Carreras de galgos: una actividad que se resiste a la prohibición
Popular en el interior del país, una ley con media sanción busca erradicarlas con el argumento del maltrato animal
MACACHÍN Y CARHUÉ.– Ahí van los ocho galgos con sus chaquetillas de colores y sus respectivos números camino a las gateras. A cada uno lo lleva un soltador, la correa corta, el paso tranquilo. No levantan polvo. La tierra de la pista está húmeda; el camión de la municipalidad de Macachín le acaba de echar agua. Los soltadores les dan masajes, especialmente en los cuartos traseros, mientras reciben las últimas indicaciones de los dueños: "¿Ya le diste agua?" Uno agarra el señuelo –media botella plástica de gaseosa con un pedazo de silobolsa adentro– y lo agita adelante del hocico del perro. Les sacan las correas, y les colocan las trompetas, esos bozales plásticos para correr.
A unos metros de las gateras, apoyado sobre el capó de un Toyota estacionado al costado de la pista, un muchacho grita: "¡Acomoden, va la luz!". Una mano adelante, la otra atrás, los soltadores posicionan a los perros en las gateras, los mantienen quietos, apenas inclinados hacia adelante, conscientes de que sus reflejos pueden definir la carrera. Sobre el techo del auto se enciende una luz roja que titila unos segundos y se apaga. Se enciende entonces otra blanca, que sólo puede ver el hijo del organizador, encargado del pedaleo. Está arrodillado en medio de la pista, a unos 200 metros de las gateras: tiene las manos en los pedales de una bicicleta dada vuelta, adaptada para que, cuando la luz blanca se apague, enrolle a toda velocidad la tanza que recorre la pista y que abrirá primero las gateras, y luego arrastrará el señuelo hacia él.
El golpe de las gateras al abrirse resuena en todo el predio de la Asociación Unión Vasca. Tanto que los galgos que esperan su turno para correr, atados allá lejos bajo la sombra de los olmos, se ponen a ladrar. Los soltadores pegan un salto, el otro le da a fondo a los pedales de la bicicleta y el señuelo sale disparado en línea recta. Los dueños, los apostadores y el público arengan desde la tribuna y los costados de este hipódromo ahora devenido canódromo.
Uno, dos, tres… nueve segundos. Eso tardaron en recorrer los 150 metros. Los galgos se sacaron milésimas. Ahora se abalanzan sobre el señuelo como si fuera una liebre de verdad. Se torean y hay que separarlos. Es la única de la jornada que estos perros correrán. Una carrera cada quince, veinte días. El premio de ésta es bajo, 1000 pesos, pero el resto –unas 20 hasta que baje el sol– reparten 2000, 3000 y hasta 10.000 pesos. Pero Macachín, esta ciudad pampeana, no es una plaza demasiado fuerte: concurrieron unas 250 personas y se remataron en total unos 120.000 pesos en apuestas. La que todo galguero quisiera ganar, el Pellegrini de los galgos, es Marcos Juárez, donde se corre ahora en diciembre con alrededor de un millón de pesos en juego.
Pero tanto en Macachín como en Marcos Juárez, como en otros pueblos y ciudades del interior saben que la actividad puede ser finalmente prohibida. Es tema de conversación durante los asados, en la rotonda donde se presentan los perros, en las tribunas. En julio pasado un proyecto de ley impulsado por la senadora por Río Negro de la Alianza Frente Progresista, Magadalena Odarda, tuvo media sanción en esa Cámara. El proyecto prohíbe en todo el territorio nacional la realización de carreras de perros, cualquiera sea su raza, y sanciona con penas de prisión de tres meses a cuatro años y multas de 4000 a 80.000 pesos al que las organizare, promoviere, facilitare o realizare. La pionera, a principios de este año, fue la provincia de Santa Fe, con ley propia . En Buenos Aires, rige la 12.449 que también las prohíbe aunque con la excepción de las realizadas en canódromos creados y habilitados por ley, aunque en la práctica no se cumple.
El proyecto de ley de Odarda busca terminar con el maltrato animal y recoge la iniciativa de la organización Proyecto Galgo Argentina que desde hace más de dos años denuncia, desde su página de Facebook, la existencia de maltrato, explotación y uso de drogas para que los animales corran a mayor velocidad, además de descarte, abandono y matanza cuando ya no sirven para las carreras.
Los galgueros se defienden: para ellos se trata de un deporte –lo equiparan a las carreras de caballos– y a los galgos los consideran deportistas de una raza creada para correr. Que al contrario de maltratarlos, los cuidan e invierten miles de pesos por mes en alimentos y medicamentos. Quieren que las carreras sean reguladas y no prohibidas, y así poder dejar afuera a ese 10% que, según ellos, sí hace las cosas mal.
