Barcelona muestra su encanto sucio en el Raval
El barrio en el que conviven inmigrantes, okupas y activistas ve surgir un novedoso centro cultural en el sitio donde un hombre fue asesinado por la policía
Ocurrió en una noche de otoño en Barcelona. En una callejuela angosta y gris, en el Raval, el sitio viejo al que antes le decían “Barrio Chino” porque había drogas, prostitutas, algunos delincuentes y quizás, aunque no muy probable, algún chino. En catalán, “Barri Xino”. Hay un video en el que la escena se ve completa: varios policías sobresalen, en el negro de la noche, con sus camisas celestes. Todos juntos, agachados, forman algo así como un scrum, y bajo ellos hay un hombretón echado en las baldosas, aunque esto no lo sabemos porque no lo vemos. Pero sí escuchamos sus gritos: largos, guturales, vocales deformes que quedan tapadas por la ruidosa sirena azul de un patrullero, primero, y luego por la de otro más. Cuando comienza el video –grabado desde un balcón– hay curiosos a unos metros de los policías, y hay policías que cargan contra ellos. Cuando termina, ya sólo quedan los policías. Y no hay más gritos.
Las vocales guturales fueron las últimas de Juan Andrés Benítez, pequeño burgués del mundillo gay local, paseante del Gayxample –la zona rosa–, fortachón de gimnasio, andaluz sometido y asesinado por seis policías en la noche del 5 de octubre de 2013.
Fue un caso extraño para una ciudad como Barcelona, que es sinónimo de diversión, de turismo, de arte, de cultura y de sexo. Barcelona, el puerto más visitado por los cruceros que navegan en el Mediterráneo y un sitio siempre soleado en el que los nativos se quejan de los turistas que llegan como marabunta con dólar, visitantes a los que aquí llaman “guiris”. ¿Cómo pudo ser que, a diez minutos de la famosa Plaza Catalunya y de sus edificios modernistas, un hombre muriera a golpes de policía?
No fue gran cosa, la historia: parece que Juan Andrés Benítez discutió con un magrebí mientras paseaba al perro. Vivía muy cerca, en el número 19 de la calle Aurora, en pleno Raval. Y aunque no pude saber por qué discutían, sí está claro que él mismo fue quien llamó a la policía. A los Mossos d’Esquadra.
El barrio no es lo que solía ser. No hay drogas, no hay prostitución, no hay delincuentes. Y si los hay, están todos muy ocultos. Lo sé porque caminé por estas calles a lo largo de varias noches. Caminé estando a solas, sin nadie más en la calle. Y también caminé cruzándome con gente de mala cara. Muchas veces bajé la mirada, por las dudas, como hacemos en Buenos Aires si no queremos problemas. Pero cuando me di cuenta de que ellos también lo hacían, empecé a mirarlos a los ojos, esperando a que alguno me devolviera la mirada. Un ejercicio sartreano en pleno barrio bajo, en busca del otro. Pero nunca me la devolvieron, así que no entiendo cómo fue que se liaron Benítez y el segundo. En las calles serpenteantes del Raval, que quedan cerca de las del ilustre Barrio Gótico, hay pakistaníes, bangladeshíes, magrebíes, filipinos, indios y africanos del Centro. Y nadie se mete con nadie. Si te van a matar, tiene que venir a matarte la policía.
Cuando los Mossos d’Esquadra llegaron, el problema entre Benítez y el magrebí estaba resuelto, pero de todas maneras le pidieron a él los documentos. Benítez, que vivía muy cerca, se dio vuelta para irse sin hacer caso. Una mujer policía lo tomó del brazo, él se sacudió para zafarse y comenzó un forcejeo, la cosa se puso rara, el forcejeo pasó a ser una pelea, llegaron otros policías, Benítez terminó en el suelo, Benítez gritó, los vecinos se asomaron a los balcones, algunos hasta gritaron: “¡Lo vais a matar!”, Benítez continuó sacudiéndose hasta que fue silenciado a puño y a patada, y luego también a golpe de bastón. Durante doce minutos lo castigaron. Y al final, lo hicieron: lo mataron.
Camino por el Raval y me pierdo en sus calles. El sitio donde Juan Andrés Benítez gritó hoy lleva su nombre: es el Ágora Juan Andrés Benítez. Un centro cultural y social autogestionado por vecinos y, ¿cómo decirlo?, okay, digámoslo: “gente común”. Fue ocupado en 2014: hasta entonces era un baldío en el que se había planeado construir un hotel, pero con la crisis el terreno había quedado hipotecado y había pasado a ser propiedad de la SAREB (Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria), a la que se la conoce como “el banco malo” porque se ha quedado con los activos tóxicos, las ruinas financieras de miles de españoles. Cuando llegué hasta el Ágora, que hoy tiene un gran mural en el que se ve a una Madre de Plaza de Mayo de tez morena, yo esperaba encontrar punks y okupas. A fin de cuentas, ellos también son una parte importante del folklore barcelonés.
La Kasa de la Muntanya, por ejemplo, ya lleva 27 años okupada, muy cerca del Parque Güell. Cuando vine por primera vez a Barcelona, en el año 2000, quise conocerla porque escuchaba a La Polla Records, a MCD y a Kortatu, y leía fanzines y me gustaba la contracultura que había surgido aquí. Pero desde la ventana de la Kasa se asomó un tipo que de mala manera me dijo que me fuera, que eso no era un punto turístico. Qué decepción. En los días siguientes caminé y busqué, y terminé tomando una cerveza con otros okupas en una casa que ya no recuerdo ni dónde quedaba ni cómo se llamaba, pero sí recuerdo que eran okupas muy jóvenes y muy punks y que de sus chaquetas de cuero colgaban varias cadenas y candados, y que entre ellos había uno con síndrome de Down, y que el sitio estaba oscuro y lleno de perros.
