Cándido López y Emilia Magallanes, el amor después de la guerra
El 22 de septiembre de 1866, una descarga de ametralladora le voló la mano derecha a Cándido López, artista de profesión. López estaba combatiendo en la Guerra de la Triple Alianza y una bala en la batalla de Curupaytí pareció acabar con su carrera.
La gangrena fue apoderándose de su extremidad y no hubo otra alternativa que cortar el brazo a la altura del codo. La convalecencia fue dura. La fiebre lo hacía alucinar. Entre las palabras que gritaba en sueños y delirios afiebrados se escuchaba "Emilia".
Antes de la guerra, Cándido López se movía de pueblo en pueblo de la provincia de Buenos Aires trabajando como retratista. En una oportunidad, a la salida de una misa en Carmen de Areco, conoció a una muchacha que lo deslumbró. Se llamaba Emilia Magallanes y tenía 14 años. Él, 19.
Comenzaron a frecuentarse. La visitó en varias oportunidades entre 1859 y 1863, aunque no llegaron a ser novios. La relación se vio interrumpida cuando Cándido se alistó en el ejército y partió a la guerra. El muchacho le escribió a su joven amiga explicándole su decisión, pero nunca recibió respuesta.
Saturnino Magallanes y Josefa Serra le habían prohibido a su hija Emilia que contestara las cartas. Luego, arreglaron su casamiento con Emilio Rodríguez, un vecino honorable de Carmen de Areco.
Al volver de la guerra, Cándido no se atrevió a escribirle a Emilia. Consideraba que su condición de manco podía ser una carga para la joven. Nada sabía de ella y, tal vez, así era mejor. Prefirió guardar el recuerdo y atesorarlo en su memoria.
Cándido comenzó a educar su mano izquierda, decidido a no dejar su pasión: la pintura. Pero, a la vez, los apremios económicos lo obligaron a buscar una ocupación por fuera del arte. Así fue como, en 1872, comenzó a trabajar como vendedor en la zapatería de su hermano, que se ubicaba en las calles Piedras y Alsina, de la ciudad de Buenos Aires.
Una mezcla involuntaria, pero infalible, entre el destino y el azar, quiso que un día, una mujer entrara a la zapatería de la mano de una niña de unos cinco años. Cuando el vendedor se acercó para ofrecerle ayuda, la mujer lo miró a los ojos y palideció. Era Emilia Magallanes que, al ver a su amado, al que creía muerto en la guerra, se descompuso. Emilia, ahora Rodríguez, se desmayó y Cándido y su hermano tuvieron que cerrar el negocio.
Cuando la mujer volvió en sí, los antiguos amantes pudieron ponerse al día. Emilia le contó cómo sus padres no le habían dejado responder las cartas y cómo se había comprometido en un matrimonio arreglado. Al año de casada, había nacido Sara, su única hija. Ahora, Emilia era viuda, ya que su marido había sido víctima de la epidemia de cólera que azotaba la ciudad.
Cándido le contó de su experiencia en la guerra, de sus días postrado en un hospital, llamándola en sus delirios, soñando con volver a verla.
Ese mismo año, en la iglesia San Miguel, del barrio de Balvanera, Emilia y Cándido se casaron. Fue el 22 de septiembre, en el aniversario de la batalla de Curupaytí. Aquella en la que Cándido perdió su mano.
La pareja, decidida a recuperar el tiempo perdido, formó una familia numerosa. Tuvieron doce hijos. Vivieron en Buenos Aires un tiempo y luego en Carmen de Areco en un campo familiar de Emilia. Más tarde se asentaron definitivamente en Morón. Estuvieron juntos hasta que la muerte de Cándido los separó, en 1902.
Luego de la amputación de su mano, Cándido López creyó que no tendría futuro sin su pasión y sin la mujer que amaba. Sin embargo, no sólo logró unirse con su gran amor juvenil sino que se convirtió en el pintor que retrató la Guerra contra el Paraguay y trascendió en la historia del arte argentino.
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