Un creador vital, único y multifacético
Cómo habrá amanecido el mural que sobrevuela avenida Figueroa Alcorta y Tagle, la emblemática sonrisa de Carlos Gardel quizás ensombrecida por el adiós a su creador, el artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, que ayer se despidió de esa vida que tanto amó, por la que tanto caminó, gustó y creó –conversador amigable, viajero apasionado, cálido anfitrión, discreto seductor– a lo largo de 90 pletóricos años.
Nacido en Montevideo el 1° de noviembre de 1923, conoció de muy joven la ansiedad del trotamundos: a los 18 años cruzó el Río de la Plata y consiguió su primer empleo en una fábrica de Avellaneda. También recorrió Córdoba, trabajó en una imprenta, se inmiscuyó en la lógica de las artes gráficas y –dato fundamental– comenzó a interesarse en el universo de los grandes dibujantes de la época.
En ese jovencito curioso y hambriento de mundo latía también un fervoroso autodidacta. El mismo que, muchos años después, diría en más de una entrevista: "Yo no estudié nada", para luego describir una obra que incluía la pintura, la cerámica, la escultura, el muralismo y hasta diversas incursiones en la arquitectura.
Aquella primera estadía en la Argentina fue tan fecunda como breve. Cuando, al poco tiempo, regresó a Uruguay, tuvo lugar otro hito decisivo: se cruzó con una de las tradicionales comparsas de afrodescendientes que hay en su país.
Evidentemente, no era la primera vez que escuchaba el son del tambor, pero en esta ocasión la emoción fue tan nueva e intensa que decidió sumergirse sin más en el mundo del candombe. Se le hizo habitual la vida en el conventillo Mediomundo, sinónimo montevideano –demolido hace varios años– de comparsas, música y cultura afrouruguaya.
El Páez Vilaró artista comenzó a gestarse allí: además de hacerse amigo del lugar, decoraba los tambores, participaba en la vida comunitaria, y pintaba telas y más telas con mercados, lavanderas, delantales blancos henchidos a reventar por las curvas de las morenas que los portaban. En esa multiplicidad de piezas de colores puros, intensos y profundos como el sonido visceral, arcaico y salvaje, de las llamadas, nacía el germen de toda una vida creativa.
Tomaban forma, al unísono, el artista, el viajero y el emprendedor. A Páez Vilaró se le encendieron los motores y pronto partió a Brasil, a la pesca de más color y cultura afro. Esa búsqueda pronto lo llevaría a Senegal, Liberia, Congo, Camerún, Nigeria, República Dominicana, Haití. La aventura caldeaba un modo de estar en el mundo: el joven Páez Vilaró viajaba, pintaba, regalaba alguna de sus obras; vendía otras para subsistir, volvía a pintar, conocía gente –era buen mozo y el don de la sociabilidad también le estaba dado–, seguía viajando.
Viajero inquieto
En algún momento, el periplo incluyó Europa, donde se fascinó con las búsquedas expresivas de Pablo Picasso, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico y Alexander Calder.
En ese continente se vinculó, en 1967, con la producción de la película Batouk, filmada en África por el director Jean Jacques Manigot (film que se proyectaría en la clausura del Festival de Cannes de ese año).
Podría decirse que los años 40 y 50 fueron los de su formación plástica, hecha a puro hacer, hablar, dejarse influenciar y, siempre, volver a la matriz del candombe, el mundo físico, la fascinación casi pagana por la maravilla terrible de las fuerzas naturales, la energía benévola o destructiva del mar y del sol.
También podría aventurarse que fueron los años de su educación sentimental. Por ese tiempo se casó con Madelón Rodríguez Gómez, de quien se divorciaría a comienzo de los años 60. Tuvo seis hijos: Carlos Miguel, Mercedes, Agó, Sebastián, Florencio y Alejandro (los tres últimos, de su segunda esposa, Annette Deussen).
A fines de los 50 acometió el proyecto que consagraría su popularidad: Casapueblo, el célebre complejo de Punta Ballena, a pocos kilómetros de Punta del Este.
En esa construcción de formas orgánicas, deudora tanto de su admiración por el modernismo europeo como por su atracción por las formas del arte africano, construida sobre los acantilados que miran al mar, instalaría su taller y su hogar. También acuñaría el término de "escultura habitable", un modo de dar cuenta de su participación –pese a no ser arquitecto– en el diseño de un espacio pensado como obra y vivienda a la vez.
Los años setenta lo encontraban activo, con proyectos plasmados, una realidad que le sonreía en los más diversos modos. Hasta que, en octubre de 1972, la tragedia tocó a su puerta. El avión donde Carlos, su hijo mayor, volaba junto con otros jóvenes rugbiers hacia Chile, cayó en los Andes. A Páez Vilaró le tocó ser uno de los padres arrasados por la angustia de la búsqueda de sobrevivientes. Pero también le tocó la enorme gracia de ser uno de los que, al cabo de los interminables operativos de rescate, pudieron estrechar a su hijo entre los brazos.
Con estilo propio
"Pintor, muralista, escultor, ceramista, cineasta, el talento multifascético de Carlos nunca restó a la calidad y a la originalidad que caracterizan al auténtico creador –escribió en su momento Rafael Squirru–. La característica principal de su arte es la vitalidad, eso que emana del ritmo de su propia vida."
Efectivamente, en la obra de Páez Vilaró el impulso vital es lo que predomina. La pasión que el arte africano despertó en la modernidad europea encontró en el uruguayo un matiz fervoroso, acompañada de cierto juego con la experimentación que, si bien no amerita ubicarlo en una tradición específica, lo pone en serie con las búsquedas formales de principios del siglo XX. La paleta intensa, los colores cargados de vitalidad son otra de sus marcas.
Fue un creador accesible, diverso y amable. Y, por sobre todo, un joven empedernido. Hasta el último minuto de su intensa vida.
Casapueblo, una exitosa apuesta arquitectónica
Modesto embrión de construcción a fines de los años 50 y suerte de ciudadela blanca encaramada en los acantilados en la actualidad, Casapueblo ya es parte inescindible del paisaje cercano a Punta del Este. El complejo incluye un hotel, una sala de exposiciones y la casa-taller de Páez Vilaró.
Inspirada tanto en la arquitectura mediterránea como en algunas reminiscencias del arte africano, Páez Vilaró la llamó "escultura habitable". El artista acuñó también la frase: "Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero", en relación con las suaves formas orgánicas del lugar.
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