Berni, las sombrillas y una gestión de “vuelo bajo”
Los vuelos del Ministro en las playas bonaerenses revelan una forma de ejercer el poder, basada en eludir responsabilidades y culpar siempre a otro
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Siempre habrá alguien para echarle la culpa. Ese dogma parece guiar las reacciones gubernamentales en todas las áreas. Y el ministro de Seguridad de la Provincia, Sergio Berni, lo aplica con audacia y creatividad: ahora ha culpado a los veraneantes por clavar sus sombrillas en la playa, donde él realiza temerarias maniobras en helicóptero. Podría convocar a la risa si no revelara, en realidad, la concepción de funcionarios que nunca se hacen cargo de las cosas, eluden sus responsabilidades básicas y actúan con una torpeza que incentiva la perplejidad ciudadana.
Hace un año, el Gobierno culpaba a los runners y a los que viajaban a Miami por la propagación del coronavirus; después culpó a los laboratorios, a los “anticuarentena” y a los “padres organizados” por sus desmanejos de la pandemia. El poder siempre encuentra fantasmas a los cuales enfrentarse y responsabilizar de sus fracasos. Los que instalan sus sombrillas en la costa parecen un nuevo eslabón de esa cadena interminable de “culpables”.
Realizamos un relevamiento aéreo por la costa en el marco de las tareas de prevención que estamos llevando a cabo para cuidar, con todos nuestros recursos y el mayor despliegue de los últimos años, la mejor temporada en décadas.#LaFuerzaDeLaProvincia#FuerzaBuenosAires pic.twitter.com/IV19Gk8VoE
— Sergio Berni (@SergioBerniArg) January 16, 2022
Berni tenía que explicar por qué el helicóptero en el que patrullaba las playas de Villa Gesell hizo un descenso brusco casi al ras de la arena, al punto de hacer volar varias sombrillas instaladas en la orilla. Pero en lugar de explicar, usó el atajo de culpar a otro: “Tendríamos que partir de que una sombrilla en la playa es un elemento peligroso. Hay que preguntarse si el que puso la sombrilla no evaluó que una ráfaga de viento se la podía levantar”. Cuesta imaginar un razonamiento que vaya más a contramano del sentido común. ¿Las sombrillas en la playa son más peligrosas que el vuelo rasante de un helicóptero? ¿Hay que preguntarse por el que puso la sombrilla o por el que piloteaba una aeronave sobre una multitud de veraneantes? Que tengamos que hacernos estas preguntas habla del nivel de un funcionariado que parece ver la realidad con un prisma distorsionado. Tal vez sea el “efecto helicóptero”: desde arriba la realidad adquiere otras proporciones, las cosas se desdibujan y los ciudadanos parecen apenas puntos diminutos e insignificantes sobre un territorio amorfo. De tanto subirse a aviones y helicópteros, los funcionarios dejan de tener los pies sobre la tierra.
Las declaraciones de Berni confirman esa visión distorsionada: “Había un cúmulo de 300 o 400 chicos y parecía que se estaban peleando en el medio. Cuando vio eso, el helicóptero (que aparentemente se manejaba solo y no respondía a las órdenes de nadie) se acercó y se volaron algunas sombrillas”. Resulta que no se estaban peleando, estaban bailando. El “ojo de la Seguridad” parece confundir las cosas.
El relato oficial abre otros interrogantes. Si se hubiera tratado de una pelea playera, ¿qué iban a hacer desde el helicóptero para dispersarla? ¿Iban a embestir contra los que protagonizaban la batahola? Por otra parte, ¿es el Ministro el que debe patrullar las playas a la “pesca” de incidentes y tumultos? ¿Quién se encarga entonces de planificar y diseñar una política de seguridad? ¿Quién piensa en la organización, la profesionalización y la estrategia de una fuerza cada vez más desarticulada? Una cosa es estar “en el terreno”; otra –distinta- es enredarse en la minucia.