Criados para correr
El fondo de una gomería en Carhué. La pava para el mate se calienta sobre una hornalla de hierro. Al lado, hay un viejo tanque de nafta que en invierno hace las veces de estufa a leña para que Traidor no pase frío. A Traidor ahora lo cría y entrena el ingeniero agrónomo Julio Medina junto a su amigo El Negro, dueño de la gomería, y su hijo de 13 años. Con el calor, el perro duerme en su canil, en el patio trasero: un espacio de un metro y medio por uno y medio, con un colchón en el suelo, techado, y que se cierra con una puerta enrejada. Al lugar, fresco, inodoro, se accede por un pasillo que pega una vuelta, con los pisos de cerámico para mantener una mejor higiene y cuidar las almohadillas de las patas. Así lo definen: "El canil es como el box de un caballo, un lugar con poco movimiento para que no se golpee ni estropee".
Hora de comer. Sacan a Traidor del canil y lo ponen en dos patas para mostrar sus cuartos traseros, duros como piedra. El régimen diario lo cumplen a rajatabla. A las 7 lo sacan a varear –el mismo término que se utiliza para los caballos–, una caminata de 2000 metros con correa, y luego un trote detrás de una bicicleta que lleva un señuelo. Algunos, dice Medina, hasta reservan turnos en salones de belleza para darle electrodos al perro antes de que lleguen los primeros clientes. Después del desayuno, una mezcla de alimento balanceado, yogurt, manzana rallada, se acuesta de nuevo. Una salida al mediodía, y el cierre con la comida principal: arroz, zanahoria, manzana, aloe vera, zapallo y un kilo de carne picada. "Carne picada especial –dice El Negro–. La pulpa, y que el carnicero la pique adelante tuyo". Y luego, de vuelta al canil.
Por Traidor ya les ofrecieron $ 20.000 (un cachorro de "buena sangre" se paga $ 5000), pero no lo piensan largar. El galgo se abalanza sobre la mezcla. ¿Es cierto lo del entrenamiento con descargas eléctricas para que corran más rápido? ¿Y lo de las drogas? ¿Y los abandonos y descartes cuando ya no son competitivos? Se muestran ofendidos ante cada pregunta. "Si a un perro le das electricidad se dispara para cualquier lado", responde El Negro.
"Este es el hobby de los pobres. ¿Que existe mafia? Existe, no podemos ser hipócritas. Pero habrá un 10% que hace las cosas mal", dice Benjamín Otero, que se acaba de sumar a la ronda del mate. Él será el rematador en las carreras que se corren al día siguiente, en Macachín, a 90 kilómetros de ahí. Chomba, bombachas de campo y alpargatas, cuenta que un galgo comienza su vida deportiva a los 18 meses y que la culmina a los 6 años. No lo dudan: para ellos los galgos son deportistas, en los que invierten un gasto mensual de $ 2000 por perro en la crianza, y $ 2500 mientras compiten. "Toda ganancia se vuelve a invertir en el perro –dice Otero–. Y seguro que le podés dar otra vida, pero no es la que les va a gustar a ellos."
Explotación animal
Inés, una de las creadoras de Proyecto Galgo, se manifiesta en las antípodas de ese pensamiento. Como defensora de los derechos de los animales no concibe a las carreras como un deporte, ni a un galgo como a un deportista. Todo lo contrario: lo entiende como una forma de explotación animal para sacar un beneficio. "Las carreras de galgo son un negocio –dice–. Y como todo negocio priorizan la ganancia. Si tienen que drogarlo, bueno qué más da, si lo que quieren es que corran y ganen."
Sólo Inés. Se reserva el apellido por las amenazas. Dice que ya recibió una por SMS y muchas más a través de Facebook. Que incluso, en el interior, hubo agresiones físicas y quemas de casas a los que denunciaban. A Proyecto Galgo lo describe como a un grupo de amigos activistas, veganos, protectores de animales que buscan una condena social de la actividad. Su petición en change.org ya superó las 250.000 firmas, entre ellas las de famosas como Nacha Guevara o la hija menor de Marcelo Tinelli. El objetivo ahora, dice, es plasmar la prohibición en esa ley que ya llegó a la Cámara de Diputados.
Rescatar perros de la calle en Capital, donde vive, fue el despertar de su militancia. Los castraba, curaba y entregaba en adopción. Después se interesó en los zoológicos, como el bonaerense de Colón, que lograron cerrarlo. En ese afán, alguien le mandó un mensaje privado por Facebook: "Vos que estás en tema, ¿sabías que en Colón también hacen carreras de galgos y los entrenan con animales vivos?". Como dice ella, esa fue la punta del iceberg.