En el Ágora Juan Andrés Benítez no hay nada de esto. Hay artistas, como una señora entrada en años que me cuenta que hizo teatro clandestino bajo el franquismo y que se queja de los periodistas (“Pero ¿por qué todo tiene que ser comunicado?”, me pregunta), o como Olivier Bourgeois García, un simpático escenógrafo de boina negra, musculosa negra, bermuda negra y borceguíes negros, activo en el movimiento de los Indignados, que me invita a pasar hoy, un martes a la tarde. Hay una asamblea, está por comenzar.
Los asambleístas son trece y están reunidos en el centro del Ágora, en torno a una mesa grande, bajo la cobertura de una manta de media-sombra que las protege del sol del verano. Hay Coca-Cola, hay cerveza. Hay tabaco armado. Hay papas fritas y mandarinas. Olivier toma nota de todo y yo también.
Cuando me presentan, me doy cuenta de que soy uno más entre muchos que vienen a proponer actividades, escrituras e interpretaciones sobre el Ágora. Por ejemplo, hoy mismo hay una artista chilena que quiere montar una performance sobre los secretos. Dice que si la gente escribe un secreto en un papelito anónimo y luego se lee en público, surge entre quienes lo oyen la tentación de contar más secretos. “Es un acto de revelación inconsciente que al ponerse en papel se vuelve universal”, explica. “Pero ¿en qué consiste la actividad concretamente?”, le pregunta Olivier.
Un rato después, otra mujer toma la palabra: “Nosotros quisiéramos hacer una muestra de arte aquí, y queremos saber si hay una revista de barrio que nos pueda promover”. A ella le responden que vuelva otro día, y se va triste.
La asamblea dura una hora. Se discuten propuestas, fiestas, trabajos por realizar. El temario es variado. Se habla del saldo económico: está en verde. El último tema es qué hacer con los yonquis que vienen a pasar la noche al Ágora.
Sigo caminando por el Raval.
Justo en diagonal al Ágora hay un mercachifle que vende trastos usados. Me gustan los trastos usados, pero estos son muy poco interesantes. Él es un viejo, un ex legionario de los tiempos del franquismo. Está sudado, tiene mugre debajo de las uñas y cubre su cabeza con una gorra. Dice que como soldado anduvo por muchos lugares. Le pregunto cuál fue el peor. “La ‘mancha verde’, en el Magreb”, se jacta, mirándome de reojo. Le pregunto qué tan duros eran los magrebíes. “Hablaban más de lo que hacían”, dice. Antes de irme, me regala dos de sus verdades: la mejor España se terminó en 1974 y el Raval antes no era tan peligroso como ahora, porque antes sólo vendían hachís.
A dos cuadras, en la Rambla del Raval –que es como una plaza de cemento y que ostenta una estatua de Fernando Botero– me cruzo con un grupo de galanes maduros pakistaníes. Relajados, comparten un banco y observan la tarde. Me parece muy pintoresco, especialmente, el señor que viste un chaleco camuflado sobre su camisa tradicional. Es la última onda en Pakistán. Les pido una foto. Otro hombre –el jefe, o quizás el único que puede hablar en español– me dice que sí, pero me advierte que si soy policía, se va a enterar. Le digo que soy un periodista argentino y el diálogo hace que la escena sea incluso más atractiva. “Argentino, ‘liviano, filipino… Todos trabajan para la policía”, insiste. Hacemos la foto.
Termino en la Calle de la Cera, adonde funciona una librería alternativa llamada El Lokal. Hay cientos de libros, fanzines, discos y cassettes. Ese adolescente que escuchaba a La Polla Records y a MCD, ese que yo fui, vuelvo a serlo aquí adentro, mientras un anarquista japonés revisa remeras y una amiga de la casa pasa y deja un par de “platanitos ecológicos”. Un rato después, cuando le pregunto por el Ágora Juan Andrés Benítez, Iñaki García, que fundó el sitio, me explica que no hay un único movimiento okupa. “El movimiento okupa como tal no existe, sino okupas y okupaciones”, dice. “Son los movimientos, son varios. En el Ágora hay gente de todo tipo y si le preguntas: ‘¿Sois okupas?’, muchos te dirían que no”.
García, que vivió muchas épocas de Barcelona, recuerda que la primera okupación, en el barrio de Gracia, duró apenas un par de horas. “Esto vino con el contacto con holandeses y alemanes, crackers y squatters, que llegaban a Barcelona, y luego la gente iba para allá y miraba cómo vivían”, sigue.
Le pregunto por el viejo Raval. “La gente no se acercaba porque pensaba que aquí era una guerra. Bueno, siempre han pasado cosas, pero nunca fue peligroso”, responde. “Por la heroína, sí, mucha gente robaba… El consumo hizo estragos en este barrio y en los ambientes alternativos. Hay una teoría de conspiración que dice que fue la policía la que la introdujo. Hizo mucho daño a mucha gente”.
La última noticia que leí sobre la muerte de Benítez dice que, luego del juicio a los seis policías que lo mataron, el asunto se estudia en la escuela de los Mossos d’Esquadra. El crimen es presentado como un caso de mala praxis en la clase de derechos humanos y deontología.
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