Con solo 34 habitantes, una escuela y una icónica pulpería y hostería, se volvió una parada obligada sobre la ruta 40
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BAJO CARACOLES, Santa Cruz.— “Me gusta atender a los solitarios de la ruta 40″, confiesa Edith Alonqueo, al frente del almacén y hotel rural Bajo Caracoles, a un costado de esta icónica ruta en el lejano oeste de la estepa santacruceña. El pueblo, que se llama igual, tiene 34 habitantes, una escuela con cinco alumnos y es parada obligada de todos los viajeros del mundo que recorren esta ruta, también funciona como una pulpería. Desde 1920, ofrece provisiones y el bien más preciado: el combustible. “Nunca puede faltar, vienen con lo justo, y somos la última posibilidad en el desierto”, afirma.
“Es un oasis en la estepa patagónica”, afirma Germán Stoessel, ingeniero agrónomo que recorre la provincia de Santa Cruz en bicicleta. Bajo Caracoles es la única presencia humana en una inmensa superficie de estepa y cerros. Los choiques y los guanacos atraviesan la ruta antes de llegar. La soledad es extrema, también la belleza. Está en el corazón de la Patagonia, a apenas una hora de la frontera con Chile. “Somos conscientes que el trabajo que hacemos es importante —afirma Alanqueo—. No podemos dormirnos: cuando amanece, comienzan a llegar los viajeros, y nos golpean la puerta”.
“Además de combustible, la gente a veces solo entra a hablar —cuenta Alanqueo—. El que viaja por su cuenta o el puestero están muy solos, y a veces solo necesitan contar sus cosas”, reflexiona. El boliche emociona y sorprende: rodeado de un puñado de no más de 20, hecho de piedra y erosionado por el paso del tiempo, los vientos y la nieve, en temporada de verano la actividad es frenética. Sin cesar, paran ciclistas, motoqueros, automóviles, campers, motorhomes que confeccionan una postal de trotamundos única. “Vienen de todo el mundo, a veces no les entiendo el idioma y usamos el traductor de Google”, afirma Alanqueo.
Hay algo más preciado que el combustible que ofrece esta pulpería patagónica con hospedaje: “Tenemos la única conexión de Wi-Fi a cientos de kilómetros a la redonda”, confirma Alanqueo. La secuencia es la misma: siempre hay fila para cargar. Es una estación privada. Que llegue el combustible cuesta kilómetros, tiempo y dinero. Un litro de súper, $160; el Gasoil, $140. “Tanque lleno”, se oye.
Inmediatamente, como autómatas, los viajeros comienzan a actualizar sus redes sociales y realizan videollamadas a familiares, parejas y amigos. “Dan señales de vida, hay algunos que están viajando hace muchos meses”, sostiene Alanqueo.
El servicio es gratuito y la contraseña está anotada al lado de la puerta de entrada, junto a una colección de facones. No hay señal telefónica en el paraje. Por lo tanto, esa conexión de internet es la única con el mundo. “Todos en el pueblito son trabajadores del Estado, menos nosotros —explica Alanqueo—. Es una vida muy tranquila”.
“No podemos cerrar nunca”, reafirma esta mujer nacida en Gualjaina, Chubut, que hace cuatro años se hizo cargo de este establecimiento. Tiene tres hijos, uno de ellos, Misael, de 10 años, atiende detrás del mostrador. También su pareja. “Toda la familia ayuda, si no no podemos con tanto trabajo”, asegura.
Ocho mesas, ocho habitaciones
El pequeño salón tiene ocho mesas, rodeadas de estanterías que ofrecen artículos pensados para el viajero (desde bebidas, arroz, conservas, alpargatas o remeras hasta cargadores de celular), pero también toda la memorabilia de la ruta 40. Aquí es uno de los puntos donde se puede sellar el Pasaporte de la Ruta 40. También se venden, a un costo de $1500.
Abren de 8 a.m. hasta por lo menos las 2.30 a.m. En temporada estival no tienen descanso. Ofrecen desayunos y comidas. A un costado tienen el hotel con ocho habitaciones (doble $3000, triple $4500 y cuádruple $4800), servicio de duchas calientes y también un espacio para acampar. Está a 140 kilómetros de Perito Moreno (donde se abastecen de mercadería), y a 300 de Gobernador Gregores. Al combustible lo buscan en camioneta también de Perito Moreno. “Sale más caro por eso, y algunos viajeros no lo entienden”, advierte Alanqueo.
“Aceptamos pesos chilenos”, dice Alanqueo. Es que Bajo Caracoles también es una parada obligada para los camioneros chilenos que están en tránsito en un viaje épico que une Santiago con la ciudad más austral de Chile, la legendaria Punta Arenas. Se los ve todo el año, pero cuando la temporada de verano se termina, la ruta se vuelve solitaria y los chilenos son de los pocos que le dan movimiento. Un peso argentino equivale a siete del país andino. “A veces les cuesta cuatro días llegar a destino; es gente buena”, afirma. A una hora está el Paso Roballos, que comunica con Chile.