Cuenta que compañeros que estuvieron en las carreras –ella aún no presenció ninguna–encontraron jeringas en tachos de basura y tiradas en el pasto. Habla de que los tienen confinados a oscuras o atados en un árbol, de la frustración que les generan, y del descarte. "El que no sirve o es quedado, vuela. Lo ahogan, lo tiran a un basural, o lo abandonan en el campo."
En la rotonda
Doscientos al uno, levantame si te gustó, me dijiste que sí, Gato volador, me dijiste que sí, afuera 3, afuera el 4, muchachos vamos, 100 para el 5, último remate y nos vamos a la cancha. ¿No tenés 100 pesos para este perro que fue campeón argentino? Ahí, vendé, 2 por 100, vamos a ver las carreras, vamos que nos vamos a las gateras.
El que habla es Otero, parado sobre una mesita y moviendo los números de una pizarra donde están anotados los galgos competidores. En la rotonda, un círculo armado con vallas metálicas, están los perros con sus propietarios: hay mujeres, chicos, gauchos y tipos más empilchados que llegaron de Bahía Blanca, Trenque Lauquen, Río Colorado, y otros pueblos y ciudades de Buenos Aires, La Pampa y Río Negro. Los galgos que no corren esa carrera esperan más allá, bajo la sombra de los olmos, atados a un tronco o dentro de los autos, algunos con el aire acondicionado clavado en 22.
Jorge Funes pasea orgulloso su galgo, y despotrica contra el proyecto de ley. "No porque el burro patee le van a cortar la pata –dice–. Dicen que los drogan, ¡bueno, que los controlen entonces!" A su perro, él le da "lo mismo que se le da a un jugador de fútbol": Centrum, Supradyn, creatina. Aunque con el correr de la jornada otros galgueros, por lo bajo, van sumando otras sustancias a la lista, como ese cardiotónico que se suele usar cuando una vaca queda empantanada.
Le dicen el pinchazo o la chuza. Sustancias estimulantes parar mejorar el rendimiento, para darle más energía al animal en la salida, en ese pique inicial. Así lo explica el veterinario Miguel Longo: "A la larga repercuten en la salud del animal; fundamentalmente provocan degeneración a nivel hepático porque se eliminan a través del hígado". Para Longo posicionarse en contra de las carreras es una cuestión de principios: mantiene una postura general contra la explotación de los animales, ya sean carreras, zoológicos, circos o parques acuáticos.
Lisandro Hernández, veterinario de Carlos Tejedor, dedica sus saberes exclusivamente a estos animales de competencia: brinda tratamientos, controles y remedios, además de ser él mismo criador de galgos. "Al regularizar la actividad, la ordenás y protegés al animal. Asegurás que el lugar esté óptimo, y que el actor principal se encuentre en las mejores condiciones de salud, que se le haga un doping, y esté identificado con microchip. Además, al legalizar, sólo los veterinarios podrían recetar la medicación adecuada", dice Hernández.
Reglas claras
Hace memoria. Cuenta que esta actividad existe desde hace al menos 60 años en el país; hay títulos que datan de esa época. Que las plazas fuertes y profesionalizadas son Inglaterra, Australia, Irlanda y Estados Unidos. Y que la raza es milenaria. "Las carreras de perros no se van a prohibir –dice–. No podés ocultar algo que existe en la sociedad. Y si se regulan, a ese 10% que hace las cosas mal podemos ir sacándolo. Y el que no se adapte que se quede afuera."
Ahí en Macachín, reunidos a un costado de la pista, un grupo expone las mismas ideas de Hernández. Quieren adaptar la ley que regula las carreras de caballos y cambiarle dos palabras: perro por caballo y canódromo por hipódromo. Sueñan con gateras automáticas, con reglas claras en las categorías, con multas a quienes llegan tarde a la rotonda o lastiman a sus perros. Y coinciden en que si se prohíben, se seguirán corriendo igual. Clandestinamente, adentro del monte.
Mario Indelangelo, de 28 años, va un poco más allá en su análisis. Pampeano, profesor de historia durante la semana, los domingos es el hombre más buscado al finalizar cada carrera: tiene en sus manos el foto finish, esa panorámica que logra artesanalmente con la ayuda de un destornillador mecánico para que la cámara llegue a tomar, en milésimas, la secuencia de fotos del cruce final. Ahí nadie confía en la fotografía digital y la posibilidad del retoque.
"Esto no deja de ser una cuestión de clases. Porque entonces también habría maltrato en el polo o la equitación", dice. Pero después de presenciar carreras y carreras, de escuchar a dueños quejarse de que el trofeo que él mismo arma es demasiado chico, cree que más que de plata, se trata de prestigio, de trascender, de igualarse. De hacerse conocido porque arriba de ese Renault 12 desvencijado viaja el perro más ligero de la zona.