Tataranieto de un pionero en la región, Felipe Menéndez se desvió de la empresa familiar naviera y encontró en Río Negro un hipnótico rincón donde elabora un elegante producto
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VALLE AZUL.– Corre sangre exploratoria por las venas de la familia Menéndez. José fue considerado “el rey de la Patagonia” por ser pionero en el desarrollo naviero, lanar y social del sur del mundo; desde Punta Arenas y Tierra del Fuego construyó un imperio que cambió la historia de esta región. Su tataranieto sigue sus pasos: durante diez años exploró la Patagonia buscando el mejor lugar para hacer vino y lo encontró al pie de las bardas en Valle Azul, Río Negro. Es único en su tipo.
“La Patagonia es la historia de nuestra familia”, dice Felipe Menéndez. A pesar de que el mandato lo llamaba a ocupar algún puesto en la empresa naviera familiar, oyó el susurro de una musa que lo llevó a desviarse de ese camino y recorrer durante una década la región buscando una señal. “No quedó un solo rincón al que no hayamos ido”, recuerda.
Cordillera, estepa, mallines y costa. “El viaje nos condujo al lugar donde empezamos”, afirma Menéndez. Hicieron más de 70 viajes por la Patagonia junto con Ernesto “Nesti” Bajda, ingeniero agrónomo y enólogo, compañero de aventura.
En 2008, Menéndez habían tomado una botella de una bodega que tenía una condesa italiana en el mismo lugar donde hoy hacen vinos. Aquella indicaba que estaba hecho en Valle Azul. “Hay algo de magia y, pese a que pensás que tenés el control, no lo tenés”, expresa Menéndez. El destino hace su trabajo y cruza caminos. Los solitarios viajes por la Patagonia profunda lo condujeron al origen de esa botella, la condesa les vendió la propiedad con un viñedo y así nació “Ribera del Cuarzo”.
El nombre no es casual, el desagote natural de las bardas produjo a través de los millones de años el roce del cuarzo y el suelo brilla reflejando los rayos del sol. El efecto es hipnótico. Para plantar, la condesa hizo un acueducto que llevó el agua desde el río Negro hasta el viñedo.
“Valle Azul es un paraíso”, apunta Menéndez. Desde 2021 cumplió el sueño de hacer vinos al pie de bardas que tienen 33 millones de años, cuando el océano Atlántico bañaba esta tierra hoy agreste, extrema y seca. Solo llueven 200 milímetros al año; a pesar de que el río está a cinco kilómetros, el paisaje es desértico y la dispersión térmica, muy amplia. Es tierra de leyendas e historias.
La idea de Menéndez fue más allá. Los pioneros hacen lo que aún no está hecho: en su caso, plantar vides en la ladera de la barda más alejada del río. Algo impensado. Económicamente no era viable, pero las grandes ideas no se rigen por los cánones del mercado.
“Un rabdomante nos ayudó”, admite. Para llevar a adelante su sueño necesitaba hallar una manera de bajar los costos de electricidad y encontrar agua. El riego por goteo necesita de un flujo constante. El agua en la estepa es una quimera, un espejismo que se aleja. Debía explorar. La Patagonia es aún una tierra de oportunidades, solo hay que buscarlas. “Volvimos a la aventura”, dice Menéndez.
Con su hijo mayor ensillaron un caballo cada uno y se fueron buscando algún rincón en la estepa que tuviera agua y que fuera apto para plantar vides. Cabalgaron durante 45 días, cruzando la mitad de la interminable e inabarcable provincia de Río Negro hasta llegar al embalse Alicurá, en el extremo occidental. Muchos días debieron buscar refugio para hallar reparo del irredento viento patagónico. En este viaje en el que durmieron bajo las estrellas, tuvieron varias revelaciones; la principal, reconocer el encanto de la Patagonia.
“No encontramos lo que fuimos a buscar”, confiesa Menéndez. La siguiente epifanía fue reconocer –una vez más– que el lugar indicado para plantar vides era la ladera de las bardas en “Ribera del Cuarzo”. Los viajes esconden misterios, el de los Menéndez fue haber conocido al rabdomante Facundo Catriel. “Me dijo que había ríos subterráneos”, detalla. Sin dar más pistas, este personaje se fue hasta su casa en Valle Azul y lo dejó con la duda. Esa noche no pudo dormir.
“Al día siguiente lo fui a ver”, continúa Menéndez. Le contó su secreto: que quería plantar un viñedo en la ladera más alejada de la barda, pero que necesitaba hallar agua, los misteriosos ríos bajo tierra. Ese día no le sacó ninguna respuesta y se despidieron. A la mañana siguiente, mientras Menéndez estaba desayunando, Catriel se presentó a su casa y le dijo: “Vamos a buscar los ríos subterráneos”.