No es la primera vez que, a bordo de una aeronave, Berni da muestras de insensatez. Hace apenas dos meses, aterrizó sin permiso en una cancha de fútbol infantil para que bajara su mujer, a la que acercó a un acto en el helicóptero oficial como si se tratara del vehículo familiar. Aquella vez, la presidenta del club (una modesta institución de Ensenada) salió a denunciar el atropello e hizo una presentación judicial. Tampoco hubo explicaciones ni autocrítica. La Justicia –hasta donde se sabe- no se ha tomado la molestia de investigar el episodio. La consigna es “siga y siga”. Esa vez no pasó nada, porque no había chicos en el club. Esta vez, tampoco, porque las sombrillas no provocaron daños ni desgracias. ¿La próxima? Tal vez sea tarde.
Pero la cuestión de fondo no pasa por las peripecias temerarias de un ministro en helicóptero, sino por lo que esos episodios revelan del poder. ¿Hay un Gobierno dispuesto a asumir sus responsabilidades en un tema tan sensible como el de la seguridad? ¿Es un asunto que está en manos de profesionales o de aficionados? Frente a ese flagelo, ¿hay una política seria y consistente o una estrategia de espectacularidad y marketing?
Mientras Berni confundía baile con pelea y hacía volar sombrillas por el aire, la Autopista La Plata- Buenos Aires era “tierra de nadie”. Desde el helicóptero tal vez no se veía, pero un grupo de piqueteros había tomado el jueves esa autovía neurálgica durante varias horas, y lo volvió a hacer el sábado. La ausencia del Estado derivó en algo previsible: se impuso la ley de la selva. Barrabravas enfrentaron a piqueteros y terminaron a los tiros. Hubo un muerto. Antes, decenas de miles de automovilistas habían sufrido un calvario, atrapados en medio de ese bloqueo desplegado ante la pasividad policial.
No era lo único que ocurría mientras Berni sobresaltaba a turistas en Villa Gesell. A esa misma hora, se producía un hecho que conmovería al país. Es el que terminó con la vida de Timoteo Tintilay, el taxista de 61 años que murió abrazado a su medio de vida en un intento desesperado por evitar que se lo robaran. Las imágenes son estremecedoras: el hombre, arrastrado durante 17 cuadras sobre el capó de su auto, hasta que el ladrón choca y él muere al volar por el aire. La escena condensa la tragedia nacional: un delincuente que debía estar preso si no hubiera sido por la impericia y la negligencia judicial; un ciudadano que se aferra a su trabajo, pero termina doblegado por la locura criminal. Como telón de fondo, un Estado que declara su impotencia y funcionarios enredados en internas y minucias. Berni dirá, por supuesto, que la culpa es de otro, porque ocurrió en el barrio porteño de Boedo (aunque el autor fue un delincuente que vive en Lomas de Zamora). A la hora de deslindar responsabilidades, las fronteras son infranqueables, si bien el ministro volador ha demostrado que, en el momento de las cámaras, no repara demasiado en límites jurisdiccionales.
En medio de las sombrillas, Berni también estaba lejos de Pilar, donde un joven de 22 años, Braian Cuitiño, fue asesinado por una patota en la puerta de un boliche. Nadie espera, por supuesto, que el Ministro esté en cada esquina donde el delito y la locura acechan. Solo su afición a la espectacularidad intenta transmitir esa imagen de “sheriff justiciero” en la geografía bonaerense. Lo que se espera, tal vez, sea mayor responsabilidad, mejor planificación y una respuesta profesional ante la complejidad del desafío.
Tal vez debamos recuperar el sentido común: el peligro no está en las sombrillas, que en todo caso simbolizan un pequeño y efímero recreo en medio la vorágine agobiante de la Argentina. La escena de Berni sobrevolando las playas remite, en todo caso, a interrogantes de fondo: ¿Dónde está la presencia del Estado? ¿Cuáles son las prioridades de un ministerio que debe enfrentar el terrible flagelo de la inseguridad en la Provincia? ¿Dónde está puesto el foco de la principal policía del país? Las respuestas están en las imágenes de estos días. Son respuestas que acentúan el clima de indefensión y potencian el desconcierto de la sociedad.
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