El depósito de nafta tiene 9000 litros y el de gas oil 4500. “No podemos cerrar en Navidad ni en Año nuevo; tenemos que dar combustible todo el año”, sostiene. Los surtidores son especiales, tienen una gruesa capa de calcomanías de todos los viajeros que paran. El flujo de turistas y aventureros cesa en el invierno, cuando el frío es polar. “Es muy duro, hay más de un metro de nieve, a veces no se ven ni los surtidores, y muchas veces nos quedamos muchos días aislados”, cuenta Alanqueo.
El invierno se pronuncia con respeto, acaso con algo de temor. “Cuando la ruta se corta por el hielo y la nieve, no sabemos cuándo se abrirá, si pasa algo, no hay manera de salir”, afirma.
Bajo Caracoles es un pueblito mínimo. El almacén hotel le da vida durante todo el año. “Es un pedacito de soberanía en la Patagonia, porque están representadas las instituciones más importantes del Estado”, afirma Stoessel. Un destacamento policial, la escuela (jardín y primaria) y Vialidad Nacional (que se encarga de mantener los caminos despejados, principalmente libre de nieve y hielo en invierno). “Es la puerta de entrada al Parque Patagonia, al cañadón del río Pinturas y la Cueva de las Manos —dice—. Para los que viajamos en bicicleta, el lugar ideal para una ducha y comida caliente, también para pasar la noche a reparo”.
El nombre se debe a la presencia de fósiles de crioceras, un amonite o caracol que vivió en la Patagonia y que se extinguió hace 100 millones de años. En 1920 la zona tuvo un gran desarrollo ganadero, fundamentalmente ovino. En aquel año la familia Folch construyó un boliche y en 1940 el artesano picapedrero yugoslavo Mateo Barak levantó el hotel rural en una obra que perdura hasta nuestros días.
Las cenizas del padre
Historias de viajeros hay miles. “El más raro pasó hace unos días atrás, un francés que hace cinco años recorre el mundo a pie, haciendo dedo, sin dinero —cuenta Alanqueo—. Otro francés estaba recorriendo el mundo en moto con su perro”.
“Estamos viajando a la velocidad del paisaje”, cuenta Vanina Gómez, que recorre la ruta con su pareja en motorhome. “Sabíamos que Bajo Caracoles era un lugar icónico”, afirma Martín Barros. Cargan combustible, pero aprovechan para tomar un café con leche y medialunas y ponerse al día con sus teléfonos.
Regresan de la Cueva de las Manos y del Parque Patagonia, donde hay opciones de acampe y hospedaje en el Refugio Los Toldos, La Señalada y El Mollar. Este sitio arqueológico forma parte de lo imperdible. Desde Bajo Caracoles se accede al cañadón del río Pinturas, y al emblemático lugar donde se ven las pictografías de 9000 años de antigüedad.
Los viajeros también buscan explorar el Parque Patagonia, con una gran variedad de paisajes, fauna y flora nativas y sitios arqueológicos. Desde todas partes del país y del mundo se acercan para hacer senderismo autoguiado, avistaje de fauna, como los pumas, cicloturismo y turismo en caminos escénicos. La Fundación Rewilding trabaja en este territorio reinsertando especies y concientizando en la necesidad de cuidar la naturaleza proponiendo diferentes actividades a los visitantes.
“Mi viejo murió y planificaba un viaje por el sur en moto; mi madre nos dijo: dejen las cenizas de papá en el tramo sur de la ruta 40″, afirma Martín Barthet. En 20 días hicieron 7600 Km desde Pilar hasta los confines meridionales de esta ruta. Viajó con uno de sus hermanos, un amigo y Guillermo Journé, el mejor amigo de su padre con quien soñaron hacer todo el sur por la 40. Pararon en Bajo Caracoles a cargar combustible. “Es el último viaje que iba a hacer, y es muy fuerte hacerlo con los hijos de mi amigo —confiesa Journé—. Todo lo que tiene ruedas y un motor, nos mueve, viajar en moto es un estilo de vida”.
“Cuando estaba solo en la ruta sentía una conexión muy grande con mi padre”, sostiene Barthet. En aquellos lugares donde habían pasado buenos momentos familiares, dejó cenizas. “Le agradezco a la Ruta 40 por todo lo que me dio”, confiesa Barthet.
En Bajo Caracoles, la hermandad de viajeros y puesteros de estancias se materializa con charlas en todos los idiomas, y a corazón abierto. “Yo vivo en Caracoles, me dicen caracolero, es tan chiquito mi pueblo que lo guardo en un sombrero”, recita Misael, el jovencito que acompaña a su madre en un mostrador en este boliche de leyenda.
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