Bajaron hasta el río Negro y cortaron ramas de sauces para hacer la rabdomancia. Estuvieron todo el día caminando y esas horquetas se cruzaron y apuntaron hacia la reseca tierra de jarillas y piedras. Por la ancestral mancia, hallaron el agua que les permitió tener el viñedo en un lugar donde nadie había podido hacerlo.
De las cinco hectáreas originales que tenían de la condesa, pudieron expandirse a las veintisiete actuales, con vides de malbec, pinot noir, merlot y petit verdot. Un dato de color: esta zona fue explorada en la época de la Conquista del Desierto; hombres de la talla de Estanislao Zeballos cruzaron estas bardas a la veda del río Negro y pocos más han pisado el territorio, habitado en tiempos lejanos por pueblos de la Araucanía. Gran parte de esta geografía se halla deshabitada y en plena orfandad de humanidad.
Contrariamente a lo que se piensa, las vides que crecen en un clima tan extremo no se expresan en vinos de personalidad fuerte, sino con elegante frescura; el calcio y el cuarzo les dan un sabor único. Los frutos de la Patagonia nacen en forma amable y floral. “Ribera del Cuarzo” y su viñedo “Araucana” producen alrededor de 200.000 botellas al año y exportan a doce países y cinco mercados más con acuerdo para cerrarse. Entre ellos Brasil, Uruguay, Perú, Colombia, Estados Unidos, Reino Unido, Bélgica, España, Hong Kong, Taiwán y la remota Islandia.
“Navegar por el Estrecho de Magallanes me formó culturalmente”, relata Menéndez. La familia tiene una rama argentina y otra chilena; su tatarabuelo, José, es de la segunda y su historia configura la de la Patagonia moderna. Sus hitos más importantes son legendarios. Trabajaba en la ciudad de Buenos Aires y lo mandaron a Punta Arenas para intentar cobrar una deuda a un personaje legendario que estaba al frente de un almacén naval: el comandante Luis Piedrabuena.
Menéndez se hizo cargo de esa deuda y se quedó también con el almacén. Entonces, Punta Arenas era un caserío cosmopolita habitado por marineros de dudoso pasado, gran parte de ellos embarcados en balleneros y en precarios barcos que se dedicaban a la caza de lobos marinos y focas. Otros esperaban que el estrecho hiciera valer su categoría de cementerio de barcos e ir a saquear naufragios. Menéndez vio más allá y entendió que el pueblo sería estratégico. Así lo fue.
Sin el Canal de Panamá, toda la flota mercante del planeta que tenía que cruzar del Atlántico al Pacífico, o a la inversa, debía hacerlo por el estrecho. El almacén le sirvió de base para desarrollar sus proyectos; entre ellos, comerciar con los marineros, pero también con los tehuelches. Se dedicó a la cría de ovejas y formó una compañía naviera que unió la Patagonia en las costas de ambos océanos.
En Tierra del Fuego tuvo, entre otras, la estancia María Behety, donde se encuentra el galpón de esquila más grande del mundo.
Una de sus hijas se casó con su principal competidor, Mauricio Braun, con quien se asoció y fundaron la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, que se expandió con almacenes de ramos generales en todo el sur. Hoy, se conoce a esta empresa como “La Anónima”, la principal cadena de supermercados de la Patagonia.
“Recibió a Shackleton”, revela Menéndez desde su bodega en Valle Azul. Luego de estar dos años atrapado entre los hielos antárticos en su Expedición Imperial Transantártica con el buque Endurance y después de rescatar a parte de su tripulación, el explorador irlandés fue hasta Punta Arenas y estrechó amistad con José Menéndez. Aún conserva el libro de visitas una poesía escrita por el expedicionario.
La contraetiqueta del vino “Araucana Azul” transcribe esta poesía, pero también evoca los paisajes del fin del mundo. El ilustrador de la expedición que viajó con Charles Darwin, a mando de Fitz Roy a bordo del Beagle, fue realizando dibujos de las costas. José Menéndez fue a Inglaterra a verlo a Leonard, hijo del naturalista, y volvió a Punta Arenas con esos dibujos que ahora decoran este vino con espíritu marítimo.
Valle Azul recibe la frescura del río Negro y, a través de meandros, su cauce va formando islas donde viven familias que producen toda clase de frutas. Los animales pastan detrás de las cortinas de álamos. Muchos se deciden por la biodinamia y los cultivos orgánicos. La bodega tiene contacto directo con el pueblo: el vino da trabajo y forma parte de la identidad del valle. ¿Por qué azul? El cielo por las noches tiene ese tono. “Es mágico el lugar”, concluye Menéndez.
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