo, todavía tiene la cicatriz de un asta que le atravesó el brazo de lado a lado.
Los animales -toros, novillos y vacas- que esperan su turno en los corrales parecen inofensivos. Cuando entran a la plaza se vuelven bravos y vengativos, azuzados por el grito de la gente, las bombas de estruendo y alterados por el constante sonido de las bandas de sikuris que tocan en veneración a la Virgen. Las vacas pisotean, pegan un brinco y se van. El toro, en cambio, hasta que no ve sangre no para. "Si le sacás la vincha es como sacarle los huevos. Por eso, cuando alguien quiere anotarse le digo que lo piense bien. No es cualquier cosa. Si el toro te clava el asta, chau", advierte César Ventura, que pertenece a una familia de toreros.
El toreo se aprende de chico jugando, observando a los mayores, y la decisión va madurando con el tiempo, en una combinación de fe y valentía, que forma parte de la vida cotidiana en la comunidad.
"Mis dos hermanos son toreros. Mi marido Demetrio Gutiérrez, que falleció hace cinco años, también fue torero. Mi hijito de ocho años quiere ser torero. Hasta mi nietito torea con los corderitos. Va a seguir pasando. Alegría y emoción me da la cultura que tenemos. Pienso que el día que nosotros nos vayamos yendo, ellos van a seguir con esto", cuenta Vicenta, que reside en el pueblo todo el año y que sabe que tendrá que mandar a dos de sus cuatro hijos a estudiar más lejos.
Con 23 años, Italo Ventura pertenece a esa nueva generación de toreros jóvenes enraizados en su cultura que quieren volver a Casabindo. Por su cabeza pasan todas las lecciones aprendidas de sus mayores: tener el toro a muy corta distancia, mirarlo siempre a los ojos y cuidarse de los amagues. Con un movimiento ágil, casi imperceptible, le arrebata la vincha y se la dedica a la Virgen. Es un breve momento de gloria, que le da paso a la nostalgia. Italo sabe que la fiesta terminará en unas horas y deberá irse de Casabindo. Es uno de los momentos más tristes del día, cuando todos dejan el pueblo. "Acá todos somos iguales, todos nos conocemos, no hay diferencias. Por eso quiero volver a vivir acá". Para él y muchos jóvenes, Casabindo, es el futuro. Es el único lugar, donde sabe, no olvidarán su nombre.
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